Cuando a mediados de la década del ‘40 Theodor Adorno y Max Horkheimer escribieron y publicaron Dialéctica del iluminismo, realizaron un tour de force ético, político y filosófico difícil de repetir (imposible de repetir, precisamente por la exactitud histórica y la especificidad crítica que alienta el concepto de esa obra) e insoslayable para la historia teórica del siglo XX.
Y elijo comenzar por aquí porque el problema que en este momento estoy trabajando es el de la contraposición entre teoría y praxis en la práctica filosófica de Adorno (y con esto ya estoy adelantando una respuesta). En verdad, el mayor problema surge de los materiales con los que Adorno se enfrentó con diversa suerte al final de su vida. A esos textos, en verdad, no voy a dedicarme en este encuentro, aunque son el horizonte de todo este esbozo. Lo que aquí quiero pensar es cuáles han sido las operaciones teóricas y los materiales históricos con los que Adorno construyó una filosofía, entendida como un modo de pensar y de actuar, que le permitió intervenir exitosamente en las condiciones históricas más conflictivas de su tiempo y producir una matriz flexible capaz de seguir generando intervenciones aún hoy. Y cuando digo exitosamente me refiero a la potencia crítica inalienable de su trabajo. Esa facultad de intervención reside en no menor medida en la capacidad de Adorno para comprender los límites de la filosofía y devolverla a una esfera posible de acción después de su derrota. En el debate entre teoría y praxis, Adorno logra mostrar hasta qué punto el pensamiento es acción cuando se enfrenta sin autocomplacencia a sus propias condiciones, con la misma violencia que acusa en el mundo, pero revertida en autorreflexión. Sin embargo, la dialéctica negativa no supone un fin en sí misma y, como señala Susan Buck-Morss en El origen de la dialéctica negativa, parece haber un momento en que la dialéctica fue interferida por su propia lógica, dificultando el vínculo con los materiales que la historia ofrecía. Creo que esta etapa final se encuadra en una crisis que el marxismo en casi todas sus facetas experimentó a medida que avanzaban las décadas de posguerra. Y Adorno no fue ajeno a este trance. Con todo, y a pesar de las diferencias que puedan señalarse entre un texto como Mínima moralia (1951) y las clases recopiladas en Introducción a la sociología (1968), si el trabajo de Adorno se vio afectado por esta crisis, fue porque no hay una sola línea en toda su obra que escape intencional o involuntariamente a la provocación y el reto de la historia.
Construida como un prisma cuya base es indecidible,
Dialéctica del iluminismo asume el riesgo de hablar sobre el autoritarismo y el exterminio (mientras el exterminio se está llevando a cabo) con los restos de una lengua alemana destruida por la estabilización ideológica e histórica de su desarrollo; la
Dialéctica habla con “lo inapelablemente perdido por el lenguaje” (Adorno, 1962: 71). Contra el pasmo paralizante y el escándalo ante la magnitud de la tragedia, Adorno y Horkheimer hablaron entonces del presente cortándose todos los caminos consolatorios que la filosofía, la ciencia y la literatura les ofrecían. La concepción benjaminiana del tiempo y de la historia, y la inversión realizada por Lukács en lo referente al lugar productivo y no meramente reproductivo de los materiales y los procesos culturales en el capitalismo (lo que Ilona Aczel denomina “el reencuentro del humanismo en Marx”
[1]), fueron parte de la relectura del marxismo necesaria para producir un análisis crítico y simultáneo del nazismo, el modo de producción capitalista y la filosofía idealista alemana. Si la desarticulación crítica de las contradicciones productivas del idealismo permite leer las condiciones del nazismo en el interior de la lógica capitalista (y no como una aberración anacrónica respecto de la modernidad burguesa), es porque el presente, de manera literal y no metafórica ni meramente interpretativa, es la escena en la que pasado y futuro se juegan y rearman con la exactitud de la historia material y sin la determinación
a priori del historicismo.
En este sentido, Dialéctica del iluminismo reabre las puertas a la tradición filosófica alemana (y esto incluye al propio Marx), con la condición de que esta mire el presente a la cara. Como en el resto de su obra, Adorno le impone a la filosofía la ardua tarea de confrontarse con sus criaturas, y sólo en el reconocimiento de los tabúes que le impuso a lo otro en el comienzo de la modernidad, sólo en el reconocimiento de sus límites, la lengua de la filosofía puede levantar su propio tabú que la condena a la inexistencia en un mundo sin filosofía.
Pero esta tarea no es algo que Adorno desarrolle por fuera de los textos, rondándolos y disciplinándolos desde una exterioridad elevada. El modo en que él entiende el materialismo histórico lo obliga a someterse al mismo proceso en sus propios ensayos. Y en este punto, una vez más, la deuda es con Lukács y con el modo en que en Historia y conciencia de clase analiza este las condiciones mercantiles de la cultura. Es por esta vía que Adorno puede leer en El capital en particular y en la obra de Marx en general un análisis del capitalismo como modo de producción y, fundamentalmente, la forma en que ese análisis no se presenta como un examen científico (más allá de la colocación epistemológica expresada por el propio Marx) abocado a la indagación de hechos crudos, sino como una serie de operaciones críticas en las que Marx entabla un debate dialéctico con los ensayos clásicos de la economía política (Smith y Ricardo), con las simplificadas y llanas relecturas de sus contemporáneos y con la dialéctica hegeliana que atraviesa la discusión como motivo y como operación crítica material de inversión.
Es esta lectura la que le permite a Adorno llevar el materialismo histórico hacia la lengua de la filosofía, trabajada como un material sedimentado, a la manera en que Benjamin elabora y transforma sus materiales. Y es también esta operación política y argumentativa sobre los textos lo que le permite asumir la teoría como una praxis.
En este mismo sentido, Adorno no sólo dice, sino que muestra en su producción el grado de violencia que una lengua debe hacerse a sí misma para aspirar al estadio crítico que le permita confrontarse con sus materiales, tensionando el círculo de la abstracción teórica a la que la filosofía se sometió por propia voluntad.
“El ensayo como forma”, escrito una década más tarde que la Dialéctica, pone de manifiesto esta operación adorniana. En principio, “El ensayo como forma” parece apuntar su crítica contra la filosofía que le es contemporánea, especialmente contra Heidegger y contra la filosofía del lenguaje, como modelo acabado de lo que Adorno llama, de manera amplia, filosofía positivista. Tanto el problema del origen, tal como Heidegger lo plantea, como los de la representación, la referencia y la transparencia de un lenguaje capaz de captar la lógica estable del mundo, forman parte del aparato teórico de una época en que la filosofía ha perdido toda impronta crítica y negativa y, por ende, su propia razón de existencia. Atrapada y enmudecida en la brecha infranqueble entre ciencia y arte en el proceso de la modernidad –proceso que del lado del arte se lee como autonomía y del lado de la ciencia como especialización y racionalidad aplicada dominante–, la filosofía es un cadáver que apenas late en la forma del ensayo. Así, Adorno recoge esta lengua en su momento de mayor debilidad histórica, no como gesto elitista, sino a partir de la convicción política y teórica de que, incluso en los rastros de esa degradación, la lengua de la filosofía guarda aún una verdad irremplazable e inestable por su cualidad de material histórico.
El ensayo aparece como el género más denigrado por el “gremio”, y es sólo allí, en esa formación discursiva, donde Adorno encuentra aún la fuerza crítica construida con y contra las ruinas de la tradición filosófica occidental: con el concepto como herramienta y arma.
La posibilidad del ensayo de producir verdades objetivas por fuera del círculo de trascendencia (entendidas como articulaciones específicas e históricamente cifradas y fechadas), depende de su relación histórico-material con la lengua en el espacio constreñido en que se mueve: en la configuración de la separación entre ciencia y arte, por un lado, y por otro, entre sujeto y objeto. El proceso de producción de conciencia por el cual el hombre ha llegado a constituirse como sujeto (un para-sí capaz de engendrar sentido) frente a todo aquello que se le aparece como ajeno y carente de sentido (naturaleza, objeto, cosa), puede leerse en Dialéctica del iluminismo no como mero devenir histórico, sino en un eje que se traza entre el iluminismo y el presente, siguiendo la concepción benjaminiana de la relación entre presente y pasado, como crítica a las nociones de progreso y evolución.
La lectura del iluminismo como momento culminante de la filosofía occidental es la inflexión histórica, en términos constitutivos y no sólo analíticos, que articula los materiales. Sin esta realización histórica, cualquier referencia al pasado se transformaría en prueba, ejemplo o antecedente y caería, en consecuencia, dentro de la lógica instrumental que la ciencia aplica a objetos preformados a priori.
La inflexión del iluminismo, su relevancia como material histórico sedimentado, reside en la paradoja que lo constituye y paraliza: en el afán de salvar al hombre de su sumisión a la naturaleza en la cosmovisión del mito, con la razón como herramienta crítica (momento negativo), convierte a la razón en un mito para la burguesía. En la separación en esferas diversas de acción y sentido, llevada históricamente de la especulación o la utopía al terreno de los hechos, en tanto sumisión a las condiciones históricas dominantes, la filosofía abandona su elemento crítico. En la distribución entre trabajo manual e intelectual y, en su interior, entre ciencia y arte, la sociedad burguesa hipostasía la ciencia como espacio exclusivo de saber y borra ideológicamente los procesos históricos de producción de ese valor como parte de lo humano. La razón se transforma en instrumento al servicio del dominio (ya no herramienta crítica) y el lenguaje, en fórmula (ya no concepto dialéctico); la mediación constitutiva entre sujeto y objeto se convierte en tabú para el pensamiento, y el proceso se polariza y jerarquiza en una trascendencia que reemplaza la duda por la especulación, propia de una sociedad regida por el principio del intercambio.
Una vez que la ciencia y la técnica burguesas se han hecho cargo del problema, una vez que el arte ha quedado atrapado y salvado en el cerco de su autonomía, no como palabra cognoscente sino como imagen creativa, una vez que la objetividad y la subjetividad se han repartido ciencia y arte, la filosofía ha quedado con los dos pies levantados del suelo, porque aquella relación dialéctica con el lenguaje conceptual que era su especificidad en el mundo, ha quedado históricamente repartida (por su mediación) entre ciencia (vínculo positivo con el concepto degradado a fórmula) y arte (vínculo negativo con el concepto, pero devenido forma cerrada en el artefacto estético). La abstracción deja de ser una virtud y pasa a ser una condena cuando la praxis capitalista hace de la abstracción la condición del intercambio, y la filosofía que carezca de fines útiles queda restringida al absurdo o al ocio improductivo. Como el sujeto en su hipóstasis ideológica, la pensamiento paga el precio de su elevación espiritual por encima de los avatares de la historia. La indiferenciación con que se caracteriza el mundo de los objetos vuelve sobre el sujeto trascendental como la sumisión cosificada del individuo en el sistema de producción capitalista.
Las vertientes contemporáneas de la filosofía contra las que “El ensayo como forma” se dirige son un alto momento ideológico de la filosofía, su momento de mayor soberbia, de mayor ceguera y de menor productividad crítica, por su coqueteo irreflexivo con la ciencia y el arte a fin de recibir algo de la luz que alguna vez la filosofía misma les otorgó al refrendar su separación irreconciliable. Tanto la orientación heideggeriana, que intenta acercarse a la lengua de la poesía, como la de la filosofía del lenguaje que hace de la matemática el modelo de su lengua transparente y sin conflictos, se plantean un problema que ya en su formulación produce falsedad: cómo superar la metafísica. La metafísica no puede ni debe ser superada en estos términos. Como filosofía dominante, ya está liquidada, autoliquidada; ningún intento de pasarle por encima, por la vía del arte o de la ciencia, es otra cosa que el reemplazo de un monumento por otro, con el agravante de que los modelos contemporáneos, dice Adorno, carecen incluso de las tensiones dialécticas del iluminismo.
El acercamiento de Heidegger a la poesía (“Con astucia campesina recompuesta como originariedad, esa filosofía se niega a cumplir con las obligaciones del pensamiento conceptual, obligaciones que, sin embargo, ha suscripto en cuanto se puso a utilizar conceptos en la proposición y el juicio, mientras que su elemento estético no pasa de ser una aguda reminiscencia de segunda mano de Hölderlin [...] porque ningún pensamiento puede confiarse tan ilimitada y ciegamente al lenguaje como finge la idea del decir originario”, Adorno: 1962: 38) y el de la filosofía positivista a la ciencia, no sólo desconocen el elemento de la filosofía, sino que arrancan al arte su potencial crítico y hacen de la ciencia una especulación que incluso la separa de su elemento de exactitud.
El ensayo se coloca entonces entre y contra estas dos vertientes y vuelve a trazar los límites entre ciencia y arte. De hecho, el ensayo funciona en este borde, invirtiendo el signo positivo de la filosofía canónica. Su singularidad formal reside en su apertura crítica hacia ciencia y arte. A diferencia de la actitud ciega y servil de las opciones por la poesía y la ciencia en sus versiones más ideológicas, que borran las recíprocas mediaciones constitutivas, el ensayo produce apropiaciones críticas de diversos momentos de arte y ciencia. Estas operaciones son, en sí mismas, lecturas específicas e indiscernibles de la fuerza negativa del ensayo, funcionan como reconfiguraciones que iluminan momentáneamente las condiciones históricas de existencia y producción de ciencia y arte.
El ensayo es la filosofía contemporánea en su único espacio de acción posible: el límite mismo. La filosofía idealista ha liquidado su propio campo de acción en términos históricos y se ha constreñido a un espacio bidimensional (el límite, la pura negatividad). Si no sabe permanecer allí (su única posibilidad de ser verdadera), la tentación consiste en arrastrarse hacia los espacios de acción, sentido y legitimidad que intenta tomar prestados de la ciencia y el arte. Porque el mundo que la filosofía aceptó y convalidó es un mundo sin filosofía, sin una esfera de acción equivalente a las de la ciencia o el arte. Pero esta incomodidad histórica, esta falta de lugar es a la vez su fuerza, en la medida en que lo que el mundo es está construido y convalidado con sus fragmentos sedimentados y anquilosados.
La abstracción filosófica revierte en praxis del pensamiento en el ensayo, porque en el reconocimiento de este límite y esta pérdida, es una forma pequeña capaz de encontrar y reconfigurar fugazmente sus partes, convertidas en prácticas reproductivas y alejadas de la experiencia.
Lo que la puesta en práctica de este tipo de pensamiento supone no es la mera irracionalidad de la praxis. Esta vinculación entre la praxis y la irracionalidad del trabajo en el capitalismo tiene, siguiendo la noción de ideología productiva de Adorno, su momento de verdad y su momento de falsedad. Es verdadera en la medida en que los hombres subsisten apenas atrapados en esta lógica, pero es falsa en tanto, al igual que la separación sujeto objeto, la división entre teoría y praxis resulta históricamente irrevocable. La irracionalidad no le pertenece a la praxis por derecho propio como esfera humana autodefinida, sino que deriva de esa reversión de la razón en mito que señala Dialéctica del iluminismo. De la razón transformada en totalidad que no tolera nada que escape a la lógica del dominio y condena a la praxis y a los hombres a la reproducción servil. El sentido de sacrificio del que se hace cargo al individuo en la praxis es el punto en que la racionalidad hecha sistema exige que sus momentos de irracionalidad sean cubiertos por una cuota de trabajo que no produce objetos, pero que se viva como un precio justo para habitar en el mundo.
Lo que en Dialéctica del iluminismo se dice sobre el dominio, bien le cabe al pensamiento filosófico si pretende sobrevivir sin desconocer en la praxis capitalista, en los materiales con los que trabaja, en la historia, su propia huella, incluso en lo que tienen de irracional.
Bibliografía
Adorno, Th.W., Notas de literatura. Trad. de Manuel Sacristán. Barcelona: Ariel, 1962.
—, Consignas. Trad. de Ramón Bilbao. Bs. As.: Amorrortu, 1993.
—, Introducción a la sociología. Trad. de Eduardo Rivera López. Barcelona: Gedisa, 1996.
— y Horkheimer, Max. Dialéctica del iluminismo. Trad. H.A. Murena. Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1997.
[1] Concepto desarrollado durante una clase teórica de la materia Teoría y Análisis Literario “C”, Carrera de Letras, UBA (2001). Sin referencia bibliográfica.