03/12/2024

La dialéctica como lógica filosófica en Gramsci. Reportaje al filósofo italiano Giuseppe Prestipino

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Prestipino acaba de cumplir 88 años el 1º de mayo. Este filósofo hace honor a la “Tesis 11”. Titular de la cátedra de Filosofía de la Historia de la Universidad de Siena por muchos años, hoy la vida lo encuentra peleando activamente contra la discriminación de los inmigrantes, como lo encontró a los 25 años la expulsión de Libia por su actividad en la Unión Sindical y, de vuelta a su Sicilia, participando en el movimiento campesino por la tierra.
Asume deliberadamente la impronta de Gramsci. Su vasta obra constituye una resignificación de su dialéctica y sus categorías.
En la página web de Herramienta se halla una exhaustiva reseña de su pensamiento y su obra.  
 
Dada tu larga trayectoria en la tradición marxista, como militante político y como pensador (si es que ambos aspectos se pueden distinguir)¿puedes hacernos un sintético “balance” de la misma?
 
En estos últimos tiempos mi trabajo teórico-político es fragmentario y conjuga intereses heterogéneos. “Dejadme entonces poner juntas cada cosa como vienen. El orden se hará después” (...) “la cosecha debe al menos ser segada, para recogerla en gavillas no dejarán de llegar días propicios” (así escribía Goethe, en su Viaje a Italia). A mí me faltarán los “días propicios”, ya es demasiado tarde. ¿Es posible “poner juntas” dos cosas en apariencia incompatibles: una teoría trascendental “supra-histórica” del pasado humano y la contingencia de una “sub-crónica” de nuestro presente cultural-político y económico-social? En mis últimos escritos se encuentra esa tentativa, acentuando ora el lado teórico, ora el debate interesado por el presente político. En otros trabajos precedentes he interpretado, libremente, la filosofía de Gramsci con una particular atención dirigida a la versión gramsciana de la dialéctica, versión en la cual la derivación hegeliana del método-sistema dialéctico y su “inversión” en el pensamiento de Marx arriban a desarrollos originales, porque un módulo que se presentaba como unívoco y, en su univocidad, recurrente, deviene en cambio poliédrico y variable en función de los tiempos históricos, de las relaciones entre opuestos o entre distintos y de los cotejos entre los diversos caracteres nacionales. Pero la dialéctica como lógica filosófica en Gramsci tiene el objetivo de comprender, sobre todo, el presente (y de descubrir las estrategias idóneas para su posible transformación). Estudiar el pasado es, para él, interrogarse sobre el presente. En mis trabajos busco definir también los tiempos pasados en sus itinerarios conclusos y dar un nombre a las “grandes épocas” en las que pensaba Marx en algunas de sus anotaciones al margen del El Capital. Pensar filosóficamente los tiempos históricos con la ayuda de Gramsci para mí significa, ahora, llamar “dominio” al primado de la economía en la época primitiva y al de la cultura en la época moderna; llamar “hegemonía” al primado de lo económico social pre-moderno o al primado “intelectual y moral” en el futuro trans-moderno. Y significa dialectizar la relación histórica entre cuatro “città” que, haciendo eco libremente a las sucesiones históricas propuestas por Sorel (un autor que influyó sobre el joven Gramsci) podría denominar la cité économique, la cité sociale, la cité savante y la cité morale

 

Tus trabajos han mostrado siempre una fuerte impronta gramsciana ¿ cuál es la vigencia actual del pensamiento de Gramsci o en que forma el mismo puede ser revalorizado?

Entiendo que es necesario estudiar a Gramsci para orientarse en la comprensión de nuestro presente y para comenzar a entender como es posible cambiarlo. Visto desde nuestro observatorio –desde el tiempo en que vivimos- él nos entrega: 1) una original y aguda diagnosis de la sociedad occidental de su tiempo como sociedad compleja, aún que distinta de la mayor complejidad globalizada de nuestro tiempo; 2) una elaboración de categorías fundamentales que, concebidas por Gramsci para poder penetrar en la lógica de su tiempo, son válidas también para definir la o las sociedades de nuestro tiempo, la economía, las culturas y la política de nuestros días. Son válidas, con la advertencia de que, tanto por el prevaleciente contenido histórico de los Cuadernos[1]como por su carácter de provisionalidad y, por tanto, su escritura fragmentaria, hay en Gramsci un entrelazamiento y una compenetración recíproca entre los diversos conceptos-categorías, que por ello no pueden dar lugar, en nosotros como intérpretes o incluso continuadores de aquel pensamiento, a un tratamiento escolásticamente separado de ésta o aquélla abstracta categoría de su ámbito histórico-temático, de su aplicación a las situaciones concretas.
 
¿Cuáles serían y cómo se expresan hoy esas categorías?
 
En los Cuadernos es utilizado con mucha frecuencia el concepto de “grupos subalternos” porque recoge un fenómeno típico de aquel tiempo y aún más del nuestro. Dejando de lado la idea marxiana de una indiferenciada proletarización –que haría precipitar en la condición obrera a sectores medios y hasta una parte de la clase capitalista-, recoge en cambio la complejidad del trabajo, del no trabajo, de la precariedad, de la marginación mundial, urbana o rural, ya en la época fordista y más aun en este universo nuestro “post-fordista”, “post-colonial” (o neo-colonial), “post-imperialista” (o neo-imperialista), “post-ideológico (o neo-ideológico). De la subalternidad en el significado gramsciano, tratan hoy, en efecto, los nuevos estudios del orientalismo y de lo post-colonial. Se comprende bien, entonces, porqué la “hegemonía” no puede restringirse, como en Lenin, a la relación entre clase obrera y campesinos pobres (para no hablar de la presunta función hegemónico-pedagógica atribuida, por Lenin, a la elite intelectual de extracción burguesa, en los enfrentamientos de la misma clase obrera). Y se comprende también como la “revolución pasiva” de los capitales asociados ya no se limita, hoy, a incorporar-distorsionar-enervar algunas aspiraciones del movimiento obrero, sino que realiza la misma operación sobre un más vasto tejido de sectores subalternos, con políticas populistas orientadas a enmascarar regimenes, no ya ostentosa o ferozmente fascistas o militaristas, sino democrático-totalitarios, personalistas-autoritarios y portadores-difusores de un nuevo racismo, precisamente, popular. Y como también algunas religiones contribuyen a la barbarización política.
Incluso encontramos en Gramsci un señalamiento de “la siempre creciente inestabilidad de los gobiernos”, que tendría “su origen inmediato en la multiplicación de los partidos parlamentarios y en las crisis internas [permanentes] de cada uno de estos partidos”, con consecuentes fenómenos de
corrupción y disolución moral: cada grupito interno de partido cree tener la receta para frenar el debilitamiento de todo el partido y recurre a todos los medios para ganar su dirección o al menos para participar en la dirección, así como en el parlamento [el partido] cree ser el único que debe formar el gobierno para salvar al país (…); de ahí los convenios cavilosos y minuciosos que no pueden menos que ser personalistas [2]
y que “los dirigentes se alejan cada vez más de las masas” [3]. La figura del jefe carismático “coincide siempre con una fase primitiva de los partidos de masas” (nosotros diremos: primitiva o involutiva) cuando
se forma no sobre la base de una concepción del mundo unitaria y rica de posibilidades porque es expresión de una clase históricamente esencial y progresista, sino sobre la base de ideologías incoherentes y embrolladas, que se nutren de sentimientos y emociones. [4]
Escribe también que no se equivoca quien
ve el origen de la dictadura de partido en el sistema electoral sin segundo escrutinio y especialmente sin proporcionalidad; esto hace difíciles los compromisos y las opiniones intermedias (o al menos obliga a los partidos a un oportunismo interno peor que el compromiso parlamentario). (…) en el mismo gobierno, hay un grupo restringido que domina a todo el gabinete y además existe una personalidad que ejerce una función bonapartista. [5]
¿Quizá pueda intentarse una comparación aproximativa con el bonapartismo de Luis Napoleón según es visto por Marx en su 18 Brumario? Pero el bonapartismo muta caracteres e instrumentos:
En el mundo moderno […] el mecanismo del fenómeno cesarista es muy distinto de lo que fue hasta Napoleón III. En el período hasta Napoleón III las fuerzas militares regulares o de línea eran un elemento decisivo para el advenimiento del cesarismo, que tenía lugar con golpes de Estado bien precisos, con acciones militares, etcétera. En el mundo moderno, las fuerzas sindicales y políticas, con los medios financieros incalculables de los que pueden disponer pequeños grupos de ciudadanos, complican el problema. Los funcionarios de los partidos y de los sindicatos económicos pueden ser corrompidos o aterrorizados, sin necesidad de acciones militares de gran porte estilo, tipo César o 18 Brumario. [6]
Con medios financieros y, decimos nosotros, también mediáticos.
 
El camino es largo porque está pavimentado con las piedras ásperas de una alteración cultural y lingüística. Debemos restaurar el significado de la palabra “reforma”, trastocado por la revolución pasiva neoliberal. Una revolución pasiva, según Gramsci, deviene sobre todo: 1) después de levantamientos populares inmaduros y reprimidos de inmediato; 2) después de una revolución (como la francesa) victoriosa y portadora de progreso, pero finalmente también derrotada. A la luz de los eventos posteriores a 1989 o a 1973 (1973 es la línea divisoria adoptada por Alfonso Gianni, en su justamente ambicioso Goodbay liberismo [7]), podemos agregar la tercera variante de una revolución pasiva sobrevenida después de la acumulación de revoluciones victoriosas pero “inmaduras” en Oriente y de las más prudentes reformas keynesianas en Occidente. En la segunda y, sobre todo, en la tercera variante –la del neoliberalismo autoritario- la respuesta conservadora se apropia, en su propio beneficio, de algunos resultados obtenidos por el adversario, pero con la intención calculada de “volver atrás”. ¿Algunas reivindicaciones del ´68 habían, inconscientemente, preparado el terreno, entre las jóvenes generaciones, al nuevo curso liberal? Se puede decir, al contrario, que la revolución pasiva neoliberal copia palabras sesentiochescas para invertirles el contenido. El neoliberalismo de apropia en efecto también de nuestras palabras, declarando “libres” a los individuos aprobados, llamando “reforma” su contra-reforma (por ejemplo, las privatizaciones o la precarización del trabajo, etcétera) y “progreso” a su regresión, como ya ocurriera en la Restauración del siglo XIX, a la que sarcásticamente de Leopardi lanzaba su acusación: “... volti indietro i passi,/Del ritornar ti vanti,/E procedere il chiami” [8]. Invertir el significado de las palabras es hacer ideología en el significado marxiano del término. O sea, en presencia de una cosa, hacer aparecer lo contrario de ella. Hoy en día hay en el mundo político una realidad que se conforma al espectáculo de las nuevas Apariencias fuertes (en especial, de la televisión monopolizada por el poder), una realidad que, en consecuencia, cada vez se hace más deforme de las apariencias tradicionales, ahora debilitadas. En efecto, pueden repetirse hoy manifestaciones masivas o multitudinarias, casi como en el pasado, de movimientos o de partidos que, no obstante, al poco tiempo logran un magro resultado electoral, porque esas manifestaciones han ocultado la realidad, mientras que las narraciones televisivas del poder las han, más que develado, utilizado y modelado.
Para su tiempo, incluso en las sociedades occidentales, Gramsci no excluye la lucha armada, aunque como fase terminal de la “guerra de posiciones” y no ya como “guerra permanente”. Y no la excluye, con más razón aún, cuando el conflicto de clase se combina con la lucha de las naciones oprimidas contra un Estado enemigo opresor. En tal caso, la lucha armada puede ser inevitable, como sabemos, aun en nuestro tiempo. Leemos, en una nota de Gramsci, que hay una “relación de fuerza” ligada a la estructura, una “relación de las fuerzas políticas” y una “relación de las fuerzas militares”, que es más precisamente una relación “político-militar” [9]. Aquí, “político” puede significar hegemónico (en cuanto obtenga consenso) y “militar” puede referirse a la coerción (al uso de la fuerza). Tanto en el mundo antiguo feudal como en el moderno, el dominio está primero y es condición necesaria para una posible hegemonía. La novedad del movimiento histórico que quiere superar el capitalismo, está en la inversión del orden sustancial, y también cronológico, entre dominio y hegemonía. La “antítesis vigorosa” que preliminarmente es afirmación de sí, o “espíritu de escisión”, se ubica para Gramsci como primera tarea en la “guerra de posiciones”, la de la hegemonía sin dominio todavía. Alcanza la “hegemonía acorazada de coerción” cuando puede operar una ruptura en el conjunto de las relaciones de fuerza. Y “hegemonía acorazada de coerción” significa por primera vez hegemonía como elemento “vital”, como “corazón” latente, y coerción como “coraza” o sea como elemento accesorio y, para Gramsci, cada vez menos necesario, si la “ruptura” se revelara definitiva.
 
¿Y qué ocurre con el concepto de partido en Gramsci?
 
Un concepto gramsciano, esencial para su tiempo y –en la variante togliattiana– decisivo hasta los años ochenta del siglo pasado, es el relativo a la forma partido, pero muy probablemente ya es no adaptable a nuestro tiempo. Comienzo a considerar inevitable el fin del Partido Comunista Italiano. En los años ochenta ese partido estaba perdiendo o cambiando lo que no debía abandonar, o sea su cultura teórico-política, y conservaba, en cambio, lo que no tenía ya más correspondencia en la nueva sociedad llamada “post-industrial”, o sea la estructura organizativa de un partido devenido un gran partido de masa nacional-internacional. El partido, según Gramsci, organiza el movimiento (espontáneo o inducido) de los subalternos, se propone educarlos, tiende a prefigurar en su vida interna el núcleo de la futura sociedad. Según escribe en diversos pasajes de los Cuadernos, debe proponerse como “partido de gobierno”, como “partido que quiere fundar el Estado” y debe “devenir Estado”, incluso cuando apunta a conquistar la hegemonía en la sociedad civil y organiza la lucha contra el poder, e incluso que “los partidos pueden ser considerados como escuela de la vida estatal”. El partido político,
a diferencia de lo que ocurre en el derecho constitucional tradicional, no reina, ni gobierna jurídicamente: tiene el «poder de hecho», ejerce la función hegemónica y por lo tanto equilibrante de intereses diversos en la «sociedad civil», que sin embargo está tan entrelazada de hecho con la sociedad política que todos los ciudadanos sienten que aquel, por el contrario, reina y gobierna. [10]
En el partido, el centralismo democrático (no burocrático) es aun para Gramsci [11], pero ya no para nosotros, indispensable: “una cosa es la democracia de partido y otra la democracia en el Estado: para conquistar la democracia en el Estado puede ser necesario –incluso es casi siempre necesario– un partido fuertemente centralizado” [12]. Tal vez la afirmación más lejana de nuestras actuales convicciones sea ésta: “Es difícil excluir que cualquier partido político (de los grupos dominantes, pero también de los grupos subalternos) ejerce también una función de policía, o sea de tutela de un cierto orden político y legal”. Es un concepto que hoy no puede plantearse, aun si, para Gramsci, el “partido-policía” en realidad “tiende a conducir al pueblo a un nuevo nivel de civilización” [13]. Las dificultades inherentes a la escritura no definitiva, fragmentaria y a la vez críptica de los Cuadernos no siempre permite distinguir, en las afirmaciones de Gramsci, las que él considera válidas en todo país de aquéllas referidas específicamente a las condiciones de un “Oriente” atrasado por la ausencia de una sociedad civil articulada y compleja y, por lo tanto, a un estado de necesidad que también requiere de la forma partido.  
Hoy la forma partido aparece en crisis en sus caracteres clásicos. En especial, podemos considerar ya insostenible el partido de masas togliattiano, porque en Italia no existen más campesinos analfabetos a movilizar con estructuras organizativas centralizadas y con métodos pedagógicos, en su tiempo eficaces pero “elementales”. Juzgando inevitable el fin de aquel partido ¿cómo podemos conservar sin embargo la capacidad organizativa, las tareas de actividad cultural y la perspectiva transformadora orientada hacia un siquiera lejano “horizonte” comunista? ¿No llamar más partido a una fuerza comunista sería un mezquino expediente para complacer a las difusas prácticas políticas anti-partido que caracterizan a algunos movimientos espontáneos, especialmente en el mundo juvenil? ¿O sería un remedio oportuno para señalar una real discontinuidad entre nuestro pasado en modo alguno carente de gloria y un contexto nuevo en el cual los elementos de crisis orgánica golpean también la forma partido, pero se abren posibles vías de “redención”, por ejemplo con el uso apropiado de las redes informáticas y, más en general, de las relaciones horizontales anti-verticalistas o anti-centralistas?
Si el partido era, en Gramsci y en Togliatti, de lucha y de gobierno (a veces más de gobierno que de lucha), nosotros debemos volver al Gramsci que teorizaba y al Togliatti que practicaba la lucha en la sociedad civil para la conquista, no del Poder o de un aunque sea “democratizado” Palacio de Invierno, sino de los poderes difusos, de “fortalezas y casamatas” extendidas sobre un muy vasto territorio. ¿Qué “fortalezas y casamatas” pueden y deben ser hoy conquistadas en una sociedad civil más compleja que la del siglo XX? Gramsci confiaba particularmente en la función del periodismo militante. Togliatti apuntaba también a las editoriales comunistas o próximas a los comunistas. Nosotros estamos obligados a “ocupar” también y sobre todo los nuevos medios informáticos y telemáticos de comunicación: hemos experimentado cuan grande es su poder cuando “informan” en contra nuestro, contra las luchas del trabajo, contra las mujeres o los distintos, contra los inmigrantes.
En los años del PCI, la Democracia Cristiana y después también el Partido Socialista Italiano ocupaban los grandes y ricos entes económicos públicos, pero el PCI y el PSI “conducían” sus cooperativas “rojas”, no renunciaban a actuar en “sus” sindicatos, aunque no ya definidos como “correas de transmisión”, y los entes de previsión eran presididos por sindicalistas o (ex) dirigentes sindicales de los trabajadores. Hoy es quizá posible comenzar a ponerse el objetivo de organizar nuevos y autónomos centros de inscripción del trabajo en busca de ocupación, al fin de contrarrestar la arbitrariedad patronal, redistribuir con equidad turnos de trabajo entre los todavía precarios, proveer directamente a su instrucción-calificación y también a formas de asistencia mutual en sintonía con la economía llamada solidaria. Las viejas Casas del Pueblo pueden ser reabiertas con nuevas tareas que se agregan a las anteriores. No ya solamente como lugares de cultura, de iniciación política, de distracción y hasta de cenas de camaradería, sino también como centros de educación y de acción por la defensa ambiental, urbanística, agrícola. Qué “fortalezas y casamatas” podemos hoy tomas por asalto es una pregunta a la cual todos deberemos, con ponderación, encontrar repuesta. ¿La vieja democracia está muerta? Viva un nuevo autogobierno, no solamente de los productores, sino de todas las personas, de los gobernados que devienen gobernantes, como enseñaba Gramsci.
 
En Realismo e utopía has abordado el pensamiento de Bloch y de Lukács ¿puedes sintetizarnos la relación que estableces entre ambos?      
 
Brevemente. Bloch y Lukács son cada uno la revisión crítica del otro. Bloch nos dice que la utopía es necesaria, pero Lukács rechaza toda versión mesiánica. Lukács entiende que la “ideología de los campesinos y de los pequeños burgueses atrasados” excluye posibles alianzas con ellos a iniciativa de la clase obrera[14]. Bloch, lejos del sólido realismo de Lukács, es sin embargo más realista que Lukács cuando ve una a-contemporaneidad del presente, en las sociedades modernas (complejas), o sea una transmisión desde el pasado, o reemergiendo desde el pasado, de figuras sociales que equivocadamente los comunistas, en la Alemania de los años treinta, asimilaban a la burguesía más reaccionaria, más hostil al proletariado, mientras los nazis los arrastraban a seguirlos y a compartir las proclamas sobre las raíces arias de los presuntos dominadores, portadores del derecho de sangre y de la tierra. Los comunistas, en cambio, deberían haberlas movilizado diciendo: vuestros enemigos tienen sangre alemana como ustedes. No supieron hablar y fueron derrotados. En la Italia actual veo algo similar: existen figuras sociales híbridas, recrudecimientos corporativos emergentes del pasado histórico y, en los nuevos racistas, existen tentativas exitosas de desviar las frustraciones de aquéllas figuras sociales lanzándolas contra sus hermanos emigrantes para poner al reparo a sus verdaderos enemigos indígenas, también ellos de sangre nórdica.
 
Al menos desde Antropología filosófica has trabajado con modelos lógico-históricos en una relación dialéctica, como método de investigación e interpretación. Frente a la magnitud de las transformaciones habidas en las últimas décadas ¿crees aun vigente tal estrategia de pensamiento?
 
Me parece que el núcleo de mi postura no ha cambiado. En el curso de los años han cambiado algunos criterios terminológicos, y algunas relaciones conceptuales, para definir los diversos bloques lógico-históricos. Últimamente, he reflexionado sobre los desarrollos del mundo contemporáneo recurriendo, con Gramsci, a las categorías de lo “simple” y de las “superestructuras complejas”. Por ejemplo, pesqué una intervención mía de 1981, en polémica con Niklas Luhmann que teorizaba la necesidad de una política selectiva y reductora de la, ya entonces creciente o al menos incipiente, complejidad social: o sea, de la diversificación en las figuras laborales o profesionales y la multiplicación de las necesidades, de las expectativas y de las demandas individuales. La tesis de Luhmann, transferida a los programas de gobierno (por ejemplo, en la llamada “gobernabilidad”) habría acentuado la misma impronta conservadora reclamando, a expensas del Parlamento, el fortalecimiento del ejecutivo, preludio de la bipolaridad mayoritaria, y (para “simplificar” los “privilegios” de los trabajadores) un primer desmantelamiento del estado social. Era un primer paso hacia la posterior legislación tendencialmente reductora a la precarización de la nueva complejidad implícita en la diversificación de los trabajos. El neoliberalismo autoritario había ya dado sus claras señales. Como antes mencioné, Alfonso Gianni ve el punto de inflexión hacia el neoliberalismo autoritario en 1973, con el precio del petróleo en fuerte aumento, con la primera convocatoria de la Trilateral y con el golpe de Estado militar en Chile, inspirado, en su opción económica, por los Chicago boys
Si para Marx el desarrollo “revolucionario” de las fuerzas productivas, alcanzado un umbral crítico, puede o debe determinar una correspondiente transformación de las relaciones sociales, ¿porqué a un nuevo y revolucionario “paradigma” de los saberes no podría o debería corresponder una adecuada innovación político-estatal? La modernidad del conocer se ha desarrollado, en efecto, en dos tiempos. El primero es el de la reductio ad unum o de la razón unificadora de las múltiples experiencias bajo categorías generales. El segundo es el tiempo de la ciencia contemporánea, especialmente en su revolución informática (ordenadora pero no reductora de los sistemas complejos) y de los saberes especializados, che tratan de perseguir la complejidad de los fenómenos particulares para comprenderlos mejor, aun sacrificando la visión de conjunto o “cósmica” (Weltanschauung). También en la política moderna, inicialmente un paradigma liberal compendiaba en la simplicidad del “Estado mínimo” la multiplicidad de los aspiraciones individuales y, posteriormente, un paradigma democrático pretendió en cambio hacer adherir los diversos aparatos estatales a los pliegues o a los conflictos de una más compleja sociedad civil. Pero hoy el paradigma democrático retrocede en el neoliberalismo. La revolución conservadora quiere, precisamente, una política “atrasada”, una democracia que no solamente, como en el liberalismo desmitificado por el joven Marx, se limita a declarar formalmente iguales a citoyens socialmente desiguales, sino que responde a la nueva complejidad social de dos modos a primera vista opuestos. Por su lado débil, la democracia conservadora responde renunciando a responder, porque sus poderes están drásticamente reducidos, porque el poder efectivo de decidir sobre las cosas que cuentan está ahora transferido “a otro lado”, a los centros tecnocráticos decisorios de las finanzas internacionales (desde el Fondo Monetario a los Bancos centrales, a las sedes a-democráticas habilitadas para consagrar la soberanía del libre mercado sobre cualquier rastro residual del Estado social). Del lado relativamente fuerte de los poderes que aun restan en las instituciones estatales, la respuesta es, en cambio, autoritaria, ya que el ejecutivo quiere atraer como funciones propias las de otros órganos, y quiere “simplificar” la misma democracia, domesticando los parlamentos con una bipolaridad devenida, de hecho, “bi-centrismo” si no “bi-derechismo”. La simplificación de las instituciones debilitadas conduce, entonces, a un líder fortalecido. Por analogía, también los entes locales son sometidos a los “gobernadores”. También los partidos se simplifican, miméticamente, identificándose con sus jefes más o menos carismáticos.
 
¿Cómo ves el panorama actual de la filosofía?
 
No tengo presente el cuadro de toda la filosofía contemporánea. Sigo solamente algunas corrientes que proponen problemas no lejanos de mis intereses teóricos. Hasta hace poco tiempo, entendía necesario discutir con algunos ilustres exponentes del pensamiento crítico, neo-kantiano o neo-iluminista, de la filosofía alemana o estadounidense (con Habermas o Rawls más que con los otros). El posmodernismo diferencialista de cierta filosofía francesa me era más extraño. Del pensamiento latinoamericano apreciaba y aprecio a Enrique Dussel. En el campo marxista, está vivo mi diálogo también con André Tosel, en particular por su crítica del capital global y (por sus estudios sobre Lukács) con Nicolas Tertulian, pero no descuido las investigaciones realizadas por Roberto Finelli, sobre la relación Hegel-Marx, aunque no comparta del todo sus resultados. Son muchos los estudiosos de Gramsci en el mundo y les tengo en mucha estima, pero rara vez se combinan la reconstrucción filológica de aquel autor con una investigación teórica original.
 
La caída del muro tiene valor simbólico ¿ cómo lo viste en aquel momento y cómo lo vez ahora, después de veinte años?
 
Que extraña suerte la del muro de Berlín. En el 2009, el veintenario ha reencendido el interés periodístico por la celebrada caída. Pero la glorificación del evento tiene ahora tonos menos enfáticos o triunfales. Conviene leer el libro de un historiador valeroso como Angelo d´Orsi: 1989. Del come la storia è cambiata, ma in peggio [15]. El autor subraya que, entre otros fenómenos involutivos, las “guerras post-ochentainueve no finalizaron” y “no pueden finalizar”, porque la fuerza de la única Superpotencia victoriosa, que quedó en el campo después de la caída de aquel muro, es en realidad una debilidad, una debilidad económica, política y (en las guerras locales) también militar, una incapacidad que, no obstante, conserva su hegemonía ideológica y cultural, porque sabe llamar a silencio a los intelectuales, en otros tiempos mucho más locuaces en la denuncia y en la protesta. Los opinions makers nunca han sido tan silenciosos, si no complacientes, frente a los interminables estragos de poblaciones inermes y a la muerte por hambre en los países del “subdesarrollo”. El autor recuerda también que en los países del Este europeo, aunque la gente no tiene deseos de recaer bajo los regímenes antidemocráticos del período soviético, el porcentaje de cuantos declaran en las encuestas que hace veinte años “se estaba mejor” ha pasado, en estos veinte años, de cerca de el 20% a una media de 50 o 60%.
 
La tradición marxista nació y vivió como parte e inspiración de “el movimiento real contra el actual estado de cosas”. Tal relación se rompió o se debilitó en extremo. ¿Porqué aquéllas sólidas relaciones se rompieron o distendieron? ¿Con qué consecuencias? ¿Qué deberíamos intentar en este terreno?
 
La ruptura con la tradición puede ser observada – pido disculpas si lo repito- en la declinación de la forma partido. El partido, declaraba Lelio Basso interpretando a Rosa Luxemburgo, no debe ser una organización restringida de cuadros, separada de la clase y “portadora de conciencia” (como en la concepción de Lenin); el partido debe nacer del movimiento, pero no identificarse con el movimiento o con su espontaneidad. Hoy los movimientos están a veces vivos y activos, pero no quieren hacer nacer ningún partido de sus fermentos. Por otra parte, en los actuales pequeños partidos, hijos de grandes partidos de clase del siglo XX, los cuadros separados no “llevan” a las masas ninguna doctrina o concepción del mundo (como hubiera querido Lenin y, sin esa “separación”, Gramsci). En los años cuarenta-cincuenta del siglo pasado, los partidos de masa tenían voz y fuerza. Por ello la democracia estaba viva, a pesar de las políticas represivas de los gobiernos. En Italia la policía de Scelva no bromeaba. Yo mismo he sido denunciado por los carabineros por reunión sediciosa, después de un acto no autorizado. Pero, si las masas están hoy pulverizadas, ningún partido de masas puede revivir. Ni siquiera un régimen reaccionario de masas y su partido son repetibles a las maneras del siglo XX. Si también el trabajo está desarticulado, es difícil dar vida a un partido del trabajo. No obstante, las luchas obreras en Occidente y las que los subalternos conducen en las periferias del mundo pueden aun ser unificadas, no ya solamente por la condición salarial o de la explotación (no por la explotación de un trabajo hasta los años sesenta-ochenta reunido en las fábricas y, por ese reunirse, capaz de luchar), sino por el ser todos, los operarios y los otros subalternos, en los centros y en las periferias del mundo, excluidos de todo poder decisorio, excluidos del conocimiento, devenido hoy el motor de la producción, y excluidos de compartir los fines propuestos del trabajo y de la vida. Y por estar todos, los nativos y todavía más los inmigrantes, en un mundo unificado por el capital y por su imparable trasmigrar libremente, excluidos de la “ciudadanía universal”.
 
Transcurrida una década del nuevo siglo ¿cuáles son los principales problemas que afronta la humanidad y qué perspectivas visualizas?
 
Hoy hay una polarización entre una minoría de ricos y una mayoría de miserable y hambrientos en escala mundial y no ya solamente en el Norte capitalista. Pero hay masas trabajadoras mucho más diferenciadas en sus calificaciones, en sus “mimetizaciones” (seudo trabajo autónomo), en sus proveniencias (trabajo inmigrante) y en el impacto que la crisis tiene sobre ellas. Hay un desplazamiento tendencial de los centros capitalistas hacia grandes países hasta ayer subdesarrollados (China y también Brasil, etcétera) que pueden hacer frente a las crisis con más destacados instrumentos de programación y/o de políticas sociales. Hay, en fin, la novedad de la incidencia gigantesca que la crisis ecológica tiene sobre la crisis económica. Por efecto de la crisis ecológica, esta crisis económica, en ello diferente de las otras, ahora no tiene salida. No puede resolverse, si por solución se entiende una nueva reestructuración del o en el sistema capitalista. Las crisis precedentes han sido resueltas mediante un salto tecnológico, capaz de bajar los costos de producción y, por lo tanto, los precios en la oferta de las mercancías, o mediante la intervención pública para sostener la demanda, o finalmente con la guerra, para relanzar la ocupación de mano de obra en la producción de artefactos no ofrecidos sobre el mercado interno, pero empleados para destruir la capacidad productiva de otros y, por lo tanto, abrir la vía hacia nuevos mercados externos. Si la crisis ecológica de este segundo milenio siguiera siendo ignorada o no adecuadamente afrontada por los países capitalistas, las causas de la sobreproducción (y, por lo tanto, de la crisis económica) permanecerán y aun más, se agravarán. Giorgio Nebbia cita los ejemplos de la sequía en aumento, de las lluvias torrenciales, de las localidades costeras en riesgo de ser sumergidas. Son algunos ejemplos de los fenómenos que provocarían un alza en los precios agrícolas, la destrucción de bienes de uso necesarios especialmente a los más pobres y, por lo tanto, una ulterior contracción de la demanda mundial. La catástrofe climática y ambiental daría pasos agigantados y por ello la crisis económica, a pesar de pausas temporarias, no podría atenuarse totalmente. Si, en cambio, los países capitalistas se resignaran a disminuir las emisiones de anhídrido carbónico, reduciendo drásticamente los usos de carbón, petróleo, gas, etcétera, crecerían los precios de los vehículos, de los electrodomésticos y de todo lo que fuera alimentado por esos carburantes o su conversión en energía eléctrica. Si cesase la deforestación, los precios de la madera, papel, etcétera devendrían prohibitivos para las masas. Si los productores fuesen gravados en razón de la contaminación imputable a ellos, otra vez, los precios en aumento de sus productos restringirían la solvencia de su demanda. Consecuentemente esta crisis económica debería, antes o después, traducirse en la crisis del dominio capitalista. O en la necesidad de dar vida a un orden socialista que intervenga, no ya sobre la demanda solamente o sobre la innovación tecnológica solamente (o sobre la producción de armas para la guerra), sino sobre el uso generalizado de las energías renovables considerado sin embargo inseparable de opciones vinculantes sobre bienes primarios y sobre servicios sociales a los que dirigir la intervención económica pública y privada, preferentemente o con exclusión de otros bienes y otros servicios. En tal caso, la intervención pública no dependería de la previsión de una ganancia, sino que podría ofrecer sus productos o sus servicios al precio de costo. Y el estatus de bienes públicos, extendido a muchos recursos naturales y de la inteligencia humana, abatiría el anacronismo de la renta por los bienes naturales y aboliría los más modernos sobornos que exige el monopolio privado, bajo la forma de patentes o de “propiedad intelectual”, pretendiendo otorgar a la humanidad como si fueran bienes privados los nuevos saberes liberados en cambio, por la misma humanidad o por el uso del cerebro general, cooperante en la larga duración del tiempo histórico y en el ahora indivisible espacio global. He usado el condicional porque, por ahora, podría más fácilmente acaecer lo contrario: una barbarie global bajo un nuevo puño de hierro de los poderosos y una nueva y más destructiva guerra mundial que, con sus armas, lograría diezmar a la especie humana (antes de que la diezmara la ecología).
 
¿Qué significado tiene hoy la palabra revolución?
 
El significado etimológico hace pensar en la conservación, en un movimiento cíclico (como el de los cuerpos celestes) que hace retornar las cosas al punto de partida. Por lo demás, hoy se habla precisamente de revolución conservadora con un significado próximo al de la gramsciana “revolución pasiva”. En una cierta tradición del pensamiento marxista (y anarquista) revolución debía significar liquidación total del orden existente. Hemos visto que también esta tentativa de liquidar todo se ha resuelto en la restauración del viejo orden y, aun más, de sus peores caracteres. No obstante, podemos y debemos todavía hablar de revolución, a condición de resignificar esta palabra releyendo, una vez más, a Gramsci. Gramsci sostenía que, en ciertos países o en algunas circunstancias, era todavía posible o necesaria la vieja “guerra de movimiento” (y, por lo tanto, la destrucción violenta del adversario), aunque sin certeza de victoria duradera, pero que en los países de capitalismo maduro (y de tradiciones democráticas) podía tener eficacia durable y hasta definitiva la “guerra de posición”. En otras palabras, excluyendo tanto el revolucionarismo aventurero como el reformismo acomodaticio y subalterno, se podía o se debía intentar lo que yo llamaría las reformas revolucionarias: esto es, caminos más largos pero más seguros, maniobras de cercamiento de la fortaleza enemiga y no de ataque frontal, ocupación de “fortalezas y casamatas” periféricas respecto al cuartel general (que la revolución cultural de Mao quería, en cambio, ocupar por asalto), periféricas pero vitales. Finalmente, pero no en importancia, se puede conquistar una hegemonía cultural y política como preludio a la más profunda y resolutiva “reforma intelectual y moral” que, para Gramsci no era la superficie superestructural de una más sólida, sustancial o estructural reforma económica, sino, al contrario, una esfera plena que incluía (como su necesario cuerpo “material” interno) también la “reforma económica”.      


[1] Antonio Gramsci, Cuadernos de la cárcel, 6 volúmenes, México, Biblioteca ERA y Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, 1981-2000.
[2] Ídem, vol. 1, págs. 124/5.
[3] Íbid,  vol. 1, pág. 272.
[4] Íbid, vol. 1, pág. 269.
[5] Íbid, vol. 3, pág. 38.
[6] Íbid, vol. 5 pág. 66.
[7] Alfonso Gianni, Goodbye liberismo. La resistibile ascesa del neoliberismo e il suo inevitabili crollo,  Ponte alle Grazie, Milán, 2009
[8] La ginestra, vv. 56-8.
[9] A. Gramsci, obra citada, vol. 5, págs. 35/38.
[10] Ídem, vol. 2, págs. 345/346.
[11] Íbídem, vol. 5, págs. 77/78.
[12] Ibíd., vol. 1, pág. 272.
[13] Ibíd., vol. 5, pág. 125.
[14] Ver György Lukacs, Il retaggio di questa epoca, en Problemi teorici del marxismo, cuaderno de “Critica marxista”, Editori Riuniti, Roma, 1976, p. 242.
[15] Angelo d´Orsi: 1989. Del come la storia è cambiata, ma in peggio [1989. De cómo cambió la historia, pero para peor] Ponte alle Grazie – Adriano Salani, Milán, 2009.

 

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