Buenos Aires, Herramienta, 2009, 384 págs.
En Teoría de la novela, György Lukács presentó a la novela como el género literario expresivo de una época –la Modernidad– marcada por la escisión y la ruptura de los lazos entre individuo y comunidad. En el mundo moderno ya no hay una totalidad espontánea del ser. No hay ya un sentido inmanente de la vida, una coincidencia entre esencia y vida empírica. Precisamente por ello, algunos de los movimientos y de las luchas sociales modernas en busca de una genuina comunidad humana del futuro, reconocieron en la memoria de las comunidades del pasado una fuente de inspiración utópica inagotable, cuya rememoración simbólica ayuda a las luchas del presente contra la civilización capitalista. La memoria del pasado emerge, entonces, no como una nostalgia regresiva –que alienta un retorno imposible–, sino como combustible utópico de las luchas pro la emancipación humana futura.
En los tiempos contemporáneos, el neozapatismo de Chiapas, en México, es el movimiento social que mejor manifiesta esa postura. Es lo que demuestra Fernando Matamoros Ponce (profesor de sociología en la Universidad Autónoma de Puebla) en su interesantísimo libro, dedicado al análisis del papel de la memoria y la utopía en el imaginario social del EZLN. Escrito en un lenguaje ensayístico, cargado de momentos de verdadera explosión literaria, que impresionan al lector, el libro de Matamoros –originariamente concebido como una tesis de doctorado en París– es “poner en evidencia los elementos de construcción del imaginario colectivo y mostrar cómo la tradición y el mito forman parte de la continuidad de una historia de la resistencia en la construcción de la nación, contra la conquista, la colonización y los imperios en la mundialización capitalista” (págs. 90-91).
No es casual que la comprensión del neozapatismo sea realizada a partir de los sistemas y significaciones simbólicas de las luchas y de las relaciones sociales ignoradas por la sociología racionalista. Fernando Matamoros nos presenta, así, al neozapatismo como resultado de una confluencia –desde la perspectiva común de la defensa de la autonomía y de las tradiciones indígenas– de diferentes formas e imaginarios de la lucha social: desde sectores del marxismo revolucionario (guerrilleros o no), pasando por la tradición libertaria, hasta llegar al cristianismo de la liberación, cuyas afinidades electivas residen en la fe y en la apuesta –como diría Lucien Goldmann– en valores transindividuales. Retomando selectivamente algunas temáticas de esas tradiciones, digamos que la originalidad del neozapatismo se encuentra en la capacidad para movilizarlas para los embates contra la fase actual del “progreso” y de la modernización en México.
Y aquí puede advertirse la perspicacia del análisis de Matamoros, especialmente en la articulación dialéctica entre las transformaciones contemporáneas del capitalismo y las modificaciones de la lucha social antisistemática. Desde finales de la década de 1980, México –especialmente las regiones más pobres, entre las cuales se encuentra Chiapas– sintió los efectos sociales devastadores de las reformas neoliberales, intensificadas bajo el gobierno de Carlos Salinas, entre 1988 y 1994, comprobando una vez más el carácter absolutamente perverso y desigual de la tan reivindicada –inclusive por los sectores de izquierda– modernización. Conforme observa el autor, es en ese proceso de resistencia a los resultados producidos por la nueva etapa (neoliberal) de la modernización capitalista que el neozapatismo floreció, cuestionando, pues, no solamente la expresión contemporánea del capitalismo, sino también toda la narrativa filosófica del progreso.
Actualizando las luchas y resistencias del pasado en el progreso capitalista en México –como las luchas por la Independencia al inicio del siglo XIX, y la revolución mexicana de 1910–, el neozapatismo es un movimiento que hereda cinco siglos de resistencia indígena y popular contra la dominación colonial e imperialista, como afirma Michael Löwy, uno de los responsables –junto con John Holloway– de los prólogos del libro. Con la rememoración de esas luchas y comunidades indígenas del pasado, los neozapatistas buscan arrancar la tradición del conformismo que trata de subyugarla, como diría Walter Benjamin, rescatando la tradición de los oprimidos y los mitos revolucionarios (sintetizados en la máscara colectiva del subcomandante Marcos) del pasado y colocándolos al servicio de la resistencia social en el presente. Es por eso que, de cara al discurso hegemónico, que reafirma la destrucción de las comunidades indígenas como un subproducto necesario del progreso, los neozapatistas destacan la importancia de la palabra –de las guerrillas de papel– como una dimensión fundamental de la resistencia discursiva contra la musificación de las tradiciones indígenas, como se ve en el gran número de comunicados y publicaciones del movimiento.
El énfasis en la dimensión simbólica de la lucha de clases, resaltando la importancia de las concepciones religiosas en la construcción de la realidad social, hizo posible también que el autor mexicano afirmara la necesidad de un enfoque dialéctico de la religión y, en todo caso, de los sectores que componen la Iglesia. Como ya había señalado Marx en su célebre estudio juvenil sobre la filosofía del derecho de Hegel (1843-44), la religión no es sólo un “opio de los pueblos”, sino también una expresión y una protesta contra la miseria real, y en ese sentido específico es una forma importante de “conciencia anticipatoria”, en términos de Ernst Bloch. La propia historia de México, con la existencia de padres que cuestionaron la evangelización de los indios (Bartolomé de las Casas) y que lucharon por la independencia mexicana (Miguel Hidalgo), y más tarde con la presencia de la teología de la liberación, comprueba las potencialidades críticas y aun anticapitalistas de algunos sectores religiosos, en especial católicos.
Hay aquí algunas buenas razones para la importancia del libro de Fernando Matamoros. En un cuadro histórico caracterizado por el agotamiento histórico del progreso moderno, la recuperación de las luchas de resistencia del pasado a la civilización capitalista asume nuevas dimensiones. Y uno de los puntos más fuertes del libro es justamente la agudeza para situar al neozapatismo como una forma de subjetividad revolucionaria en un contexto que exige del pensamiento y del movimiento anticapitalistas nuevos métodos y concepciones de lucha social, así como una relación diferente con las luchas de resistencia del pasado.
La perspectiva ética y política radicalmente humanista asumida por el autor impulsó un análisis teórico interdisciplinario, cuyo eje analítico no es el desarrollo de las fuerzas o estructuras de producción, sino los conflictos e impactos sociales y humanos del proceso de modernización capitalista en México, que, como en todos los países de la periferia del sistema, se caracterizó por la destrucción violenta de las comunidades tradicionales, tal como destacó Rosa Luxemburg. De ahí la posibilidad, realizada por Matamoros, de relacionar concretamente el neozapatismo con el legado de las resistencias indígenas a ese proceso y, sobre todo, de extraer de esas luchas del pasado la fuerza contemporánea del movimiento.
Resta por ver las posibilidades reales del neozapatismo –en su valoración de la palabra, del diálogo con la sociedad civil y de los lazos de solidaridad internacional– para impulsar o tomar parte en la ruptura concreta, es decir: en la revolución social de las formas y relaciones sociales capitalistas. O, más aún: la capacidad del movimiento de Chiapas para ser uno de los estimuladores, desde ya, de un nuevo internacionalismo del siglo XXI, cuyo horizonte último no es otro que la lucha por la superación, a través de la praxis revolucionaria, de la civilización capitalista en todas sus dimensiones; tarea mucho más ardua –aunque no contradictoria con ella– que la formulación de una resistencia discursiva, a contrapelo del léxico hegemónico. Matamoros nos da algunas pistas iniciales para ello. El resto sólo podrá decidirlo la praxis histórica concreta de los hombres.