19/04/2024

A propósito de una controversia feminista: sobre ambivalencias conceptuales y asuntos de disputa. Las relaciones entre cuerpo y política

La cuestión de las relaciones entre cuerpo y política constituye un punto de conflicto que se ha hecho visible en el campo de la filosofía política debido a las intervenciones, por cierto no necesariamente continuas ni convergentes, de muchas feministas.

Quisiera iniciar este trabajo tomando como punto de partida una reflexión de Virginia Woolf pronunciada durante una conferencia sobre mujeres y literatura en 1928. El texto fue luego conocido como Una habitación propia, que es por cierto una fuente recurrente de reflexión para las feministas, una y otra vez releído y retomado desde latitudes tan diversas como Francia, en las reflexiones de Genviève Fraisse; Italia, en las de Teresa de Lauretis, y en las de muchas de nosotras en América Latina. Dice Woolf:
 
…cuando un tema se presta mucho a controversia -y cualquier cuestión relativa a los sexos es de ese tipo- uno (a) no puede esperar decir la verdad. Sólo puede explicar cómo llegó a profesar tal o cual… opinión (Woolf, V. 1984 [1928]:9). 

En la afirmación de Woolf resuenan los ecos de polémicas inacabables, desde las querellas del siglo XVII hasta el proceso a la razón, hijo de la Revolución Francesa y de sus efectos políticos: la constitución de un orden basado en la igualdad ante la ley. Ya entre 1754 y 1758, poco tiempo antes de la publicación del Émile, D’Alembert había polemizado con Rousseau señalando lo que el enciclopedista consideraba como las injusticias cometidas por el ginebrino en su juicio respecto de las mujeres.

En respuesta al artículo Genève escrito por D’Alembert a instancias de Voltaire para la Encyclopédie Française, Rousseau redactó la célebre Lettre à M. D’Alembert, en la cual no se limita a discutir el asunto de la función social del arte, en este caso el teatro, sino que argumenta en torno de un tópico que hallará lugar privilegiado algunos años más tarde en el Capítulo V de su Émile ou de l’éducation: el lugar de las mujeres en la producción artística y su capacidad para el pensamiento y la creación. Rousseau afirma que las mujeres carecen de arte pues les falta ingenio, pasión y profundidad, que los libros salidos de sus plumas son fríos y bonitos como ellas. Aún más: “No es a una mujer, sino a las mujeres a las que niego los talentos de los hombres” (Rousseau, JJ. 2010 (1758):20)[i].
En uno de los párrafos más conocidos de su Lettre à M. JJ Rousseau, D’Alembert argumentaba denunciando las condiciones de dominación que habían hecho posible la verosimilitud de los argumentos sostenidos por quien era en ese momento su adversario:
 
Si por desgracia Ud. tuviera razón, ¿cuál sería la triste causa? La esclavitud y la especie de envilecimiento en el cual hemos colocado a las mujeres, los impedimentos que producimos a su espíritu y su alma, la jerga fútil y humillante para ellas y para nosotros a la que hemos reducido nuestra relación con ellas, como si no tuvieran una razón para cultivar o no fueran dignas de ella; en fin, la educación funesta (yo diría casi asesina que les prescribimos sin permitirles tener otra) educación en la que aprenden casi únicamente a fingir sin cesar, a no tener un sentimiento que no ahoguen, una opinión que no oculten, un pensamiento que no disfracen. Tratamos a la naturaleza en ellas como la tratamos en nuestros jardines: buscamos adornarla ahogándola. Si la mayor parte de las naciones han obrado como nosotros a su respecto es porque los hombres han sido en todas partes los más fuertes, y en todas parte el más fuerte es el opresor y el tirano del más débil (D’Alembert, J. 1754: 433 s.)[ii].
 
En la perspectiva de D’Alembert, de la misma manera que en la de la mayor parte de los y las contradictores/as ilustrados/as de Rousseau, nada hay de esencial en el estado de ignorancia de las mujeres de su tiempo. Son las relaciones de dominación y opresión que los varones tiranos han impuesto sobre ellas lo que explica sus limitaciones en orden al saber.
Desde aquel tiempo lejano la tensión permanece irresuelta. Simone de Beauvoir destina al asunto algunas reflexiones al inicio de su fundacional ensayo. La filósofa francesa, citando a Poulain de la Barre, recurre sobre una idea que pone en cuestión la neutralidad de la mirada e insiste en señalar que todo cuanto han dicho los hombres acerca de las mujeres debe ser puesto bajo sospecha, pues ellos son (de la misma manera que nosotras y nosotros) a la vez juez y parte (Beauvoir, S. de, 1949, Vol1:24). De modo que se trata un asunto de controversia en el que sólo debido a una larga tradición que ha considerado verosímil la posibilidad de un conocimiento neutralizado respecto de los efectos de la corporalidad y la sexuación humanas, ha sido aceptable e incluso lógico suponer que el saber producido es ajeno a la corporalidad, o a los efectos de la sexuación humana, y que el punto de vista masculino es equivalente al humano sin más.
¿Cómo es que se fue construyendo esa equivalencia? ¿Cómo se logró neutralizar los cuerpos humanos? ¿Qué operaciones hicieron invisible, o al menos insignificante la cuestión de las diferencias entre los cuerpos sexuados, a la vez que naturalizaron la subordinación de las mujeres y la heterosexualidad como práctica? ¿Qué hay de político en los efectos que sobre el orden social tiene la sexuación humana?
 
Anudamientos
 
La cuestión de los efectos de la corporalidad como asunto político supone el trazado de una serie de nexos que no son inmediatamente perceptibles. De allí el necesario recurso a la inscripción en genealogías teóricas que, por decirlo tras los pasos de Woolf, nos permitan establecer cómo es que llegamos a sostener esta convicción, qué recorridos condujeron a la posibilidad de sustentar este punto de vista en un terreno no elegido, marcado por la historia y por estructuras reificadas, producto de relaciones sociales que no son visibles como tales, sino que han ido produciendo a lo largo de siglos la naturalización de la subordinación de las mujeres, haciendo de ello un “destino”. Tan es así que ha sido la experiencia de las luchas feministas la que ha desnaturalizado, hasta un cierto punto, una serie de situaciones a las que han estado y aún están sujetadas las mujeres. De allí la imposibilidad de desarticular la reflexión teórica de la política en el campo de la filosofía feminista.
La modernidad ilustrada marca el momento histórico de construcción de la equivalencia entre individuo abstracto y varón, entre hombre y humanidad, operación por la cual se neutraliza y universaliza, de manera imaginaria, el punto de vista masculino y los derechos del individuo varón y propietario (Fraisse, G.1995, Ciriza, A. 2002). Es también un momento histórico relevante para quienes no formamos parte de occidente, sino de su periferia colonial. El tiempo de las revoluciones burguesas que hicieron del derecho el principio filosófico sobre el cual habría de cimentarse la comunidad política, fue también un momento de puesta en cuestión de los pilares sobre los que se había sostenido el antiguo régimen: loi politique, loi civile, loi de famille fueron puestas en cuestión. Los debates filosóficos de ese momento fundacional dan cuenta de las transformaciones en curso. Locke argumenta contra Filmer en lo referido a la concepción de la loi politique y sus articulaciones a la loi de famille señalando la distancia entre la generación corporal y la producción del orden político, pues si éste estuviera basado en la paternidad habría tantos padres como monarcas (Ciriza, A. 2010). Rousseau a su vez apunta contra los cimientos del ancien régime, y por ello está dispuesto a debatir sobre loi politique y loi civile, pero opera, en la elaboración de su Émile, en cerrada defensa de la inamovilidad de la loi de famille (Ciriza, A., 2000). Condorcet, D’Alembert, Wollstonecraft sostuvieron en cambio una interpretación diversa en lo relativo a la articulación entre orden político y orden doméstico, señalando las raíces históricas y políticas de la subordinación de las mujeres y denunciado la permanencia del antiguo régimen en los procedimientos que expulsaban a las mujeres del espacio de la educación y la política.
Si es verdad que la modernidad ilustrada fue un tiempo de profundas conmociones tanto en lo referido a la forma de organización del orden político como en lo referido a la construcción del saber, también lo es que constituyó para las mujeres un momento paradojal, pues a la vez que se abrieron horizontes de emancipación para los seres humanos, estos parecen limitarse a los varones ilustrados, europeos, blancos y burgueses.
La teórica feminista Carole Pateman ha mostrado que el contrato político revistió significaciones escasamente emancipatorias para las mujeres pues la consideración de las relaciones familiares como apolíticas e incluso impolíticas las dejó fuera de las posibilidades de contratar y por ello fuera del espacio político asegurando a los varones posiciones de control sobre sus cuerpos (Pateman, C.1995). Una de las claves de la exclusión de las mujeres se halla, pues, en el modo como se construyó la forma dominante de regulación del espacio público como un espacio de igualdad formal entre los sujetos, autonomizado respecto de lo privado, tanto en el sentido de la sociedad civil (el burgués egoísta hubiera dicho Marx) como de los procesos de reproducción social: economía, vida doméstica, reproducción sexual fueron definidos como espacios carentes de significación política. Ello marcó, sin lugar a dudas, la precaria inserción de las mujeres en el orden político. Las mujeres, sujetos sexuadas, excluidas de la ciudadanía en razón de las consecuencias políticas de las diferencias entre los sexos, mantuvieron durante siglos un lugar ambivalente y frágil, sometido a los límites y presiones de las relaciones patriarcales y capitalistas, y a la singularidad de un orden político que se pretendió asexuado, aún cuando se hallara fuertemente imprentado por la dominación de los más fuertes, los varones heterosexuales, blancos y burgueses cuya dominación sobre las mujeres, cualquiera fuera su clase, etnia y orientación sexual, fue percibida como un efecto, por así decir, natural.
De allí que la cuestión de las relaciones entre mujeres y política implique una referencia necesaria a las significaciones políticas asignadas a los cuerpos y sus efectos subalternizantes.
El itinerario a seguir está marcado por una serie de proposiciones articuladas respecto de las cuales intentaré dar cuenta a lo largo de este trabajo: en primer lugar creo que es preciso señalar, con Geneviève Fraisse, que el doble registro, político y ontológico en el que se mueve la pregunta por las significaciones de las diferencias entre los sexos hace del debate en torno de las relaciones entre mujeres y política, y del lugar de las significaciones asignadas al cuerpo real en el orden político, un espacio de ambivalencia donde tan pronto se juega la lectura del cuerpo en términos de diferencias esenciales o esencializadas, como en términos estrictamente políticos de derechos y libertades (Fraisse, G. 2004: 4).
En este punto viene al caso señalar de manera breve el uso que hago de la noción de ambivalencia:
 
La ambivalencia hace referencia a los estados afectivos a los que se confiere una energía emocional intensa a deseos o ideas intrínsecamente contradictorios o excluyentes entre sí la ambivalencia [...] no es necesariamente un síntoma de debilidad o confusión en el pensamiento. Con frecuencia supone una resistencia a que el material complejo y contradictorio se derrumbe en un conjunto ordenado (Flax, J. 1995: 115 s).
 
En segundo lugar, el modo como se establece la significación de lo político a partir de la inflexión histórica de las revoluciones burguesas ha implicado un proceso de neutralización de los cuerpos y de despolitización de los efectos de la diferencia sexual, efectos que sin embargo han sido profundamente políticos. La sola portación de cuerpo de mujer fue durante siglos la razón para considerar a las mujeres como sujetos tuteladas, eternas menores carentes de derechos civiles y políticos, privadas de la posibilidad de hacer uso autónomo de su razón y voluntad. La exclusión de las mujeres, su condición de incontratables reside en sus cuerpos, cuerpos reales, excedentes, puramente destinados a la reproducción de la especie, a la satisfacción del deseo de otros.
Finalmente me interesa señalar que considero pertinente la insistencia en la perspectiva feminista. Mas que interrogar desde una “perspectiva de género” el punto de vista desde el que procuro realizar algunos señalamientos sobre la relación cuerpo y política es, como alguna vez señalara Martha Rosenberg, feminista, pues el feminismo nombra en forma expresa la articulación entre teoría y política a la vez que refiere a la reconstrucción de nuestras genealogías, a la articulación entre política y memoria, entre política, teoría e historia, haciendo posible el sinuoso camino de buscar una perspectiva determinada capaz de dar cuenta de las consecuencias políticas de las diferencias entre los sexos (Rosenberg, M.1996).
 
De las relaciones entre cuerpo real y cuerpo político. Los cuerpos de las mujeres en la política
 
La cuestión de las relaciones entre cuerpo y política es uno de los asuntos más complejos para el debate dentro del campo de la filosofía política, puesto que refiere por una parte a la cuestión de la diferencia sexual y por la otra a las múltiples asociaciones entre cuerpo y política.
Las metáforas del cuerpo han rondado los debates sobre lo político durante mucho tiempo, a la vez que eso que llamamos el cuerpo político se forma a partir de la abstracción de los cuerpos reales. Nada hay de unívoco en el ingreso de los sujetos humanos encarnados en el espacio político. Este se produce en el cruce de operaciones culturales y discursivas, atravesado por la historia y por el peso de las relaciones dadas. Nada en el modo bajo el cual un real se inscribe en el orden simbólico obedece a una lógica causal-determinista. Aún así allí no finaliza la dificultad: pues el orden de lo imaginario como espacio en el cual anuda el deseo del sujeto individual, como línea de ficción que liga lo individual a lo colectivo opera efectos de repetición. Sucede con la relación entre cuerpo y política, o más bien, con los efectos políticos de las diferencias entre los sexos, que se trata de un terreno donde se produce una singular tensión entre historia y estructura. Conviene traer a colación la observación de Slavoj Zizek: “La historización súper rápida nos ciega al resistente núcleo que retorna como lo mismo a través de las sucesivas historizaciones y simbolizaciones” (Zizek, S. 1992: 82).
El núcleo de resistencia y retorno del que se trata, desde mi punto de vista, es el del cuerpo real de las mujeres y los obstáculos para su inscripción en el orden político existente, de los modos como los imaginarios tienden a la repetición. La ficción del eterno femenino se ha perpetuado aún en tiempos de pretendida emancipación femenina sujetando los cuerpos de las mujeres al deseo de otros.
En un trabajo que recupera en parte su recorrido de pensamiento anterior, la filósofa francesa Geneviève Fraisse realiza un señalamiento que me parece de la mayor relevancia para comprender qué se halla en disputa cuando hablamos de las relaciones entre cuerpo sexuado y política. Dice Fraisse:
 
La controversia sobre los sexos implica un debate ontológico sobre los seres sexuados (donde el sexo es un sustantivo y las cualidades producidas, lo masculino / femenino, son adjetivos) y una disputa política (la aporía de la identidad y la diferencia, de la igualdad y la libertad como operadores diferenciados) (Fraisse, G. 2004: 2)[iii].
 
De lo que se trata, por parafrasear a Fraisse, es de procurar establecer las articulaciones y diferencias entre cuerpo real y cuerpo político, de analizar las formas históricas bajo las cuales los cuerpos de los y las sujetas se han inscripto en el orden político bajo condiciones históricas y sociales no elegidas, bajo los límites y presiones establecidos por las relaciones de dominación /resistencia y aún insurgencia efectivamente existentes en cada formación social dada, cruzadas como están las relaciones sociales entre los sujetos sexuados por desigualdades económicas, políticas, sociales, étnicas, culturales, por relaciones patriarcales y heteronormativas que transforman en desigualdad las diferencias entre los sexos.
La consideración de aquello que resiste y repite, el orden de lo real, la consideración ontológica de la diferencia, para decirlo en términos de Fraisse, posiblemente nos permita comprender cuánto de conflicto irresuelto, de tensión recurrente se juega en torno de las luchas políticas de las diferentes por el ingreso al orden político, ya sea que éstas se planteen tanto como demandas para ser consideradas en condición de iguales, como en términos de pedido de fundación radical de un orden articulado sobre la base de la consideración de la diferencia.
 
Política y sexuación: el dilema de los cuerpos de las mujeres
 
La pregunta por las consecuencias políticas de las diferencias entre los sexos es una pregunta que se formula en forma expresa en los albores de la modernidad, bajo el signo de las revoluciones políticas modernas. Ello hizo de algún modo inevitable la articulación política entre diferencias y desigualdades, pues el orden político moderno, producto del proceso de las revoluciones burguesas (que incluye la revolución francesa, la llamada “americana” y las revoluciones independentistas de la entonces América española), redefinió las relaciones entre economía y política, la forma de legitimación del orden político, el modo de consideración del cuerpo en el orden político y la relación entre sujeto político y sujeto individual.
La emancipación política que produjo el advenimiento del ciudadano se fundó sobre la autonomización de la política. Tras la derrota del ala jacobina de la Revolución Francesa, la emancipación consistiría, tal como indica Marx en La cuestión judía, en la liberación del ciudadano abstracto, considerado como si fuera igual a otros en el orden del derecho. La edificación de la escena ciudadana implicó una serie de operaciones de separación y abstracción: entre el burgués egoísta y ciudadano abstracto; entre economía y política, entre el orden de lo público y el de lo privado, entre el cuerpo sublime del individuo ciudadano, neutral e incorpóreo, y el cuerpo real de los sujetos encarnados y sexuados, pertenecientes a una clase social, marcados por el color de sus pieles y las significaciones sociales asignadas durante siglos al “color” (Marx, K. 1986; Ciriza, A. 2004).
La emancipación política del ciudadano abstracto igualó a los sujetos en el orden del derecho, en el orden del como si, y con ello se inauguró una forma de inclusión /exclusión en el naciente orden democrático que condenaría a mujeres, etnias y proletarios, diferentes y desiguales, a la frontera invisible trazada a partir de la imaginaria igualdad universal de los sujetos entre sí (Pêcheux, M. 1986).
De allí que en la cuestión de la ciudadanía de las mujeres haga síntoma la relación entre cuerpo y política. La escena política moderna, al menos la del orden establecido, es, como dijera Marx, y como lo han señalado las feministas, una escena de puros espíritus, de individuos abstractos. Sin cuerpo, sin economía, sin mundo privado, sin orden social (Collin, F. 1996: 98-103).
Cuerpo real y cuerpo político discurren por carriles separados. Por retomar la potente sugerencia de Françoise Collin: “… la ruptura entre lo biológico y lo simbólico y su reparto entre hombres y mujeres, padres y madres, casa y Ciudad, es una organización de la denegación de la generación, una suerte de arreglo histórico de lo irrepresentable y de lo aún impensado” (Collin, F. 2010)[iv]. Nada del orden del cuerpo real sucede en la ciudad, pues en ella, al parecer, se carece de la posibilidad de inscribir la sexuación.
Es interesante observar la tensión entre ciudadanía y sexuación del sujeto. La ciudadanía procede de una definición arbitraria del cuerpo que reposa sobre el carácter público de la esfera política y corresponde a una forma específica de relacionarse que implica el trazado de una equivalencia no explicitada entre ciudadano, individuo propietario y varón blanco. Como ha sostenido Jean Vogel la herencia de la modernidad ha consistido en una operación de neutralización del sexo: “en el momento de nacimiento del orden moderno se sueña con una vida política sin sexo, una vida política que se pueda dominar” (Vogel, J. 1986: 130). Se edificará, a través de una serie de “soluciones” políticas y teóricas (entre las cuales la tesis del contrato ocupará un lugar no menor), una vida política pura fundada en la homme-sociabilidad pues los cuerpos de las mujeres, en cuanto particulares, sexualizarían el poder pues sólo ellas están marcadas por la diferencia, de allí que no puedan encarnar intereses universales (Vogel, J. 1996: 127-140).
El trazado de la equivalencia entre homosociabilidad y sociabilidad humana constituye una de las tantas operaciones de neutralización de los cuerpos masculinos. Ello ha traído consecuencias duraderas para las formas de inclusión /exclusión de las mujeres respecto del orden político: si el ciudadano es ante todo un individuo abstracto tras cuya condición se oculta el varón blanco y propietario, y si la condición ciudadana se edifica sobre la base de la abstracción de las marcas particulares de los cuerpos reales de los sujetos, las mujeres permanecerán en una situación ambigua: o bien la condición para su consideración en cuanto ciudadanas será la denegación de la especificidad de sus cuerpos, o bien el reconocimiento de la capacidad de generación hará de ellas las habitantes de la trastienda del orden político: el lugar donde se cumplen las tareas animales de la especie, a saber, la generación concebida como puro asunto de biología, la reproducción de la vida humana asimilada a una concepción de la vida cotidiana como reproducción del particular.
La tensión entre la abstracción del orden político y la especificidad de los cuerpos de las mujeres será el argumento central de Condorcet: las marcas corporales de las mujeres no tienen una significación política capaz de determinar su exclusión del debate público ni de los asuntos de interés general. El nuevo orden a producir, el que llevará a la humanidad a la conquista de un futuro mejor, habrá de edificarse sobre el principio de la igualdad pues es precisamente la carencia de igualdad y las injusticias que ella conlleva la que produce el estado de corrupción y ferocidad en que “hasta ahora”, dice Condorcet aludiendo a su propio tiempo, los pueblos han vivido (Condorcet, A. 1847 (1790): 129).
Si bien pionera la argumentación de Condorcet oscila, y no debido a su tiempo, sino a la dificultad del asunto, a su carácter ambivalente, por decirlo a la manera de Jean Flax. Veamos el razonamiento de Condorcet:
 
Ahora bien, los derechos de los hombres resultan únicamente de que son seres sensibles y susceptibles de adquirir ideas morales y razonar sobre sus ideas; así si las mujeres tienen las mismas cualidades, tienen necesariamente derechos iguales. O ningún individuo de la especie humana tiene verdaderos derechos, o todos tienen los mismos, y aquel que vote contra el derecho de algún otro, cualquiera sea su religión, su color, su sexo, ha abjurado de los suyos a partir de ese momento (Condorcet, A. 1848 (1790):122)[v].
 
Si el espacio público parece fundarse sobre la indistinción de los rasgos reales de los sujetos, que deben ser suprimidos en beneficio de la igualdad formal de derechos, Condorcet reenvía a la sociedad civil las desigualdades y diferencias: la sociedad es el lugar en el cual cada uno, cada una, ocupa su lugar, cumple los rituales de la vida cotidiana, desempeña su oficio. De esas particularidades habrá de despojarse para ingresar al espacio público. Razonamiento ambivalente, no obstante su justicia.
Por entonces Rousseau, el apasionado defensor de la igualdad, colocaba decididamente a las mujeres en situación de consentir su propia servidumbre en razón de la naturaleza:
 
Si la mujer está hecha para agradar y para ser subyugada, debe hacerse agradable al hombre en lugar de provocarlo. Su violencia (la de ella) está en sus encantos, es por ellos que debe obligarlo a encontrar su fuerza y usarla. El arte más seguro de animar esa fuerza es hacerla necesaria a través de la resistencia. Entonces el amor propio se une al deseo, y el uno triunfa por la victoria que el otro le permite obtener. De esto nacen el ataque y la defensa, la audacia de un sexo y la timidez del otro, en fin, la modestia y la vergüenza con las cuales la naturaleza armó al débil para sujetar al fuerte (Rousseau, JJ. 1762: 6s)[vi].
 
Ambas respuestas, la de Condorcet y la de Rousseau, recurren de manera insistente en los debates contemporáneos dando cuenta de hasta qué punto la cuestión del cuerpo exige puntos de vista matizados, hasta qué punto la inercia no elegida del mundo en que nos hallamos incide sobre nuestras formas de conceptualizar.
El modo como históricamente fue definido lo público y la ciudadanía, el hecho de que ésta reposara sobre una serie de operaciones de neutralización corporal de la esfera política que fueron estableciendo la equivalencia entre hombres y humanidad; el hecho de que la esfera política fuera escindida respecto del mundo de la economía y de la reproducción humana; el peso que la teoría contractualista y la noción de individuo tuvieran en el campo de la conceptualización de la política; hicieron que el cuerpo de las mujeres deviniera el sexo de la humanidad y constituyó la base para la realización de una serie de operaciones tanto político-jurídicas como ideológicas y conceptuales que las ubicaron en el lugar de “madres por naturaleza”, eternas menores, privadas de razón, habitantes del mundo de las idénticas, aquellas que sólo reproducen la biología, dan luz a la carne, incansablemente laboran en un trabajo que no produce valor, sino, simplemente, vida.
Esta compleja articulación entre sexo y política incide sobre los debates feministas. Sujetas a nuestra vez a una ambivalencia que a menudo induce en nuestros debates la reducción de la encarnación a los aspectos femeninos de nuestra anatomía, en desmedro de la consideración de muchos otros aspectos de la condición de sujetos encarnados como el envejecimiento, el dolor, las marcas que la explotación deja sobre los cuerpos, las evidencias corporales de la pertenencia étnica, las más sutiles de las lenguas, la propia y las aprendidas. A menudo repetimos de modo inconsciente la dicotomía mujer = cuerpo/ varón = incorpóreo. La fuerza de las relaciones de dominación y su persistencia nos inclina a reducir la sexualidad de las mujeres a los efectos del dominio masculino, como si las mujeres fuéramos seres sexuales que sólo existiéramos para los hombres, una forma de ver las cosas que no explica el deseo lesbiano y una enorme gama de experiencias sensuales que no se juegan bajo el signo de la dominación masculina.
La enfatización de la diferencia conduce a menudo a la encerrona del esencialismo, que refuerza estereotipos y recurre a la maternidad como modelo de experiencia femenina proyectable al espacio público, desconsiderando cuánto de singular hay en ella, cuánto de tensión agresiva y no sólo de cuidado.
Finalmente, en procura de una fuga a la determinación de la materialidad de la carne los estudios queer han ideado una escapatoria. Cuerpos inducidos por la cita de la ley, puro efecto de repetición, puramente sexuados, desprovistos de la clase, de la etnicidad, de la cultura, salvo por operaciones de “interseccionalidad” (Butler, J. 2001 (1990), 2001(1993).
 
Lecturas feministas
 
Que se sea varón o mujer no es indiferente para el ejercicio del pensamiento sobre los
sexos. Esta dificultad es tanto epistemológica como política[vii].
 Geneviève Fraisse
 
Los debates teóricos y filosóficos se hallan articulados a los políticos. Si bajo el signo de las revoluciones burguesas se produjo un nuevo orden basado en la igualdad, al menos formal, de los sujetos, ello habilitó la puesta en cuestión de todas las formas de privilegio y abrió la brecha por la cual fue posible que Condorcet y Wollstonecraft, por mencionar a quienes iniciaron una genealogía feminista y produjeron un efecto de ruptura interrumpiendo el discurso hegemónico. Él/ella hicieron perceptibles las fracturas del Universalismo, es decir, los puntos en los cuales la universalidad proclamada se transformaba en defensa de los intereses de los poderosos, se negaron a naturalizar la reclusión doméstica, persistieron en denunciar la operación política por la cual se excluía a las mujeres. La voz de Mary Wollstonecraft lo señala desde fines del siglo XVIII:
 
Pero si las mujeres han de ser excluidas sin tener voz ni participación en los derechos de la humanidad, demostrad primero, para así refutar la acusación de injusticia y falta de lógica, que ellas están desprovistas de inteligencia, si no este fallo en vuestra nueva constitución pondrá de manifiesto que el hombre se comporta inevitablemente como un tirano, y la tiranía, cualquiera sea la parte de la sociedad hacia la que apunte el frente de su cañón, socava los fundamentos de la moral (Wollstonecraft, M.1977, 1792: 23)[viii].
 
Hoy parecemos hallarnos suficientemente lejos de esos tiempos inaugurales. Sin embargo la tensión entre el carácter universal de los derechos y la especificidad de los derechos ligados a las determinaciones reales, sean estas de clase, raza, género sexual, continúan constituyendo un terreno inestable cuya fragilidad resulta visible cuando se trata del derecho a disponer del propio cuerpo como derecho ciudadano, cuando se trata del valor asignado al trabajo doméstico, de la precariedad de los puestos de trabajo, de la suerte de los y las migrantes, de las vidas de las personas trans.
En temas controversiales continúa sucediendo que, más que de exhibir verdades, de lo que se trata es de establecer la serie de pequeños pasos que condujeron a la adopción del punto de vista que se intenta sostener. Tal es el caso de la perspectiva que las feministas procuramos establecer en el campo de la filosofía política, un espacio esquivo y ambivalente.
La neutralización de los cuerpos masculinos permitió, desde los albores de la modernidad, el trazado de la equivalencia entre hombre y humanidad. Por una operación de sustitución la parte, los varones humanos, pasaron a ser los seres humanos por excelencia, mientras las mujeres sólo representamos la parcialidad marcada, aquellos sujetos humanas y humanxs cuyos cuerpos producen efectos específicos en el campo del saber y en el de la política, aquellas cuyos cuerpos ameritan derechos sexuados, difícilmente catalogables como derechos ciudadanos, aquellas cuyos saberes constituyen un punto de vista relativo y parcial.
Se dice que el feminismo no es otra cosa que la confesión expresa de la parcialidad de la mirada, de una perspectiva que construye saber poniendo en el campo de visibilidad aquello que había sido oscurecido por la mirada parroquial, androcéntrica y sexista dominante en el campo de la filosofía, de las ciencias sociales y humanas y de la política (Wallerstein, I. 1996: 53-66). Una perspectiva desde la cual se dice que no existe un punto de vista universal, en el sentido de una perspectiva desmarcada del lugar de enunciación del sujeto que conoce, y la primera determinación se halla anclada al cuerpo (Said, 1996; Haraway, 1993; Fraisse, 1996). El lugar desde el cual se mira, el lugar de clase, el cuerpo, el lugar geográfico, la lengua, deja profundas marcas en la perspectiva que sobre el mundo se construye.
De allí que prefiera hablar de feminismo y no de género, no sólo porque la noción misma de feminismo convoca nuestras genealogías teóricas y políticas, sino porque el término gender en inglés no equivale al término “género” en castellano. Desde luego se podría argumentar que se trata de una ruptura lexicológica de las muchas que hemos construido y aceptado. Sin embargo aún hallo dificultad: si bien, como señala Geneviève Fraisse :  “…utilizar ‘género’ es una manera de hacer tabula rasa de toda suerte de palabras (sexo, diferencia sexual, diferencias entre los sexos, etc.), lo cual parece confirmado por el uso internacional del término inglés, gender, en no importa qué lengua” (Fraisse, G. 2004), gender en inglés tiene una acepción que apunta directamente a la cuestión de las diferencias entre los sexos, sea como accidente gramatical, sea como referencia al engendramiento. En castellano en cambio las referencias relativas al tema que nos ocupa remiten sólo al género gramatical, masculino o femenino[ix].
No me ocuparé ahora de las batallas y atolladeros del género, ni de los debates ligados a la cuestión queer, sino que procuraré argumentar mi preferencia por la idea de un punto de vista feminista retornando sobre la cuestión del cuerpo, de las consecuencias políticas de las diferencias reales entre los cuerpos, intentando acentuar aquello que, en mi entender, justifica la opción por el feminismo como posición teórica y política: el reconocimiento de trayectorias y genealogías, la necesaria articulación con la dimensión de la historia y la referencia expresa a la relación entre teoría y política que la noción de género, nacida en la academia norteamericana, procura escamotear.
Este breve punto de cierre, provisorio desde luego, habla de los atolladeros y ambivalencias que la cuestión de los cuerpos reales de los sujetos plantea a una filosofía política que se asume feminista. Si la filosofía política, como alguna vez indicara Jacques Rancière no es sino un esfuerzo por suprimir el escándalo de la desigualdad y del desacuerdo, los últimos intentos de conceptualizar sin resto la cuestión de los efectos políticos de las diferencias reales entre los sexos ha finalizado en diversas empresas teóricas que procuran extirpar el escándalo de la sexualidad, el inconsciente y el cuerpo, escamotear su materialidad haciendo de ella un efecto performático, tal como ha sucedido con la norteamericana Judith Butler (Rancière, 1996: 11; Butler, J.200, 2002; Butler, J. Laclau, E. y Zizek,S. 2000).
Los últimos avatares de la teoría en la academia norteamericana han apuntado en esa dirección: una cierta forma de filosofía post-feminista o queer que, del mismo modo que una cierta filosofía política, se asume como el espacio teórico de realización de un conjunto de operaciones a través de las cuales se trata de terminar con la política, de eliminar el escándalo del desacuerdo, de suturar el conflicto entre el orden de lo real, el cuerpo, y los modos de significarlo. Los cuerpos sublimes, producidos por la repetición de los discursos, por la citación adecuada o pervertida de la ley, por parafrasear las expresiones de Judith Butler son menos amenazantes que los cuerpos reales, corruptibles, mortales, sexuados, inaprensibles para la palabra, situados en el espacio del conflicto político, esos que remiten a aquello que no se soluciona por la vía de la filosofía, sino de la política, esos que remiten a las desigualdades reales provocadas por las diferencias entre los sexos y a las condiciones extremas de la dominación capitalista (Ciriza, A.2006).
Las mujeres biológicas compartimos experiencias ligadas al hecho de habitar /ser un cuerpo de mujer. Ellas son de diversa índole. Mencionemos algunas: embarazos indeseados, abortos, el riesgo de morir por efectos de la violencia llamada doméstica, por los asesinatos de odio sexual llamados feminicidios. La mayor parte de las mujeres padece en la propia vida y la de sus hijos e hijas los efectos de la división sexual del trabajo, que aún considera el cuerpo y que las/nos excluye de la mayor parte de los puestos de poder político y económico, desigualdades que se profundizan y agravan a medida que las/los sujetos se sitúan por fuera de las reglas socialmente aceptadas de la heterosexualidad obligatoria.
Sin embargo, es verdad, nos ha sucedido perder la inocencia respecto de que habitar/ser cuerpos de mujeres tenga una significación unívoca y directa: muchas mujeres en puestos de decisión y poder han sido a menudo la más dura desmentida a la tesis esencialista ingenua: no basta ser mujer. Las/los mercenarias del patriarcado habitan tanto cuerpos masculinos, como de mujeres (biológicas y no). Ni la biología ni la orientación sexual, que hipotéticamente coloca a las lesbianas fuera del juego del sistema heterosexual, ni tan siquiera el decirse feminista garantiza nada. A ello se suma, en el espacio teórico, la radicalidad de la deconstrucción que pone en cuestión la categoría “mujer”-“mujeres” por suponerla ligada a la lógica binaria que sólo la entiende como vinculada a la lógica dual del sistema de heterosexualidad obligatoria, es decir, como par complementario y opuesto de la categoría varón; o bien porque la referencia a “las mujeres” no dice de modo adecuado sobre las diferencias y desigualdades entre nosotras.
Sin embargo, aún en medio de los fragores de estas batallas no dejo de observar que, del mismo modo que la abstracción del cuerpo real de proletarios y proletarias en los debates actuales sobre si el salario es o no un precio como cualquier otro, independiente de la reproducción de la vida humana; del mismo modo que la abstracción de los cuerpos reales de los y las migrantes en las filosofías “nómades” que desanclan las corporalidades de los lugares, las experiencias, las lenguas; la abstracción de los cuerpos reales de las mujeres sólo es posible como uno de los efectos del mundo de abstracciones que bajo el capitalismo tardío habitamos. Un mundo en el cual se presume que todo lo sólido se ha disuelto en el aire, los cuerpos de los sujetos y las sujetos incluidos, última forma de la domesticación que habilita para considerarlos como intrascendentes mercancías vendibles y comprables, transables en el mercado del sexo, alquilables, expropiables. Cuerpos sin derechos, objetos físicos-metafísicos, esto es, mercancías, una condición que, como feminista y heredera de una larga tradición, me niego, política y filosóficamente, a aceptar.
 

Bibliografía citada

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“A propósito de la pregunta por el sujeto en algunos escritos de Judith Butler. Sobre las relaciones entre filosofía y psicoanálisis”, en Discurso Social y Construcción de Identidades. Mujer y Género, CEA, Córdoba, 2006, pp. 31-44.
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Artículo escrito especialmente para este Dossier a solicitud de sus editoras.
 


[i] …ce n’est pas à une femme, mais aux femmes que je refuse les talens des hommes (Rousseau, JJ, 2010 [1758] :20).
[ii] Mais si par malheur vous aviez raison, quelle en serait la triste cause? L' esclavage et l'espèce d' avilissement où nous avons mis les femmes; les entraves que nous donnons à leur esprit et à leur âme; le jargon futile, et humiliant pour elles et pour nous, auquel nous avons réduit notre commerce avec elles, comme si elles n'avoient pas une raison à cultiver, ou n'en étaient pas dignes; enfin l'éducation funeste, je dirais presque meurtrière, que nous leur prescrivons, sans leur permettre d'en avoir d'autre; éducation où elles apprennent presque uniquement à se contrefaire sans cesse, à n'avoir pas un sentiment qu'elles n'étouffent, une opinion qu'elles ne cachent, une pensée qu'elles ne déguisent. Nous traitons la nature en elles comme nous la traitons dans nos jardins, nous cherchons à l'orner en l'étouffant. Si la plupart des nations ont agi comme nous à leur égard, c'est que partout les hommes ont été les plus forts, et que partout le plus fort est l'oppresseur et le tyran du plus faible (D’Alembert, 2010 [1754] :433s.).
[iii] La controverse des sexes porte en elle un débat ontologique (les êtres sexués, où le sexe est un substantif, et les qualités, où le masculin-féminin produit des adjectifs) et une dispute politique (l’aporie de l’identité et de la différence, l’égalité et la liberté comme opérateurs distincts) (Fraisse, 2004).
[iv] … la coupure du biologique et du symbolique, et leur répartition entre hommes et femmes, pères et mères, maison et Cité, est une organisation du déni de la génération, un bricolage historique de l'irreprésentable et de l'encore impensé (Collin, 2010 p.10).
[v] Or, les droits des hommes résultent uniquement de ce qu'ils sont des êtres sensibles, susceptibles d'acquérir des idées morales, et de raisonner sur ces idées ; ainsi les femmes ayant ces mêmes qualités, ont nécessairement des droits égaux. Ou aucun individu de l'espèce humaine n'a de véritables droits, ou tous ont les mêmes ; et celui qui vote contre le droit d'un autre, quelque soit sa religion, sa couleur, son sexe, a dès lors abjuré les siens. (Condorcet, A. 1848 [1790]:122).
[vi] Si la femme est faite pour plaire et pour être subjuguée, elle doit se rendre agréable à l'homme au lieu de le provoquer ; sa violence à elle est dans ses charmes ; c'est par eux qu'elle doit le contraindre à trouver sa force et à en user. L'art le plus sûr d'animer cette force est de la rendre nécessaire par la résistance. Alors l'amour-propre se joint au désir, et l'un triomphe de la victoire que l'autre lui fait remporter. De là naissent l'attaque et la défense, l'audace d'un sexe et la timidité de l'autre, enfin la modestie et la honte dont la nature arma le faible pour asservir le fort (Rousseau, JJ. [1762] :.6s).
[vii] « Qu’on soit homme ou femme n’est pas indifférent pour l’exercice de la pensée sur les sexes. Cette difficulté épistémologique est aussi politique » (Fraisse, 2004).
[viii] But if women are to be excluded, without having a voice from a participation of the natural rights of mankind, prove first to ward off a charge of injustice and inconsistency, that they want reason –else this flaw in your New Constitution will ever show that man must, in some shape, act like a tyrant, and tyranny, in whatever part of society it rears is brazen front, will ever undermine morality” (Wollstonecraft, M. 1993 [1792]:23).
[ix] …utiliser «genre» est une façon de faire table rase de toutes sortes de mots (sexe, différence sexuelle, différence des sexes, etc.). Cela semble confirmé par l’usage désormais international du mot anglais en tant que tel, gender, dans n’importe quelle langue (Fraisse, G. 2004).
Las traducciones, en todos los casos en que la bibliografía haya sido citada en lengua extranjera, son mías.

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