Madrid, Editorial Península, 2009, 400 págs.
Y en el fondo, la prioridad otorgada a lo local sobre los grandes
horizontes, a la eficacia inmediata sobre los sueños lejanos, al
pragmatismo modesto sobre las abstracciones teóricas, no es más
que el trillado estereotipo de todas las retóricas de la resignación.
Daniel Bensaïd
La discordancia de los tiempos
Durante el pasado siglo la bomba de relojería del capitalismo (la clásica contradicción entre las relaciones de producción y las fuerzas productivas) experimentó un brutal salto cualitativo que tuvo su pistoletazo de salida con la Primera Guerra Mundial. La expansión mundial del mercado capitalista, el auge e internacionalización de unas fuerzas productivas que cada vez devienen más destructivas, sometidas a la lógica de la propiedad privada y la competencia bajo la forma del Estado-nación, fueron la causa principal de las dos guerras mundiales y del ascenso del fascismo.
La comprensión de que el capitalismo en su fase imperialista genera un desarrollo desigual y combinado –la penetración del capitalismo occidental en el resto del mundo, integrando a los demás países en su esfera de dominación, impone una combinación entre subdesarrollo y desarrollo que impide que estos países sigan el mismo esquema evolutivo– puso a la orden del día la necesidad material del internacionalismo a la hora de abordar cualquier proceso de liberación.
Así, la teoría de la revolución permanente permitió romper con las interpretaciones lineales o “etapistas” del marxismo de la Segunda Internacional y del estalinismo e integrar dentro de una misma estrategia de transformación social la no contemporaneidad o discordancia de los tiempos históricos de los diferentes países. Como explica Ernest Mandel:
Trotsky relacionó constantemente la lucha de clases de cada uno de los países con el lugar que ocupa cada país en el sistema capitalista mundial como una totalidad, y las consecuencias que una victoria o una derrota de la revolución en un país tendría sobre el sistema como un todo.
La escala de los mapas
El actual proceso de mundialización capitalista, lejos de haber diluido las fronteras y la lucha de clases, ha exacerbado y desquiciado las contradicciones del proceso imperialista. Como explica Bensaïd: “A consecuencia de la circulación acelerada e incrementada del capital, de las mercancías y de la información, el poderío imperial evoluciona (…), las fronteras se desplazan, se amplían, se internalizan, pero no desaparecen”.
Los Estados nacionales siguen siendo un eslabón central para romper la actual cadena de dominación a nivel nacional e internacional. Más del 90% del derecho internacional sigue siendo un derecho interestatal, mientras que el ámbito estatal, como saben muy bien los inmigrantes, continúa estructurando las relaciones de las fuerzas sociales, del mercado de trabajo, etcétera. Pero la transferencia de poder y funciones a escala supraestatal, como la Unión Europea (Comisión de Bruselas, Tribunal de Luxemburgo, Alianza Atlántica), reclama una “gimnasia estratégica que permita intervenir simultáneamente en diversos niveles”.
El problema es cómo definir una estrategia de cambio común en un contexto donde la mundialización capitalista ha multiplicado los espacios sociales no sólo con el refuerzo de las fronteras y nuevos muros de la vergüenza (Palestina, Estados Unidos y México, Ceuta y Melilla), sino dentro de los propios Estados nacionales; donde las políticas neoliberales de los últimos 20 años han barrido los restos de los pactos sociales de la posguerra desintegrando las solidaridades sociales y fragmentando los espacios de experiencia que permitían establecer un marco político común.
Es en este contexto donde hay que situar el auge de las políticas de identidad y la etnización de la política. Es aquí donde Bensaïd, a través de David Harvey, reclama una comprensión de las escalas y articulación de los espacios sociales que permitan definir este marco político común: “Tras haber incorporado al pensamiento político las nociones de no contemporaneidad, de contratiempo y discordancia de los tiempos, hoy es necesario asimismo concebir la producción social y la discordancia de los espacios”.
El pánico por la identidad
Si nos acercamos a los espacios de desintegración urbana y social que hoy configuran el marco de experiencia de millones de personas en Europa, si nos acercamos a los habitantes de ascendencia extranjera de las banlieue, o a los jóvenes inmigrantes de cualquier suburbio de una ciudad europea, es difícil que perciban el espacio nacional como su marco de referencia principal.
Sin ir más lejos, seguramente a un paquistaní del Raval de Barcelona le importa poco, o más bien nada, las consultas independentistas de Arenys de Munt, por poner un ejemplo. Como explica Bensaïd, lo más probable es que la experiencia de este chico “esté dividida entre el limitado horizonte de su barrio o ciudad y el espacio imaginario del país de origen (que la mayoría no conocen y al que no volverán nunca), el también imaginario de la comunidad religiosa o el de un universo musical sin fronteras.”
Dicho de otro modo, hoy los espacios vividos y los espacios de representación coinciden menos que nunca. Frente a esta realidad, el repliegue sobre la nación étnica, la reivindicación de un cosmopolitismo liberal (o sea mercantil) o la defensa de la “nación política” (o republicana) no son soluciones, sino varios síntomas de un mismo problema.
Hegemonía y proyecto histórico
El giro culturalista que marca la posmodernidad es síntoma del vacío de proyectos históricos alternativos. “Salir de la historia es salir de la política”. La fuga del tiempo histórico sitúa la perspectiva del cambio social en el terreno de la teología o en los diferentes terrenos de la ilusión: la “ilusión social, [o sea] la confianza en la autosuficiencia de los movimientos sociales y la decisión de mantenerse aparte de la política”; o la “ilusión económica [...] según la cual cierta cantidad de experiencias sustraídas a la lógica del mercado bastarían para frenar las lógicas en acción, esquivando la peliaguda cuestión del poder político”.
Así, frente a la crisis de la orientación espacio-temporal, la primera tarea es volver a construir este marco de experiencia y representación común para la acción política. Es aquí donde Bensaïd recupera el concepto de hegemonía:
El concepto de hegemonía, enmarcado en una perspectiva estratégica, es irreductible a un inventario o una suma de antagonismos sociales equivalentes. Implica una unión de fuerzas alrededor de relaciones de clase (…) Esto no implica, sin embargo, la subordinación de los diferentes movimientos sociales (feministas, ecologistas, culturales...) a un movimiento obrero en permanente reconstrucción, sino la búsqueda de convergencias en las que el propio capital sea el principio unificador activo.
La construcción de este bloque histórico debería ser la primera tarea de una política profana.