La política económica reúne actualmente muchos ingredientes de un modelo. Esta calificación puede resultar abusiva en comparación a otras configuraciones de la historia nacional, como el esquema agro-exportador o la sustitución de importaciones. Pero es totalmente pertinente frente a la convertibilidad. Sólo el tiempo zanjará el status histórico de la orientación vigente, pero ya son nítidos sus desequilibrios.
Rupturas y continuidades
El modelo emergió de una descomunal debacle. Ningún colapso anterior incluyó confiscación de los depósitos, cesación de pagos, masificación del desempleo, explosión de la pobreza y derrumbe industrial, en las proporciones observadas durante el 2001.
Este desmoronamiento puso en tela de juicio al propio capitalismo y fue superado con la reconstitución de este sistema. El esquema actual se asienta en la recomposición de la autoridad estatal y política que logró el gobierno de los Kirchner. Esta restauración permitió convalidar los privilegios de las clases dominantes y asegurar su continuado enriquecimiento a costa de las mayorías populares. El modelo que ha regido desde el 2003 no introduce cambios sustanciales en el perfil productivo tradicional de Argentina. Continúa primando el cimiento agrícola sobre una esfera industrial subordinada. No se vislumbran modificaciones en la inserción internacional, semejantes a las observadas en las economías asiáticas que se industrializaron aceleradamente (Corea del Sur) o se transformaron en potencias exportadoras (China). Pero dentro de estas continuidades el modelo contiene giros significativos en la política económica. El tipo de cambio bajo quedó inicialmente neutralizado con la devaluación, la apertura importadora fue sustituida por el énfasis exportador y las privatizaciones perdieron peso frente a la intervención del estado. Modificaciones de la misma envergadura se verifican en la política fiscal, laboral, monetaria y financiera.
Estos cambios expresan un nuevo equilibrio entre los distintos sectores que integran el bloque dominante. Los privilegios que tenían los bancos se redujeron, la burguesía industrial logró mayor influencia y otros actores ganaron fuerza en el conglomerado agro-exportador. El modelo actual se ha distanciado de todas las vertientes usuales del neoliberalismo. No promueve la apertura comercial, la desregulación laboral y las privatizaciones. Tampoco se basa en atropellos sociales sistemáticos o en medidas continuadas de ofensiva del capital sobre el trabajo. En el plano externo cuestiona el libre-comercio y la movilidad de los flujos financieros. Este alejamiento del neoliberalismo es visible en comparación a la convertibilidad y al rumbo seguido por otros países latinoamericanos. La fidelidad hacia la ortodoxia económica que se observa en Colombia, México o Perú ha desaparecido del modelo argentino. Pero estas diferencias no han creado el escenario pos-liberal que surgiría de una ruptura radical con la etapa precedente. La nacionalización de los sectores básicos, la redistribución progresiva de los ingresos y la conversión de la inversión pública en la fuerza motriz de la economía constituirían los pilares de ese viraje. En ausencia de estos cambios es erróneo (o prematuro) cualquier diagnóstico de post-liberalismo.
Objetivos y conflictos
Un propósito explícito del modelo es recuperar la gravitación que tuvo la industria durante los años ‘50-‘60. Los funcionarios han mencionado este objetivo en sus reiterados elogios a la “burguesía nacional” y en los llamados a restaurar un empresario fabril autóctono y pujante. Esta convocatoria no quedó solo en los discursos. La asociación inicial de la UIA, Techint y otros grupos con la gestión K perdió fuerza, pero se ha mantenido. Estas metas y alianzas explican el frecuente uso del término “neo-desarrollista” para caracterizar al esquema vigente. Esta denominación resalta la intención industrialista, en contraposición a la valorización financiera precedente.
La supremacía que tuvieron los banqueros durante los años ‘80 y ‘90 obedecía a la regresión productiva y a la magnitud de la deuda pública. Estas ventajas de los bancos fueron abruptamente erosionadas por el crack del 2001. La rentabilidad del agro, la minería, la industria o los servicios, ya no marcha a la cola de la intermediación financiera. La intención industrialista intenta atenuar la preeminencia de la actividad agro-exportadora. Por esta razón el principal conflicto que afrontó el gobierno con sus socios de las clases dominantes giró en torno al manejo de la renta agraria. Pero la meta industrialista es tan solo “neo” desarrollista. Ya no busca erigir un aparato fabril con el auxilio de las estatizaciones o el proteccionismo frente a un sector agrario estancado. Sólo pretende reconstituir el debilitado tejido industrial, en coexistencia con una estructura agro-capitalista renovada y tecnificada. El viejo desarrollismo ha sido sustituido por esta variante agro-industrial.
Muchos autores elogian la pretensión industrialista, cómo si fuera el único camino posible o el más conveniente. Olvidan que su carácter capitalista lo torna adverso a las mayorías populares. Es importante resaltar este hecho, para retomar un análisis crítico y no elogioso del neo-desarrollismo. El modelo atravesó períodos muy distintos, ya que la solvencia inicial fue seguida por varias convulsiones. Durante el 2002-07 mantuvo el apoyo unánime de todos los grupos dominantes, que recompusieron sus niveles de rentabilidad. La fuerte transferencia de ingresos generada por la mega-devaluación creó un colchón de beneficios elevados, que permitió restaurar las ganancias. Pero este estado de gracia se disipó durante el choque con los agro-sojeros. Este conflicto terminó con una derrota política del gobierno, que transparentó el nuevo poder de los capitalistas agrarios. Con su demostración de fuerza, estos sectores paralizaron cualquier intento gubernamental de avanzar hacia las metas industrialistas, capturando mayores porciones de la renta sojera. Esta restricción fue asumida por el gobierno y el establishment aceptó la continuidad del modelo. Tampoco la derrota electoral de los Kirchner en el 2009 cambió el rumbo. La oposición derechista ocupó el centro de la escena, sin exhibir un perfil económico nítido. Posteriormente, el gran giro que parecía introducir la crisis internacional no se consumó y reaparecieron las líneas iniciales del modelo. Las medidas adoptadas en los últimos meses ilustran este rebrote, signado por el emblemático ascenso de una camada de funcionarios liderada por Marcó del Pont.
Los tres cuestionamientos que afrontó el modelo con la acción sojera, el retroceso electoral y la crisis mundial no han modificado su continuidad. Si esta persistencia se ratifica quedaría confirmada una tendencia de largo plazo. Pero esta perdurabilidad no es sinónimo de buenos resultados. Hay una enorme brecha entre lo buscado y lo conseguido.
Orfandad industrial
Como el principal objetivo del modelo es aumentar la gravitación de la industria, el principal balance hay que situarlo en este sector. En contraste con lo ocurrido durante los ‘90 se registró un alto crecimiento, que recuperó la ocupación y frenó el desmantelamiento fabril. Pero los diagnósticos oficialistas que ensalzan los “nuevos bríos de la producción” y el “exitoso perfil de las exportaciones” sobredimensionan lo ocurrido. La recuperación se explica por la altísima capacidad ociosa que dejó la crisis. No se produjo ningún cambio significativo en las tendencias precedentes a la extranjerización, concentración y escasa competitividad fabril. La participación de la industria en el PBI total es idéntica a la de 2003 y mantiene la misma composición sectorial de las últimas décadas (con alta concentración en solo cinco sectores). El tibio avance exportador ha sido consecuencia de la devaluación y no de incrementos en la inversión. El continuado peso de la extranjerización socava, además, el intento de reconstituir la vieja burguesía nacional. La devaluación del 2002 abarató los activos y tornó atractiva la venta de compañía a propietarios extranjeros, que ya poseen las tres cuartas partes de las grandes firmas. El gobierno no introdujo restricciones legales a estos traspasos, que las empresas transnacionales negocian desde una posición de fuerza. Estas firmas arriban al país siguiendo un cronograma de expansión global, fijan sus condiciones de captura y han logrado adquirir con asombrosa facilidad un importante número de compañías.
Lo más llamativo es la disposición que mostraron los viejos dueños a desprenderse de sus propiedades. Muchos grupos familiares han desaparecido o quedaron en minoría ((Bemberg, Richards, Montagna, Gotelli, Garovaglio Zorraquín, Pérez Companc). Este retroceso de los industriales nativos es congruente también con el reducido papel que tiene Argentina en las multinacionales latinas. La única compañía de peso en este ascendente rubro es Techint. Las firmas restantes (Arcor, Impsa, Bagó) mantienen escasa relevancia, frente a sus pares de Brasil o México. Estas limitaciones de los capitalistas nacionales no siguen un curso unívoco, ya que coinciden con una tendencia opuesta hacia la “argentinización” de los servicios. El modelo actual frenó la privatización foránea de esas actividades para incentivar un reingreso de los empresarios nacionales. Este recambio ya se verificó en varias compañías (Telecom, Edenor) y se negocia en otras (YPF, Gas Natural). Los capitalistas argentinos prefieren jugar sus fichas a un negocio que tiene menores exigencias de inversión, ya que las tarifas y los subsidios se negocian con el gobierno de turno. Además, como la competencia está cerrada el riesgo es acotado. El modelo tiende a recrear la vieja tradición de un “estado bobo”, que socorre a las empresas quebradas (Aerolíneas, trenes, Aguas, Correo), asegura tarifas elevadas a los administradores privados (peajes, aeropuertos) y convalida el alto lucro de las actividades concesionadas (petróleo, minería, telefonía, electricidad). Esta política enriquece a ciertos grupos privilegiados, que están muy conectados con el gobierno (Eurnekian, Gutiérrez, Eskenazi, Bulgeroni).
Este favoritismo se extiende en forma más significativa a otro círculo de empresarios afines al poder, que manejan los negocios de enriquecimiento fulminante y acumulan incontables denuncias de corrupción (Báez, Jaime). En este grupo de agraciados se asienta la reproducción del “capitalismo de amigos” que también propicia el modelo.
Esta modalidad de acumulación carcomió en el pasado varios intentos de ampliar la industrialización. Condujo a muchas situaciones de ineficiencia e improductividad, que fueron costeadas con dinero público y terminaron desatando crisis fiscales. La repetición de estos fallidos antecedentes ilustra por dónde trastabilla el proyecto neo-desarrollista. Nuevamente se verifica la ausencia de una clase capitalista dispuesta a asumir el riesgo de la inversión fabril. El sujeto social de un proceso reindustrializador no aparece en el escenario económico. Para contrapesar esta carencia se requeriría una decisión oficial más audaz de sustitución de esos empresarios por compañías estatales, en un marco de nacionalizaciones y mayor absorción de la renta agraria. Hasta ahora el gobierno no ha mostrado ninguna inclinación por este rumbo.
Obstrucción agraria y financiera
El intento neo-desarrollista enfrenta otro restricción resultante del nuevo escenario agrario. A diferencia de lo ocurrido en el pasado, la Pampa Húmeda ya no carga con la enfermedad del estancamiento. Desde hace tres décadas se verifica un intenso proceso de modernización capitalista, que ha elevado significativamente el lucro promedio. Esta rentabilidad vuelve a disuadir cualquier intento de potenciar otras actividades de la economía. El viejo esquema de latifundistas, arrendatarios y chacareros ha sido reemplazado por nuevas modalidades de contratistas tecnificados, que siembran y cosechan en estrecha asociación con los grandes exportadores y las firmas proveedoras de agro-químicos. La principal fuente de lucro proviene de la renta diferencial que genera la fertilidad de la tierra. Pero ese viejo atributo ha sido potenciado por inversiones que incorporaron nuevos componentes de ganancia. Esta configuración rivaliza con el proyecto industrialista, al atraer los capitales disponibles hacia el redituable sector rural. Este segmento absorbe toda la renta dentro de su propio circuito. El mismo obstáculo que impidió el despegue industrial vuelve a limitar su desarrollo contemporáneo.
Pero esta nueva obstrucción incluye un novedoso componente de supremacía de la soja. La especialización en este insumo -en sustitución del trigo y la carne- instaura un mono-cultivo muy regresivo. Por un lado generaliza un producto genéticamente modificado que deteriora el suelo por falta de rotación y acentúa la erosión. La expansión extra-pampeana de esta especialidad tiene consecuencias más dramáticas. Desplaza población nativa, arrasa el monte, deforesta y expropia las tierras de las comunidades. El reinado de la soja incrementa, además, la vulnerabilidad externa de la economía, al reforzar la atadura al vaivén de los precios internacionales de las materias primas. Lo ocurrido recientemente con China es aleccionador de esta fragilidad. El gran cliente del país amenazó con recortar sus adquisiciones, si Argentina continúa resistiendo una mayor apertura a las manufacturas fabricadas en Asia. Este chantaje repite la presión librecambista que en el pasado imponía Gran Bretaña. Para hacer buena letra con un comprador de exportaciones básicas hay que demoler la industria nacional. Esta antigua condena vuelve a sobrevolar en todas las negociaciones comerciales. China exigirá mayores concesiones y ya está interesada en el negocio petrolero y minero. La supremacía de la soja también obstaculiza la expansión del empleo genuino. Este impacto es relativizado por los autores que reivindican la “industria de commoditties” que rodea a ese producto. Pero no brindan datos confiables de ese efecto, ya que salta a la vista la incapacidad de un mono-cultivo para erradicar el paro estructural que padece Argentina.
En realidad, la tecnificación de la siembra y cosecha de la soja reduce también la demanda de mano de obra en el campo. Todos los elogios a ese producto simplemente repiten las leyendas del liberalismo. Suponen que Argentina carga con el inexorable destino de proveer alimentos al resto del mundo y que ese designio desembocará en un derrame de empleo e ingresos. Dos siglos de experiencia histórica deberían alcanzar para archivar esos mitos. El gobierno cuestiona la especialización sojera, pero no adopta medidas drásticas para revertir esa primacía. Esta limitación coincide, además, con el impulso que los Kirchner han brindado al extractivismo petrolero y minero. La depredación del subsuelo comenzó en los ‘90, pero ha sido intensamente continuada por el gobierno. La Argentina nunca fue un exportador de minerales o petróleo, pero ahora tiene el régimen de minería más neoliberal del planeta y con la exención de impuestos se facilita una descarada contaminación. En el campo del petróleo se está llegando a un punto crítico por la caída de las reservas y la ausencia de nuevos yacimientos. Otro tipo de límites enfrenta el modelo en el plano financiero. Los bancos perdieron su lugar privilegiado luego del default y ya no acumulan ganancias desproporcionadas. La estructura bancaria se ha reconstituido con mayor incidencia de las entidades privadas nacionales o estatales y menor gravitación de las filiales extranjeras. El sistema actual se achicó y mantiene utilidades a través de dos negocios. Por un lado lucra con la financiación del consumo de los sectores de altos y medianos ingresos. Por otra parte sostiene la bicicleta de los títulos públicos. Con la pesificación de la deuda, los banqueros encontraron un buen terreno de lucro.
El gobierno tejió una alianza con los banqueros locales, que han sostenido a los Kirchner en todos los momentos de adversidad. Pero la estructura financiera vigente no suministra el crédito de inversión que requeriría un proceso de reindustrialización. Hay alta liquidez, pero pocos préstamos para los riesgosos emprendimientos de largo plazo. Cómo la tasa de interés se mantiene por las nubes, la financiación industrial no aparece por ningún lado. Todas los correctivos que intenta el gobierno son parches de corto plazo, basados en redescuentos que solventa el estado y administran bancos. Hay varios proyectos de reforma financiera para ampliar los servicios, desconcentrar la actividad y favorecer la bancarización. Estas iniciativas buscan extender los préstamos, pero no apuntalan la industrialización en gran escala. Excluyen, por ejemplo, la reintroducir el viejo instrumento desarrollista de los depósitos nacionalizados. En síntesis: el intento industrializador carece de un sujeto social que motorice la acumulación, enfrenta fuertes obstáculos en el agro y no tiene el sostén en la banca. Este cúmulo de obstrucciones se verifica en los desequilibrios del modelo.
Contradicciones específicas
Durante período 2002-7 el modelo funcionó con pocas perturbaciones. Hubo alto nivel de las ganancias y elevados precios de las exportaciones. También se recuperó el poder adquisitivo con la mejora del empleo y los ingresos de los trabajadores y la clase media. Como la estructura productiva se mantiene sin cambios, al quedar eliminada la capacidad ociosa ese repunte del consumo desató fuertes tensiones. En el 2007 comenzaron los problemas. Se frenó el intenso crecimiento, se moderó la recaudación y reapareció la carestía. Además, resurgió la preocupación por la deuda y se acentúo la desaparición del superávit fiscal. Estas limitaciones no provienen sólo de contradicciones genéricas del capitalismo que afectan a todas las economías. Tampoco obedecen únicamente a los desequilibrios tradicionales de una estructura agro-exportadora. Son desajustes del propio modelo, que se verifican en comparación a lo observado en otros países durante el mismo período. La inflación es el principal foco de estas tensiones. Nadie conoce su magnitud real por la deformación de las estadísticas que introdujo el gobierno. Esa distorsión amplificó un hábito de varios administradores anteriores, que también buscaron ocultar la realidad con ficciones numéricas.
La carestía golpea especialmente a los más pobres, ya que incide directamente sobre el consumo de los alimentos y licua la asignación por hijo. Esta inflación se encuentra muy lejos de los porcentuales descontrolados de los años ‘80 y ‘90, pero es alta en términos comparativos. Supera en nueve veces la media global, se ubica cinco o seis veces por arriba del promedio de los países vecinos y en el 2009 triplicó la media latinoamericana. Muchas causas se conjugan para producir este resultado inflacionario, pero los precios aumentan para mantener la rentabilidad de las grandes empresas. Esta es la principal razón del flagelo. Los grupos capitalistas más concentrados aseguran beneficios elevados, con remarcaciones que solo ellos pueden concretar. La inflación actual no obedece como en el pasado al quebranto fiscal, ni expresa una pugna distributiva. Refleja sobre todo fuertes restricciones de la oferta. Los precios son empujados hacia arriba por una baja provisión de productos, ante una demanda recompuesta. Ya no es posible satisfacer con la misma capacidad instalada los nuevos pedidos de compra. Este bache ilustra un punto crítico del ensayo neo-desarrollista, que aspira a expandir el abastecimiento de mercancías. Otro bache del mismo tipo se verifica en la fuga de capital, ya que el dinero expatriado es sustraído de la inversión industrial. La recuperación productiva y las elevadas tasas de rentabilidad local no han disuadido el retorno de los capitales, ni atenuado su ritmo de salida. La masa de fondos en el exterior se duplicó durante los ‘90 y ha quedado estabilizada en una magnitud récord de 135.000 millones de dólares.
Esta fuga presenta muchas semejanzas con la inflación, ya que ambos procesos retratan el comportamiento de las clases dominantes. Ante cualquier perturbación, los acaudalados remarcan precios y giran el dinero al exterior. Esta conducta reproduce un viejo adiestramiento en la gestión de negocios amenazados por la inestabilidad económica o política. Por memoria, tradición e impunidad, la elite burguesa continúa actuando con reflejos que limitan el curso de la acumulación requerido para un proyecto industrialista. Pero la principal restricción que enfrenta el modelo es la falta de inversión. Esa variable mejoró y alcanzó un pico del 24% del PBI (2007), que posteriormente volvió a decaer al 20% (2009). Estos porcentajes no alcanzan para mantener un ritmo de crecimiento del 8-9% y limitan el repunte de la competitividad. El mayor problema radica, además, en el destino de colocaciones. El nuevo capital se concentra en sectores de exportación o construcción y no en las áreas claves de la reproducción industrial. La escasa disposición inversora de los capitalistas se verifica también en la fuerte reducción de la deuda privada. El abultado excedente de divisas que lograron muchas empresas ha sido destinado a cancelar pasivos externos y a reducir la exposición de las firmas. Estas decisiones fueron adoptadas en desmedro de la reinversión en equipamiento local. Por dónde se lo mire, el modelo actual no ha modificado el patrón de conducta clásico del empresariado argentino. La costumbre de buscar altos beneficios con baja inversión se mantiene invariable y por esta razón el agotamiento de la capacidad ociosa ha conducido a exigir nuevos reajustes del tipo de cambio.
En vez de propiciar avances en la producción por cuenta propia, los capitalistas pretenden renovar sus lucros con devaluaciones que costea toda la población. Esta exigencia ha mostrado igualmente muchos altibajos, ya que son conocidas las nefastas consecuencias de un ajuste de la divisa. Por esta razón predomina la cautela, a pesar de la paulatina disipación de la ventaja cambiaria creada en el 2002. El gobierno es muy reacio a convalidar la carrera entre precios y dólar que desataría cualquier devaluación. Cómo su único instrumento para frenar la carestía es el atraso cambiario, ha resistido desde el 2007 todas las presiones del empresariado. Pero los Kirchner han compensado a los grupos capitalistas con mayores subsidios. Las viejas subvenciones a la promoción industrial han sido ampliadas con transferencias sistemáticas para abaratar los costos de la energía, el transporte y los insumos básicos. Es cierto que estos subsidios garantizan, además, tarifas reducidas para distintos segmentos de la población. Pero la prioridad del favoritismo oficial han sido grandes compañías. Ese tipo de subvenciones constituye un rasgo de cualquier esquema desarrollista, pero el modelo actual intenta compatibilizarlo con el superávit fiscal, es decir con una característica contrapuesta y derivada del colapso del 2001. Por la secuela que dejó el default, el gobierno teme las consecuencias de un desfinanciamiento de la Tesorería. Hasta ahora los subsidios a los empresarios han deteriorado el excedente fiscal, sin recrear una amenaza de cesación de pagos.
En cierta medida el equilibrio fiscal se mantuvo con el aumento de la recaudación, pero las cuentas públicas del 2010 ya no presentan el desahogo del 2006. Frente a este escollo, en lugar de introducir reformas fiscales progresivas el gobierno recurre al endeudamiento. Todas las medidas adoptadas desde el primer canje apuntan a recrear la financiación externa. Se canceló la deuda con el Fondo Monetario, fue reabierto el canje y continúan las negociaciones para arreglar los pasivos pendientes con el Club de Paris.
Como el modelo no tiene sustento financiero, los Kirchner apuestan al crédito externo, olvidando cuán gravoso resulta ese auxilio a mediano plazo. El endeudamiento es tan pernicioso como innecesario, ya que con ahorro local se podrían cubrir todas las necesidades de la tesorería. Este camino es eludido por una simple razón: exigiría cobrarle impuestos a los socios privilegiados del esquema actual.
Comparaciones con los vecinos
La economía argentina sigue un curso semejante a los restantes países sudamericanos y comparte la renovada dependencia regional hacia las exportaciones básicas. La incidencia de los precios internacionales de los metales, los alimentos o el combustible se ha incrementado significativamente en los últimos años. En este escenario se afianza el lugar intermedio de Argentina, como un país que ha sido incorporado al G 20, mantiene clientes diversificados y actúa como agro-exportador de peso. Es una economía dependiente, pero no comparte el escalón inferior ocupado por las empobrecidas naciones andinas o centroamericanas. El país tampoco integra el bloque de BRICs que amplían su gravitación global. No maneja fondos soberanos, ni cuenta con multinacionales emergentes o algún liderazgo de exportaciones industriales en los intercambios Sur-Sur. Este lugar intermedio acrecienta una distancia con Brasil, que ya es aceptada como dato irreversible por las elites gobernantes. Con una política económica social-liberal y tasas de crecimiento inferiores, el capitalismo brasileño ha ganado espacio regional. Con orientaciones heterodoxas y mayor nivel de actividad, Argentina no ha revertido su desplazamiento. Este resultado confirma que la política económica constituye tan solo un factor, el de la inserción que tiene cada país en la división internacional del trabajo. La clase dominante argentina no disputa hegemonía regional con Brasil. Pierde peso a medida que las empresas del vecino compran firmas locales sin ninguna contrapartida inversa. La sociedad entre ambos países igualmente se afianza, ya que Brasil necesita a su acompañante del MERCOSUR para negociar espacios geopolíticos e influencia comercial. Argentina igualmente conserva algún juego propio, en los acuerdos que por ejemplo suscribe con Venezuela.
El modelo económico vigente no ha modificado la brecha con Brasil que obedece a condicionantes de largo plazo, derivados de grandes diferencias en recursos naturales, demografía y territorio. El vecino tiene una dimensión continental cuatro veces superior a la Argentina y alberga una población cinco veces mayor. Esta desigualdad no impedía hasta la posguerra la continuada primacía de la nación austral. En los años ‘60 todavía subsistía cierta paridad económica, que se disipó con el posterior avance del PBI brasileño. Algunas explicaciones de esta brecha ponen el acento en la mayor obstrucción que impone el lobby agrario argentino al desarrollo industrial. Otras caracterizaciones remarcan el comportamiento rentista de la burguesía local, que ha sido muy proclive a concentrar negocios en la especulación financiera. Esta conducta es vista como una herencia cultural de la oligarquía vacuna, que legó su improductividad a todos los grupos dominantes. Otros enfoques estiman que estos condicionamientos han sido menores, en comparación a la ausencia de estabilidad política que singulariza a la Argentina. Esta fragilidad anuló las estrategias oficiales más perdurables que se observan en Brasil y que generaron una burocracia estatal más cohesionada y articulada con la clase capitalista. Los dominadores de ese país nunca enfrentaron, además, el nivel de desafío social que impuso la clase obrera argentina. Seguramente la explicación de los desniveles capitalistas entre ambos países se encuentra en alguna combinación de esos argumentos. Lo que parece confirmarse es la incapacidad del modelo actual para revertir esas tendencias.
Escenarios cambiantes
A principios del 2009 las consecuencias locales del temblor financiero internacional parecían furibundas. Pero ese sombrío panorama se revirtió en el 2010. Retornó el crecimiento y la euforia del consumo junto al repunte de la soja. También reapareció el entusiasmo oficial y la gran prensa vuelve a imaginar una “oportunidad histórica” para el país. Esta ciclotimia anímica conduce a olvidar que el impacto limitado de la crisis ha sido similar al resto de Sudamérica. Esta vez el temblor se localiza en las economías desarrolladas. Afecta de manera atenuada a una región que ya procesó la depuración de los bancos y la desvalorización de empresas y fuerza de trabajo. Estas peculiaridades empalman con el estímulo externo creado por la demanda asiática de las exportaciones primarias. Todos estos datos son omitidos por los economistas ortodoxos, que atribuyen la moderación de la crisis, a un manejo sobrio del endeudamiento o la expansión monetaria. La misma amnesia padecen los teóricos heterodoxos, que explican ese resultado por el sostenimiento de la demanda con políticas de intervención estatal.
Se olvidan que ese auxilio no ha sido un invento argentino. Es un mecanismo utilizado en muchos países, con efectos cambiantes en cada economía. Lo llamativo, además, es la semejanza de coyunturas en países latinoamericanos que aplican políticas distintas. Ha cambiado más el contexto y la localización de la crisis mundial, que su manejo con instrumentos monetarios y fiscales. El efecto de esa eclosión continuará dependiendo de su intensidad y duración global. Si la recaída que se observa en los últimos meses queda limitada a Europa, las consecuencias sobre la economía argentina serían leves. Si por el contrario la crisis vuelve a mundializarse al nivel del 2008, es probable que resurjan las tendencias recesivas. En ambas circunstancias será determinante el precio de las materias primas.
El modelo económico K enfrenta ambos escenarios con los motores más deteriorados que en el período 2003-07. Pero no afronta perspectivas de explosivo retorno al 2001, ni tiende a repetir la prolongada caída de los ‘90. No están a la vista tampoco los severos ciclos depresivos, que en las últimas tres décadas golpearon a la economía nacional.
El impacto atenuado de la crisis global tiene fuertes repercusiones políticas e ideológicas. Entre la población existe una generalizada impresión, que Europa padece actualmente lo ya se vivió en el país. Esta sensación es muy intensa por la cercanía histórica de las economías sacudidas por el temblor. No es lo mismo un lejano colapso en el Sudeste asiático, que una conmoción en las emparentadas naciones de España, Portugal o Italia.
La resonancia aumenta también a medida que el discurso neoliberal se afianza en el Viejo Continente, reiterando un libreto muy familiar a todos los argentinos. La corrupción del estado, el descontrol del gasto social y la vagancia de los obreros ya no se localiza ahora en el Gran Buenos Aires, sino en Europa del Sur. El gobierno aprovecha esta reaparición de los argumentos ortodoxos para ponderar las virtudes del modelo argentino, omitiendo que este esquema surgió de la misma crisis capitalista que ahora padecen los europeos. El discurso oficial contrasta explícitamente al crecimiento del país con el ajuste imperante en el Viejo Mundo y afirma que allí se repite el error cometido durante la convertibilidad, cuándo se apretó el torniquete deflacionario. Pero si todos los países pudieran elegir la política económica a seguir, nadie se flagelaría con una sucesión de auto-ajustes. Lamentablemente el capitalismo no permite esta opción. Cuando llega el momento de agredir a los pueblos, los socialdemócratas calcan a los conservadores, con la misma fidelidad que los justicialistas a los radicales. Todos implementan el mandato de ajuste que imponen las clases dominantes. En lugar de reconocer esta compulsión capitalista, el gobierno difunde una cándida contraposición entre caminos de recesión y senderos de prosperidad. Los voceros de esta absurda disyuntiva ponderan ahora el alineamiento de Argentina con Estados Unidos en el campo del crecimiento y objetan el rumbo depresivo que promueve Alemania.
Pero como las víctimas de la crisis europea son los oprimidos, el devenir de este proceso depende de la resistencia social. Esta reacción y no la adopción de una u otra política económica definirán el futuro. En este plano las comparaciones con Argentina son muy pertinentes, ya que todos se preguntan si en el Viejo Continente se repetirá la rebelión experimentó nuestro país en el 2001.
¿Dos modelos?
Todo el ciclo K ha estado dominado por un contraste entre el modelo oficial y el propuesto por la oposición derechista. Estas dos alternativas han aparecido como esquemas irreconciliables. Especialmente los Kirchner han incentivado esta contraposición. Sostienen que se debe optar entre el curso actual y el retorno al ajuste. En estos términos se han discutido todos los grandes temas desde el 2003. Los economistas de la derecha consideran que el crecimiento ha sido un producto rezagado de la privatización de los 90. Estiman que las inversiones de ese período permitieron la recuperación posterior. Pero omiten la regresión social y el colapso financiero, que provocó la transferencia gratuita de los bienes públicos a los grupos capitalistas. Los ortodoxos también afirman que el gobierno fue tocado por la suerte de coyunturas internacionales favorables, sin recordar la nefasta gestión que ellos tuvieron de de circunstancias semejantes. Los neoliberales se mantuvieron igualmente replegados, mientras el modelo funcionó de manera aceptable. Desde que afloraron los problemas repiten una y otra vez sus críticas al desborde del gasto público. Afirman que esas erogaciones se han desbocado y pronostican un diluvio inflacionario si no se corta el dispendio. Pero la credibilidad de estos mensajes choca con su propio pasado en la administración de las finanzas públicas, que estuvo signado por quebrantos mayúsculos. El discurso derechista simplemente expresa el interés que tienen los banqueros en preservar una situación fiscal controlada, para asegurar el cobro de la deuda. Suelen ocultar que en términos internacionales el gasto público actual es bajo y no plantea un desemboque catastrófico.
En los mensajes de los neoliberales resulta difícil distinguir las divergencias económicas de las disputas políticas. Cuándo cuestionan la ausencia de un “plan económico coherente”, la falta de un “ministro confiable” o el “aislamiento del mundo”, no hablan de problemas reales. Lo mismo ocurre cuándo arremeten contra los funcionarios que “no generan confianza” o “se financian con la caja”. Estas palabras huecas desnudan la ausencia de un proyecto económico alternativo. El gobierno apela al discurso inverso, extremando las contraposiciones con sus adversarios. Se auto-asigna todos los méritos del crecimiento y se vanagloria de una orientación heterodoxa, que contuvo los vendavales externos con superávit fiscal, excedente comercial y colchones de reservas.
Este relato coloca al modelo en el altar. Le atribuye el rescate de la economía, cómo si no tuviera relación alguna con la hecatombe previa. Se oculta que el aprovechamiento de la coyuntura internacional ha estado muy conectado con la sangría que provocó la mega-devaluación y la confiscación de los depósitos. El ciclo K es un producto de ese ajuste y no su antítesis. Se asienta en el trabajo sucio precedente, que recompuso la rentabilidad de los capitalistas. El gobierno y la oposición derechista están igualmente interesados en agigantar las divergencias, que subyacen en el debate sobre los dos modelos. Pero este contrapunto se asienta en las tensiones reales que genera el intento industrialista oficial. El favoritismo hacia aliados de la UIA y la canilla de subsidios que reciben los capitalistas amigos, desatan la ira de los marginados del festín. También existe una apuesta de ciertas fracciones de la oposición a una mayor primarización. Promueven un retorno a la apertura comercial, que está en conflicto con la ambición industrialista. Este regresivo planteo ganó fuerza durante el choque con los sojeros y condujo al resurgimiento del gran mito agrario (“solo el campo puede salvar a la Argentina”). Quiénes buscan reforzar la mono-exportación promueven la disminución drástica de las retenciones.
Pero el dato dominante del escenario actual no es el choque entre los dos modelos. Las diferencias de prioridades económicas entre el gobierno y lo oposición derechista no siguen un línea nítida. El grueso del agro-negocio se alineó con la oposición, pero muchos exportadores y aceiteros se ubicaron en el campo oficial. La mayoría de los industriales toma partido por el gobierno, pero otros sectores son críticos. Los banqueros se han repartidos entre los dos bandos. El conflicto es sinuoso, ya que el gobierno elude embarcarse en un proyecto consecuentemente antiliberal y la oposición rechaza cualquier retorno a la convertibilidad. Lo que existe es una seria confrontación política, cultural e ideológica, que no tiene correlato directo en la economía. Por esta razón, cuando baja el ruido reaparece la verdadera intención conciliadora de ambos sectores. Las coincidencias principalmente afloran en temas estratégicos como el canje. Más allá de los chisporroteos creados por la forma de pago (uso de reservas o ajuste presupuestario), el gobierno y la oposición convergieron en anular la ley cerrojo que impedía esa operación. Esta aprobación común se extiende a otras señales lanzadas en común, para volver al mercado financiero internacional.
Contemporización social
El modelo actual es una construcción político-económica. No se lo puede entender en el plano abstracto de los números. Es un resultado directo de la relación social de fuerzas creadas por la rebelión del 2001 y de la acción de un gobierno que disipó ese levantamiento. Como Lula en Brasil o Mujica en Uruguay, los Kirchner encabezan una administración de centroizquierda, que acepta las conquistas democráticas y recurre al asistencialismo en gran escala. Buscan amortiguar las tensiones sociales, evitando el uso de la violencia estatal contra los oprimidos. Esta política es muy distinta a la implementada por los gobiernos derechistas de la región, que recurren a la represión para impedir cualquier reforma social significativa. Argentina es actualmente ajena al terrorismo de estado que impera en Colombia, a las masacres de indígenas que existen en Perú y a la persecución del sindicalismo independiente que se verifica en México. El país se ubica también en las antípodas de la militarización que irrumpe en Chile ante cualquier signo de inestabilidad. Pero los Kirchner no forman parte de la oleada de gobiernos reformistas, que en Venezuela, Ecuador y Bolivia han chocado con las clases dominantes y el imperialismo, recurriendo a la movilización popular. El ALBA y el socialismo del siglo XX no figuran en ningún discurso oficial y esta ausencia no obedece sólo a la tradición justicialista, que recrea el gobierno. También expresa la carencia de proyectos redistributivos semejantes a los ensayados por los gobiernos más radicales de la región. El condicionante distintivo de la administración actual es el legado que ha dejado la rebelión del 2001. A diferencia de Lula, los Kirchner han debido gobernar con un ojo siempre puesto en la reacción de los oprimidos. El movimiento social ha mantenido un alto grado de movilización, que obliga a tomar en cuenta sus demandas. Por esta razón mientras que Lula logró consolidar la estabilidad social-liberal, los Kirchner han enfrentado un sobresalto tras otro. Esta asimetría obedece en última instancia a la intensidad de la acción popular, en un país que dirime su vida política en las calles.
Ciertamente la insurgencia del 2001 se desactivó y la autoridad estatal fue reconstituida. Pero persiste la inestabilidad, la erosión de los viejos partidos y un significativo bloqueo a la gestación de un proyecto conservador. Los derechistas han perdido la brújula, luego de la gran movilización que lograron con los sojeros. Este fracaso obedece a muchas razones de liderazgo, programa y discurso, pero también expresa el profundo rechazo popular a cualquier retorno del neoliberalismo o la Alianza. Desde mitad del año pasado el gobierno ha recuperado la iniciativa política por este espanto que generan los
derechistas, no solo entre los trabajadores sino también entre la clase media anti-K. Este resultado es otro efecto lateral del escenario creado por el 2001. El gobierno se recuesta nuevamente en el PJ, la burocracia sindical, los caudillos provinciales y los barones del Gran Buenos Aires. Abandonó el proyecto transversal y no reconstituye el lazo popular duradero que forjó el viejo peronismo. Pero mantiene una política de contemporización con los oprimidos. No solo elude confrontar, sino que ha implementado políticas tendientes a evitar el agravamiento del deterioro social. Ciertamente no introdujo ninguna mejora comparable a las conquistas del primer peronismo, pero atempera los atropellos patronales y otorga concesiones significativas.
Agresiones y concesiones
El modelo prioriza la contención social y por eso combina la instrumentación de las exigencias de los capitalistas con la aceptación de demandas populares. El primer curso se verifica en la política de tolerancia hacia la inflación y en la negativa a aplicar controles de precios. Los aumentos de salarios que en las negociaciones colectivas parecen importantes, en la práctica sufren la poda de la carestía. La estrategia subyacente es aguardar una distensión de los precios o avanzar hacia algún pacto social con los empresarios y los sindicatos. A lo largo de siete años de crecimiento los salarios de los trabajadores formales se recuperaron junto al empleo, siguiendo la pauta del ciclo económico. Pero las ventajas logradas por los patrones con los atropellos de los ‘90 han permitido mantener el costo laboral unitario por debajo del promedio tradicional. La política oficial ha convalidado todos los incrementos de la productividad que refuerzan la explotación. Los salarios del sector formal se han recuperado, pero su participación en el ingreso nacional continúa relegada. En cualquier medición del repunte, la mejora de los sueldos ha sido inferior a la productividad y a las ganancias. El modelo reafirmó el trabajo en negro. El segmento informal aglutina a la mitad de la población laboral y tiene alta gravitación no solo en las pequeñas empresas, sino también en las grandes compañías y el estado. Es cierto que el número de formalizados ha crecido en los últimos años, pero esa mejora no guarda relación con cualquier otro número de la economía. Al igual que la inflación, el gobierno tolera la precariedad laboral porque allí se localiza una gran reserva de salarios bajos. Es indudable que la pobreza y la indigencia han caído significativamente desde los terribles indicadores del 2001. Esta reducción fue un resultado combinado de la mejora del empleo y la continuidad del asistencialismo. Pero esta disminución ha quedado amenazada desde el 2007 por los rebrotes de la inflación. El modelo tendió a sustituir la pobreza del desempleado por la miseria del trabajador precarizado y este resultado no es ajeno a una política económica que asegura altos beneficios a los grupos patronales.
Este efecto se corrobora también en el agravamiento de la desigualdad. Muchos indicadores destacan que la brecha entre ricos y pobres se ensanchó durante el crecimiento, consolidando una fractura latinoamericana que Argentina había logrado evitar durante la mayor parte del siglo XX. En síntesis: el esquema económico recompuso todos los índices sociales frente a las dramáticas magnitudes del 2001, pero no restituyó los niveles de pobreza, salario o empleo predominantes en los ciclos de mayor normalidad. Estos porcentajes se mantienen por debajo de los promedios vigentes en esos períodos. Tomando en cuenta el largo período de crecimiento a tasas chinas de los últimos años, salta a la vista que el propio modelo es responsable de la polarización social. Pero este resultado no anula otro dato clave: la política económica actual ha incluido importantes concesiones sociales, que representan conquistas para el movimiento popular. El gobierno avala una política salarial permisiva, que reinstaló la negociación colectiva en el centro a la vida laboral. El salario mínimo fue aumentado y los gremios estatales que protagonizaban prolongados conflictos lograron ciertas mejoras. Estos beneficios no se extendieron a los trabajadores informales, pero los avances en un sector suelen repercutir favorablemente sobre el otro. En los últimos siete años se expandió el empleo público, quebrando un tabú del neoliberalismo. La pérdida de puestos de trabajo que generó la recesión del año pasado, fue por ejemplo compensada con la ampliación de cargos estatales, especialmente en las provincias. En su endiosamiento de la libre contratación del mercado, los derechistas identifican esta extensión con el clientelismo y la ineficiencia. Pero la obtención de un empleo estatal estable constituye un apreciado logro para cualquier oprimido. La asignación por hijo que se implantó el año pasado no es universal, resulta insuficiente en número y monto, absorbe planes anteriores y tiende a ser desvalorizada por la inflación. Pero también plasma un principio de conquista. Amplió significativamente la población necesitada de cobertura y creó las condiciones para extensiones sucesivas del programa. En lugar de financiarse con impuestos a los acaudalados, esta iniciativa se nutre de la previsión social. Pero su implementación comienza a concretar una vieja demanda del movimiento social
Lo mismo ocurre con las jubilaciones. El gobierno reunificó la estructura previsional mediante la nacionalización de las AFJP, con la intención de asegurar fondos para la deuda y prevenir el colapso de un régimen previsional vaciado. Maneja el dinero del sistema sin ningún control, recure a sospechosas operaciones con títulos públicos y otorga explícitos subsidios a las grandes empresas. Pero estos desarreglos no desmienten el avance logrado con la desaparición del régimen de capitalización. Esta eliminación ha sido progresiva y contraria a las políticas imperantes en el resto del mundo. Con esta nacionalización se crearon también mejores condiciones para luchar por los aumentos para los jubilados. Esta demanda se ha intensificado, frente a los inconsistentes argumentos que esgrime el gobierno para resistir el otorgamiento del 82%. No solo hay superávit en las cajas del sistema, sino que la reinstauración de los aportes patronales permitiría comenzar a sostener ese porcentaje en el tiempo. También aquí se perciben las dos caras de la política oficial. Por un lado mantiene al grueso de los pensionados en la mínima y acható la pirámide de cobro y por otra parte otorgó ajustes, introdujo un principio de movilidad y amplió la cobertura a un gran número de desposeídos. Todo el panorama social está signado por este tipo de conquistas frágiles, limitadas y amenazadas, que pueden revertirse por la propia dinámica del modelo capitalista. Pero son logros que obedecen a la vitalidad de las luchas sociales, en un país con récords de manifestaciones, paros y cortes de calles. El gobierno reconoce esta realidad y por eso se ha manejado con cautela frente a la protesta social.
Programa y estrategia
Como el modelo y sus alternativas derechistas expresan proyectos de las clases dominantes, resulta necesario construir otra opción al servicio de las mayorías populares. La condición de este curso es un programa que exprese las urgencias de los oprimidos. Durante la recesión del año pasado las prioridades populares estuvieron concentradas en la defensa del empleo y en reclamos de suspensión de los despidos. Con el reinicio de la recuperación, el centro de atención vuelve a ubicarse en las demandas salariales, que ahora necesitan una escala móvil para contrarrestar los efectos de la inflación. El 82% para los jubilados se encuentra en centro de la escena, junto a la necesidad de equiparar el haber mínimo con el salario básico. Se puede comenzar a concretar estos objetivos, si las grandes empresas vuelven a tributar lo que tradicionalmente aportaban. Pero resulta indispensable asegurar que el dinero de la previsión social se utilice para los jubilados, poniendo fin al desvío de estos fondos para otras financiaciones del estado. Las cajas deben ser administradas por quiénes las solventan y el tesoro debe asegurar sus recursos por otros canales. También la generalización y el aumento de la asignación por hijo son factibles, mediante una reforma impositiva que grave a los grandes patrimonios y permita la efectiva universalización de ese ingreso. En vez de canalizar los fondos públicos hacia las grandes empresas, corresponde incrementar de inmediato el presupuesto de educación y salud. Este aumento es indispensable para cerrar la impúdica brecha que separa a los colegios elegantes y a los hospitales privados, de los servicios públicos degradados que utiliza la población sin cobertura.
Cualquier mejora en el nivel de vida popular necesita mecanismos de control de precios, para impedir que la inflación neutralice esos avances. Pero la estabilidad de precios también requiere que las finanzas públicas se equilibren sin mayor endeudamiento. En lugar del canje, la emisión de títulos, los arreglos con Club de Paris y la convivencia con el FMI se necesita investigar los viejos pasivos que el gobierno recicla y suspender durante esa inspección las cuestionadas erogaciones. El estado puede financiarse con la postergada reforma impositiva. Siempre se reconoce la urgencia de esta transformación, pero nadie se atreve a ponerla en marcha. Mientras el IVA persiste en porcentajes inadmisibles, continúan exentas la herencia y las transacciones financieras. Con ciertas acciones prioritarias, un proyecto popular podría comenzar a reorganizar la producción al servicio de las mayorías. Para instrumentar estas iniciativas es necesario cortar los canales de sabotaje que utilizan los grandes capitalistas, frente a cualquier amenaza a sus privilegios. El control de cambio y la estricta regulación estatal de los capitales que ingresan y salen del país es una medida elemental, que no rige en Argentina. Pero el desarrollo del país también necesita la centralización de todos los recursos financieros en manos del estado. Un sistema de banca pública -que asigne el crédito en función de las prioridades productivas- permitiría implementar un proyecto industrial eficaz. Esta acción debería complementarse con la reversión del mono-cultivo sojero, incentivando la diversificación agropecuaria. En este marco, el comercio exterior nacionalizado y el manejo estatal de los principales precios de compra-venta agrícola contribuirían a remodelar la economía. Establecerían los cimientos para una reindustrialización sostenida en la nacionalización de los recursos básicos.
Un programa de este tipo puede contribuir a la construcción de la alternativa popular si no gira en el vacío. Es útil para avanzar en la gestación de un tercer polo político. Esta opción es indispensable para superar la falsa polarización que han creado el gobierno y la derecha. Para lograr un país de igualdad, justicia y democracia hay que crear una alternativa de izquierda. La experiencia indica que esta construcción no es sencilla y debe confrontar con vicios muy arraigados en los colectivos militantes. En la coyuntura actual se plantean, además, dos condiciones para convertir el programa en realidad. El primer requisito es desenvolver un discurso y una acción claramente diferenciados de la derecha. Este señalamiento es obvio, pero se ha tornado necesario desde el alineamiento que tuvieron algunos sectores de la izquierda con la Mesa de Enlace. Esa inadmisible alianza asume en la actualidad otras modalidades de convergencia con sectores reaccionarios en campañas contra la deuda, el ingreso universal o las jubilaciones.
También se ha generalizado cierta repetición de la vacua retórica constitucionalista que propagan los conservadores y no pocas copias del libreto que difunden los medios de comunicación enemistados con el gobierno. Cuestionar al kirchnerismo desde este flanco es tan suicida, como equiparar a los derechistas con el gobierno. Esta identificación desconoce las conquistas sociales y democráticas logradas en este período. Un error inverso se comete al adoptar actitudes de resignación frente a los Kirchner, con el argumento del mal menor o de “lo único posible”. Suponer que el enemigo siempre está fuera del gobierno equivale a aceptar la validez del simplificado libreto oficial. Esta conducta genera desmoralización, al suponer que la única elección factible es entre el status quo y un futuro más adverso. Es ilusorio ver al krichnerismo como una fuerza embarcada en batallas permanentes contra la derecha. Existen varios ejemplos de alineamientos oficiales en las peores causas en disputa.
La coyuntura actual es propicia para avanzar en la construcción de una tercera fuerza. Hay un movimiento social muy vital que recepta con simpatía las ideas de la izquierda. No sólo ha irrumpido una generación de luchadores que reclama la democratización sindical. También predomina un clima latinoamericanista, que torna atractivos los ideales socialistas y antiimperialistas. Es un buen momento para transitar el camino hacia las grandes metas de emancipación.
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Artículo enviado por el autor en julio 2010