Trad. de Graciela Montes.
Buenos Aires, Nueva Visión, 2008, 256 págs.
La traducción al castellano de Révolte et mélancolie. Le romantisme à contre-courant de la modernité, de Michael Löwy y Robert Sayre –publicado por primera vez en 1992–, bajo el título Rebelión y melancolía. El romanticismo a contracorriente de la modernidad, da cuenta de la actualidad que revisten las tesis allí planteadas.
Los autores parten de la comprobación de que el romanticismo no ha sido adecuadamente entendido por la crítica (refieren, entre otros, a los trabajos de M. H. Abrams, René Wellek, Morse Peckham, Henry Remak, Jacques Droz, Irving Babbitt, John Bowle, Isaiah Berlin, Henri Peyre y A. J. George) para proponer, amparándose en las consideraciones de Karl Mannheim, Raymond Williams y, sobre todo, Georg Lukács –de quien rescatan su término de anticapitalismo romántico– y Lucien Goldmann –de quien toman su concepto de estructura mental colectiva o visión del mundo y sus ideas acerca de la novela–, que aquel “representa una crítica de la modernidad, es decir de la civilización capitalista moderna, en nombre de valores y de ideales del pasado (precapitalista, premoderno)” (28).
Esta definición los lleva a determinar que el romanticismo se inicia en el siglo XVIII, con el advenimiento del capitalismo (lo cual hace superflua la distinción entre prerromanticismo y romanticismo), y que no ha concluido aún. Por otro lado, les permite incluir tanto variantes retrógradas como revolucionarias dentro del movimiento: la crítica romántica de la modernidad capitalista se asocia a la experiencia de una pérdida, la cual, a su vez, provoca el sentimiento de la nostalgia, y esta bien puede tener que ver con una mirada puesta, de manera más o menos revolucionaria, en el porvenir.
Löwy y Sayre arguyen que lo que se perdió, para los románticos, en el desarrollo capitalista hacia la modernidad, es la subjetividad del individuo, por un lado, y la totalidad, por el otro. El hecho de que estas dos reivindicaciones, lejos de contradecirse, se complementan, es, para los autores, una de las claves que permiten entender el romanticismo.
Luego, pasan revista a los distintos rasgos que los románticos rechazan de la modernidad: el desencantamiento del mundo, su cuantificación y mecanización, la abstracción racionalista y la disolución de los lazos sociales.
El siguiente apartado está dedicado a explicar la génesis del romanticismo en los distintos países europeos (centralmente, en Inglaterra, Francia y Alemania). Los autores verifican en este punto la existencia, a nivel global en Europa, de una “prehistoria” (59) del fenómeno en el Renacimiento. El desarrollo del romanticismo anterior al siglo XVIII acompaña al de su “antagonista” (íd.), el capitalismo: son los siglos de gestación de ambos. Es recién en el siglo XVIII, entonces, que el capitalismo se establece como un “sistema económico generalizado” y que, en contrapartida, el romanticismo se conforma como “respuesta cultural global” al mismo (íd.). La generalización de la propiedad privada en las sociedades del siglo XVIII y su crítica en los dos Discursos de Rousseau sirven de ejemplos de esta singular coyuntura histórica y cultural (60).
El segundo capítulo del libro ofrece una tipología y una sociología del romanticismo. Los autores proponen seis tipos básicos, que, “yendo grosso modo de la ‘derecha’ a la ‘izquierda’ del espectro político” (72), son: el “restitucionista”, el “conservador”, el “fascista”, el “resignado”, el “reformador” y el “revolucionario y/o utópico”. El romanticismo restitucionista tiene en la Edad Media su objeto de la nostalgia. En su variante conservadora, el romanticismo se caracteriza por su rechazo a la Revolución Francesa. El fascista puede ser entendido, en parte, a partir de la distinción entre comunidad (Gemeinschaft)y sociedad (Gesellschaft) y la supuesta represión de lo instintivo en el hombre por parte de la segunda. El romanticismo resignado surge, a mediados del siglo XIX, “cuando la industrialización capitalista aparece cada vez más como un proceso irreversible” (84). El romanticismo reformador, por su parte, se define por un “contraste sorprendente entre el radicalismo de la crítica y la timidez de las soluciones preconizadas” (86). Finalmente, la variante revolucionario-utópica del movimiento, que tiene diversas manifestaciones, puede ser entendida, en general, por su aspiración al establecimiento efectivo de una sociedad que, habiendo abolido el capitalismo, restituya los rasgos de las comunidades orgánicas primitivas, o algunos de ellos. A la hora de estudiar “las bases sociales del romanticismo” (98), por su parte, Löwy y Sayre procuran desterrar la idea de que el mismo es completamente reducible a la ideología burguesa y proponen la categoría de “intelligentsia”, entendida como “grupo compuesto por individuos de orígenes sociales diversos” y que “vive en un universo mental regido por valores [cualitativos]” y opuestos a la hegemonía del valor de cambio.
El tercer capítulo del libro estudia los lazos entre el romanticismo y el marxismo a partir de las obras de Karl Marx, Rosa Luxemburg, Juan Carlos Mariátegui, Georg Lukács y Walter Benjamin, entre otros.
En el cuarto capítulo se analizan más en detalle algunas realizaciones particulares del romanticismo en el siglo XIX, a partir de sus relaciones con la Revolución Francesa y la Revolución Industrial.
Los capítulos quinto y sexto estudian las manifestaciones del romanticismo en el siglo XX. Es de desatacar, por ejemplo, la interpretación de los nuevos movimientos sociales en la década del sesenta como fenómenos en mayor o menor medida cercanos al romanticismo.
El último capítulo del libro representa el intento de entender en qué sentido el romanticismo continúa siendo una visión de mundo plausible en la actualidad, en un contexto que, desde por lo menos la década de 1980, se caracteriza por un “cuasi-consenso modernizador” (238). Löwy y Sayre verifican la existencia de un reflujo minoritario, aunque no despreciable, “de sensibilidad romántica” (íd.). Destacan que los autores que, en el presente, la representan, si bien suelen fundar su pensamiento, de una u otra manera, más que en los escritores románticos de los siglos XVIII y XIX, en las ideas de la Escuela de Frankfurt, Heidegger, Iván Illich o, en el campo de la economía, Karl Polanyi e Immanuel Wallerstein, retoman, con todo, temas de la tradición romántica (crítica a la “disgregación social” (238), a la tecnología, al utilitarismo y, en su variante ecologista, al productivismo). La aparente contradicción queda salvada, porque “es la persistencia de los rasgos esenciales de la modernidad lo que explica la analogía” (241). Con todo, paradójicamente, los autores concluyen que lo que caracteriza al romanticismo de “fin de siglo XX” (241) es lo que denominan un “nuevo roussonismo” (242), que tiende a idealizar las así llamadas sociedades “primitivas” como “reservorio de valores humanos auténticos” (243).
Para concluir, Löwy y Sayre advierten sobre las debilidades y peligros inherentes a una visión romántica, y proponen, privilegiando el tipo utópico-revolucionario de romanticismo –cuyas manifestaciones actuales serían “el ecosocialismo y diversos movimientos sociales, tanto en los países desarrollados como en el tercer mundo” (248)– por sobre los otros, que no se trata de abolir “el maquinismo y la tecnología, sino de someterlos a otra lógica social” (248): no hay que soñar con una vuelta al pasado, sino que hay que dar un rodeo por él “hacia un porvenir nuevo” (íd.).