Este trabajo analiza el proceso de la Revolución Haitiana entre 1791 y 1804 en su significación para el pensamiento y praxis críticos en el momento del bicentenario. El tema será abordado en dos registros. El primero será un recorrido de los principales rasgos de la larga lucha de liberación en lo que hoy se conoce como Haití, en el marco del ciclo revolucionario que siguió a la Revolución Francesa de 1789, pero de rasgos tan propios en la situación colonial. El segundo registro será una reflexión sobre las modalidades de representación histórica habituales en la historiografía de las revoluciones y en la idea filosófica de la historia.
Bicentenario y revoluciones en Nuestra América
El bicentenario convoca una multitud de temas de nuestra historia compartida. Nos abre también a las diferencias que nos dividen, incitando la esperanza de una movilización continental que despierte la voluntad de liberación y la crítica de lo existente. El primer rasgo del bicentenario es un horizonte emancipatorio imposible de clausurar por las estrategias de domesticación en marcha en diversas políticas estatales de conmemoración. Pero no se trata meramente de que una orientación radical nos impulse a construir un bicentenario en el que el cambio prevalezca sobre la continuidad, la liberación sobre la servidumbre, la revolución sobre la restauración. La historia de Nuestra América nos habla una lengua que entendemos. Dicha lengua se transmite en las costumbres y los mitos de nuestros pueblos, y yace batiente en los estratos más densos de nuestra memoria social. Se trata del legado de las revoluciones. Los sucesos revolucionarios son, siempre, instantes de condensación de la historia. Pero jamás se agotan en sí mismos. Se disponen en formación de combate en el recuerdo. Son objetos de la investigación de la historiografía, pero también son promesas por retomar, por recuperar en la búsqueda de la justicia. ¿Cuál es el sentido histórico de las revoluciones en Nuestra América?
En su clásico libro sobre “la era de la revolución” que estudia el período 1789-1848, Eric J. Hobsbawm sitúa a Latinoamérica como una zona marginal al epicentro de su reconstrucción histórica, concentrada en los sucesos de Francia y Gran Bretaña (Hobsbawm, 1997). La región latinoamericana y caribeña emerge como proveedora de materias primas para la potencia británica. Los procesos independentistas, siempre en el relato de Hobsbawm, constituyen variables de la geopolítica europea. No aparece una particularidad en la cartografía de la mencionada “era” revolucionaria en la cual se reconozca un espacio efectivo a los hechos hispanoamericanos. Sin embargo, además del indudable vínculo con los acontecimientos de la revolución que surca los países euroatlánticos, las revoluciones en nuestros países perfilan una singularidad.
El lazo interno entre bicentenario y revolución nace de la condición colonial en que adviene lo que hoy denominamos Nuestra América (Latinoamérica y el Caribe). Todavía habremos de desplegar las consecuencias que supone la ruptura colonial. Y la relevancia de la revolución persiste una vez que la inserción del subcontinente en la modernidad plantea la posibilidad del socialismo, en el más allá de un capitalismo y un orden mundial imperialistas. De allí que la temática de la revolución, es decir, del cambio radical, continúe cincelando la “filosofía de la historia” en Nuestra América.
Si la definición del lugar de la revolución con la nación fue hegemónica en la era del centenario, en 1910, hoy la revolución renueva sus fueros en la posibilidad de la construcción de una unipluralidad en Nuestra América.
En tal contexto hemos intentado diseñar una cartografía teórica y cronológica del sintagma “revolución latinoamericana” (veremos que esta denominación es un tanto estrecha), en el que se reconocen dos siglos, justamente los del bicentenario. El primero se inicia con la rebelión indígena de Túpac Amaru en 1780, que nada tenía de explícitamente revolucionario o independentista, pero cuya estela de insurgencia inició una movilización que con ritmo lento y profundo ya no cesaría hasta entroncar de modo harto complejo con la época revolucionaria. La caída de la monarquía española en 1808 creó una situación donde se desplegaron viejas y nuevas fuerzas sociales, económicas y culturales. Aunque tiene razón la crítica revisionista sobre la inexistencia de una burguesía cada vez más conciente de sus intereses particulares en colisión con los comerciantes españoles, el análisis de clase no es inconducente. Sobre todo no lo es para la emergencia de actores populares que en la mediana duración del tiempo histórico supieron desarrollar prácticas y concepciones de la independencia y la nación que no por carecer de una formulación teórica precisa eran menos revolucionarias. Por otra parte, del mismo modo que se desarrolló una cultura política lentamente horadada por las modernas teorías de la representación popular y republicana, también fueron consolidándose intereses económicos locales, que por lejos que estuvieran de la plasmación en un partido político revolucionario, alimentaron en el largo plazo la construcción de un poder social que cimentaría las nuevas naciones. Este primer ciclo concluyó con la independencia cubana en los inicios del siglo XX.
El segundo ciclo comenzó casi inmediatamente con la Revolución Mexicana de 1910, estrechamente ligada a la crisis del Estado, el unipersonalismo autoritario y el regionalismo. Esa dinámica impactó en toda América Latina, favoreciendo la constitución de tendencias revolucionarias, como en el Perú de José Carlos Mariátegui y Víctor Raúl Haya de la Torre, u organizaciones como la Liga Antiimperialista. El triunfo de la Revolución de los soviets en 1917 introdujo un nuevo elemento de carácter mundial que a partir de entonces no dejó de pesar sobre las realidades locales. Comienza entonces un extenso período de neutralización de las revoluciones, que fue tarea de los regímenes nacional-populistas. Sin embargo, en numerosos casos la reivindicación nacionalista y popular de tales regímenes adoptó visos “revolucionarios” considerados peligrosos por la gran potencia imperialista del norte: fue lo que sucedió con los reformismos nacionalistas del cardenismo mexicano, el peronismo argentino, entre otras experiencias que marcaron buena parte de las culturales políticas del subcontinente. Pero la muestra más clara de las incontrolables transiciones a que podía dar paso la política nacional-popular emergió en Bolivia en 1952, cuando la resistencia a la supremacía de la “rosca” minera y oligárquica derivó en un enfrentamiento de clases y la victoria de los obreros armados. Es bien conocido que los populismos latinoamericanos expresaron demandas populares y a pesar de sus objetivos integracionistas desencadenaron lógicas antagonísticas incompatibles con la dominación de los sectores capitalistas más concentrados. Finalmente, tanto la izquierda socialista como el populismo plebeyista fueron reprimidas por dictaduras militares reaccionarias.
Con la Revolución Cubana el panorama se transformó radicalmente. La revolución socialista hizo su desembarco en América Latina como una realidad factible. Con todas sus diferencias, la Revolución Nicaragüense expresó el último coletazo de la novedad. Su contexto decisivo fue el de la Guerra Fría, aunque sería erróneo reducirla a un epifenómeno de ésta.
Tras el fin de la Guerra Fría pareció llegado el “fin de la historia”, el aniquilamiento de la esperanza revolucionaria. El levantamiento zapatista en enero de 1994 y las grandes luchas y movilizaciones populares del comienzo del nuevo siglo quebrantaron la opacidad de la política y desencajaron el pesimismo que aparentaba haberse instalado para siempre. Hoy, cuando no es claro que exista una proyección revolucionaria, el panorama ha cambiado sensiblemente.
La pregunta por la revolución latinoamericana demanda una actualización de sus condiciones de posibilidad y de las direcciones deseables de su realización. El mundo se ha globalizado, pero eso no significa que las peculiaridades regionales hayan desaparecido. Por el contrario, si América Latina no podría ser pensada como una sustancia indiferenciada, puede ser instituida como un proyecto transformador. Uno de los desafíos del Bicentenario 2010 consiste, justamente, en reproponer la idea de revolución en el subcontinente, en repensar sus ciclos y captar las nuevas circunstancias de la inexhausta necesidad de terminar con lo intolerable e inaugurar una nueva era para el castigado pero viviente territorio latinoamericano.
En esta ilación de nuestra historia y la revolución que acabamos de esbozar falta una pieza fundamental, que orienta el sentido de todo relato que asuma el primer viraje radical en la historicidad de las revoluciones. Se trata de la Revolución Haitiana. Del mismo modo que con razón Roberto Fernández Retamar (2005) propuso una historia del pensamiento en nuestras regiones a partir del significado de la revolución en la vieja Saint Domingue, la historia de las revoluciones también encuentra en ella un precedente esencial. De ella hablaremos en lo que sigue.
Haití y el acontecimiento revolucionario
En efecto, una de esas revoluciones que no debemos olvidar es la revolución haitiana que se extiende entre 1791 y 1804. Se trata de una revolución que no podía decir en principio que fuera una Revolución con mayúscula, un proyecto de transformación radical. El 1791 de los negros haitianos no se podría entender sin la estela de las revoluciones que atravesaron el Océano Atlántico en las últimas décadas del siglo XVIII. Ninguna revolución es igual a sí misma de su comienzo al fin. Toda revolución, para ser tal, es un rayo en cielo sereno, incluso si hay mil razones que permitan explicarla.
Es cierto que las revoluciones Francesa, Rusa o Cubana no se comprenden sin el examen de las transformaciones estructurales que se despliegan a lo largo de decenios, sin los acontecimientos de coyuntura, sin una consideración de algunos enlaces causales y peculiaridades situacionales. Pero nadie podría hallar en la convocatoria a los Estados Generales el germen de la toma de la Bastilla ni la disolución del orden feudal.
Las peripecias de la revolución en Saint Domingue, la parte colonial francesa de la isla, parte luego denominada Haití, siguen un curso tan sinuoso como sostenido en un contradictorio combate por la libertad, en este caso, no como un ideal filosófico, sino en la lucha real, mortal, cuerpo a cuerpo, contra la esclavización. Los hitos son bien conocidos. Todos ellos deben ser leídos, más que como una historia tradicional de grandes personajes o héroes, como expresiones de una lucha popular, de una insurrección multitudinaria e incontenible de diversos estratos y sectores, pero sobre todo de los negros esclavizados.
Sabemos bien que en agosto de 1791 comienzan a producirse insurrecciones masivas en las plantaciones. También que la práctica de la huida hacia las zonas montañosas, la formación de campamentos de cimarrones, era habitual mucho antes de 1791; pero el sentido histórico de la resistencia de las personas esclavizadas adquiere una dimensión diferente. Se hace universal y pronto establecerá el hecho incontrovertible de la Revolución Haitiana en lo que podríamos denominar nuestra “historia universal”: la realidad de una revolución de esclavos que se hace irreversible.
Menos clara es la cuestión de si en 1791 lo que hoy entendemos como la Revolución Haitiana “comienza” con las sublevaciones de agosto. ¿No es preferible iniciar la narración del proceso en las estribaciones de julio de 1789, y entenderla como una forma específica de la revolución que recorre las dos orillas del Atlántico? O bien: ¿no es más adecuado rastrear la acumulación de odios y rebeldías desde el comienzo mismo de la trata esclavista? ¿Acaso la revolución puede ser comprendida como un episodio mayor, fundamental, de la resistencia de las personas arrancadas de sus vidas en África? Sobre esto volveremos.
Recordemos que hacia 1780 Saint Domingue era una próspera colonia francesa, próspera, ciertamente, para quienes se beneficiaban del trabajo esclavista. Como sea, su producción de café y azúcar era esencial para la economía metropolitana. Pero la situación en el sector de la isla dominado por el poder francés en modo alguno era pacífica si se mira bien. Los “grandes blancos”, es decir, los plantadores y mercaderes más importantes pero también los oficiales del gobierno y el ejército real, gozaban de una mal disimulada hostilidad de los “pequeños blancos”, los mulatos propietarios y los negros libres. En una sociedad organizada en castas, también las capas más pobres se enfrentaban entre sí. El color de la piel era un principio de diferenciación y jerarquización social.
Lo que es cierto es que entre 1793 y 1794 la conjunción de las contrariedades del dominio colonial entonces marcado por la Revolución Francesa y la breve pero esencial hegemonía jacobina dio paso a la abolición de la esclavitud. En la colonia, el jacobino Léger Felicité Sonthonax toma esa medida en parte por convicción, en parte hostigado por la amenaza contrarrevolucionaria de los plantadores, tanto blancos franceses como mulatos. El año siguiente la Convención en París decretaría esa medida tornándola irrebatible al menos hasta que el dominio de Napoleón intentará luego retroceder en la situación.
Entre 1797 y 1798 el ex esclavizado François Dominique Toussaint L’Ouverture consolida su poder militar y el ascendiente sobre las diversas fuerzas rebeldes. La estrategia de la lucha guerrillera y la vehemencia de la resistencia ofrecida por los nuevos hombres libres que no están dispuestos a regresar a la esclavitud se prueba inexpugnable para diversos ejércitos coloniales.
Finalmente, conocemos las desventuras de la derrota y prisión de L’Ouverture en las mazmorras napoleónicas, pero también que bajo el comando de Jean-Jacques Dessalines en 1804 se proclama la independencia de Haití. Lo universal que así se fundó fue la emancipación de los esclavos y la edificación de un poder político radicalmente nuevo.
La noción de revolución, dijimos, introduce un conjunto de temas fundamentales para la reflexión sobre el bicentenario. Desde nuestra perspectiva el bicentenario actualiza el filo conceptual de la revolución como brújula de la historia en Nuestra América. Y esto no como impulso inmanente de un contenido del pensamiento (como un ideal o vector regulativo), sino como reverberación de las prácticas reales del activismo de los pueblos en la alianza de las promesas incumplidas de la democracia liberal-capitalista. Quizá no dispongamos de otro hilo conductor más adecuado para comprender el ya prolongado curso de la historia en nuestras regiones. Nuestra América nace, plural y diversa, en la estela de la revolución y en ella sigue. Pero más concretamente, ¿qué nos aporta la realidad haitiana del 1800?
En principio, una percepción de la novedad revolucionaria y su excepcionalidad. He aquí una anécdota que un historiador recreó imaginariamente de la entrevista de Dessalines con Francisco Miranda en 1806, en el que se contrastaba la búsqueda de un consenso liberal entre las élites y la violencia ejercida en una dicotomía amigo/enemigo (ver Thibaud, 2005).
Lo que aquí hallamos es una concepción de la singularidad revolucionaria haitiana y su divergencia con las tensiones que fructificaban hacia la conmoción del orden colonial hispanoamericano. Dessalines expresa en la crudeza de su experiencia agonística un lenguaje que precipita quince años de combates, plenos de avances y retrocesos, especulaciones y cambios de bando. Pero sobre todo, la necesidad de asumir que un objetivo revolucionario no puede ser realizado sin la introducción de una noción completamente inédita de los lazos sociales. Lo nuevo no podría ser edificado sobre las bases estructurales de la vieja sociedad. Si debe situarse en las realidades existentes, para triunfar tiene que aceptar la excepcionalidad del hecho revolucionario y, en consecuencia, la radicalidad de sus instrumentos.
Una importante perspectiva historiográfica desmiente hoy que las revoluciones independentistas expresaran la voluntad de corte del vínculo colonial y la construcción de un orden que nada debía al pasado. Según esta lectura, las revoluciones del 1800, cuyo bicentenario hoy nos convoca, son más bien el producto de reacomodamientos sociales y políticos al calor de unos imperios ibéricos en crisis irreparable. Sería la caída de la soberanía española con la cesión del poder por Fernando VII lo que impulsó una “retroversión de la soberanía” en cuya tracción se desencadenaron los sucesos de fracturas profundas. No se trataría, entonces, de la concreción de un plan preconcebido (tal como aparece claramente expuesto en una interpretación tradicional como la de Lynch, 1976) sino en la difícil constitución de una legitimidad moderna, basada en élites locales, tras el derrumbe del poder peninsular (Halperin Donghi, 1985). Lo revolucionario del período consistiría en la emergencia de la noción republicana de soberanía y la extensión del concepto de pueblo y ciudadanía. Esta lectura del período no es incompatible con la consideración de las tendencias económicas de mayor duración en las que insertar el cambio político e ideológico.
La revolución en Haití podría ser inscripta en esta trama del derrumbe, por ejemplo, del poder monárquico francés, de cuyas ruinas y consecuencias se derivaría la lucha múltiple y entrecruzada entre los propios franceses, y de éstos con los mulatos y los negros, de los negros esclavos contra los mulatos propietarios, en alianza con los franceses o a veces con los españoles, y las múltiples otras combinaciones y alteraciones propias de los convulsionados tiempos revolucionarios. Pero, en todo caso, se observaría la inexistencia de una clase social y una élite estratégica que concibieran de antemano una transformación radical.
No obstante, quisiéramos aquí recuperar un argumento del historiador haitiano Michel-Rolph Trouillot sobre la invisibilidad de la revolución haitiana para las concepciones eurocéntricas y racistas. Trouillot (1995) muestra la continuidad de las evaluaciones político-conceptuales que hermanan las ideas coloniales sobre los negros esclavizados y ciertas interpretaciones historiográficas posteriores. Mientras en Europa y en la propia sociedad colonialista-esclavista los esclavizados eran considerados menos que humanos, y por lo tanto incapaces de oponer una nueva manera de vivir colectivamente a la impuesta por los europeos, toda acción revolucionaria era inconcebible. La revolución era ininteligible para quienes negaban condición humana a los esclavizados. Si su condición de seres humanos era dudosa o controvertible, ¿cómo iban a concebirlos en tanto sujetos políticos? ¿Cómo podrían edificar una sociedad humana nueva, es decir, una sociedad revolucionaria, quienes carecen de la razón política? Pero esto no se limita a las expresiones de la misma época. También se reiteran en algunas ideas sobre el proceso histórico haitiano que subrayan la dimensión del furor y la venganza de los esclavos contra los blancos. Podemos afirmar que este es el inicio de un discurso de larga duración que vilipendia la revolución social deplorando su violencia, lubricante inmejorable hacia lo peor.
Sin embargo, la revolución en Saint Domingue fue la primera experiencia revolucionaria que expresó la reivindicación de la libertad individual como principio social universal. Las revoluciones norteamericana y francesa no avanzaban sobre las jerarquías y dominaciones reales. Así las cosas, ambas podían coexistir con la esclavitud. En contra de lo que señalaba Hegel en sus Lecciones de filosofía de la historia universal, respecto de que con la historia contemporánea, pensada como “germánica”, la libertad y la eticidad política alcanzaban un equilibrio racional, la realidad sociopolítica euroatlántica parecía obligar a componendas y prudencias cómplices con la dominación. En cambio, fue la revolución de los esclavizados en Haití lo que impulsó de manera incomparable la emancipación y su logro mayor, el fin de la esclavitud. Hoy, cuando se pone en duda que las revoluciones sean las “locomotoras de la historia”, la de Haití renueva la plausibilidad de que los cambios radicales son los facilitadores de avances en la libertad y la justicia. En el caso concreto que estamos analizando, las estrategias amortiguadas y prudentes se revelaron inclinadas al statu quo, a la conservación de lo existente.
Conclusiones: ¿de te fabula narratur?
Ante la presunta universalidad de las experiencias europeas, las ocurridas en otras zonas “periféricas” del planeta aparecen como particulares; serían formas desviadas o truncas de modelos presuntamente completos, ideales. Las regiones subordinadas al centro del mundo son comprendidas así como situadas en una “sala de espera de la historia” (Chakrabarty, 2007), es decir, ubicadas en una posición de transición. Están “subdesarrolladas”, no han logrado aún alcanzar a los países “avanzados”.
Desde cierto punto de vista, el caso de la revolución en Haití, considerada en el largo plazo parece confirmar esa mirada, con los hitos del duvallierismo y la opresión económica en el país.
La revolución de los esclavos no habría logrado vencer la injusticia, ni amortiguado la pobreza, ni tampoco neutralizado el despotismo. Los esclavos parecen haber querido lograr lo imposible. Al lanzarse a una revolución, a una praxis radical, impidieron el despliegue paciente de formaciones transicionales, hacia una sociedad liberal y moderada, que lograra constituir en el largo plazo los cimientos de un orden menos utópico pero más factible. Pero lo que la Francia napoleónica buscaba era reimponer la esclavitud, frente a lo cual los ahora libres de Haití estaban dispuestos a luchar hasta la muerte. En realidad, el caso haitiano revela los límites del universalismo francés.
Toussaint L’Ouverture insistió en el carácter “francés” de los principios de libertad que debían ser defendidos y que justificaban el derecho a la rebelión e independencia. Pero lo fundamental es que la independencia, cuando fue finalmente sancionada, tuvo que subrayar la traición de Francia a sus propios ideales. El artículo 3 de la Constitución de Haití dictada en 1801, antes de la independencia decía: “En este territorio no podrá haber esclavos. La servidumbre ha sido abolida para siempre. Todos los hombres nacen, viven y mueren libres y franceses”.
En cambio, cuando Dessalines proclama la independencia en 1804, la identificación con Francia cede paso al reproche. Los franceses eran entonces “los bárbaros” que habían ensangrentado el país. La libertad francesa era un “remedo de libertad”. Y hay buenas razones para justificar históricamente el reclamo haitiano, porque fueron quienes ganaron su libertad poniendo en peligro constante su vida los que condujeron los fueros de la liberación de manera más consistente. Por eso, desde una perspectiva emancipatoria, es más adecuado sostener hoy la “idea de 1804” (Nesbitt, 2005) que la “idea de 1789”, como quiere Jürgen Habermas, para dar cuenta de los desafíos de nuestra época hacia el porvenir y los símbolos de la historia que interesa vindicar. “1791-1804”, adquiere una visibilidad eminente en el clima político-conceptual del bicentenario. Califica y vigoriza otras fechas decisivas: 1810, con la ola de luchas independentistas, 1910 con la Revolución Mexicana, 1952 con la Revolución Boliviana, 1959 con la Revolución Cubana, y sin duda con una serie más extensa de acontecimientos menos “históricos” pero cuya recuperación meditada es una tarea primaria para la reconstrucción del proyecto de un mundo mejor.
Las filosofías progresivistas de la historia, incluso desde las izquierdas, podrían juzgar el legado de la Revolución Haitiana como una vía equivocada de liberación, o reducir su significación a una particularidad inesencial en comparación, por ejemplo, con la Revolución China. Pero ese juicio descansaría en una concepción discutible: la que olvida la rebelión y deseo de libertad por quienes jugaron su vida contra la ignominia y el látigo. Fue el compromiso existencial y colectivo con la práctica de la revolución lo que lacera la memoria del bicentenario y le infunde bríos de porvenir. Las promesas de la acción revolucionaria en Haití entre 1791 y 1804, que deben ser estudiadas en toda su complejidad y encuadradas en una historia general de Haití, constituyen una vertiente universal del futuro de la revolución en Nuestra América.
La Revolución Haitiana asumió el desafío de construir una sociedad liberada, en la que la igualdad fuera real, y no encubriera distinciones sociales, raciales o económicas. Adoptó temas de las revoluciones atlánticas, pero le imprimió una coherencia que éstas no tuvieron. Y si bien las circunstancias históricas de Haití difícilmente podrían ser extendidas a toda América, la interconexión entre distintos planos emancipatorios constituye una brújula para la imaginación revolucionaria del porvenir.
Los valores de la revolución liberadora son siempre más poderosos que los de la opresión, y su fuerza es incontenible. Es sabido que las contrarrevoluciones pueden triunfar, y que generaciones enteras pueden ser derrotadas. Pero una lucha legítima, como la de los negros esclavizados de Haití, victoriosos sobre varios ejércitos coloniales entrenados y bien pertrechados, no se olvida tras una lápida política e historiográfica. El mensaje persevera, renace y rompe la loza del olvido. Hoy recordamos a L’Ouverture, pero con él a muchos otros miles que combatieron a su lado y continuaron cuando él ya no estaba guiándolos. La memoria vence a la muerte. Los signos resurgen en las nuevas generaciones con sed de justicia, en un combate interminable, infinito. Porque el aliento de la emancipación nunca cesa mientras queda un hálito de vida, mientras una gota de sangre impulse el brazo que escapa de la cadena de los opresores, mientras asoma un pensamiento libre.
Bibliografía
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Silencing the Past. Power and the Production of History, Boston, Beacon Press.