21/11/2024
Por Udry Charles-André , ,
Los protagonistas de los actos terroristas del 11 de septiembre de 2001 utilizaron a sus víctimas –pasajeros y pilotos de aviones civiles– para perpetrar un asesinato masivo. Estas acciones no tienen justificación alguna. La masacre, sin ninguna reivindicación política, sólo mató miles de civiles: conserjes, emplead@s de oficina o ejecutivos...
Este asesinato indiscriminado de civiles no tiene nada que ver con las luchas emancipadoras de los asalariados y los millones de explotad@s y oprimid@s del mundo.
Para tener la más mínima posibilidad de éxito, estas luchas deben inscribirse en una perspectiva: la de un combate que fortalezca la confianza de las "masas" en sus capacidades, fuerzas e inteligencia. Los combates deben anticipar –con las limitaciones impuestas por los dominantes, por supuesto– la conducta para una gestión cooperativa y democrática de la sociedad, después de romper el chaleco de fuerza de la apropiación privatizada de la creatividad de los individuos y los diversos medios de producción de la riqueza social. De hecho, la usurpación privada de los recursos –con los golpes de la competencia desenfrenada y la ganancia– sólo puede hacerse con una total desconsideración hacia la mayoría de los seres humanos y su "medio ambiente vital" en el planeta. En este combate, es legítimo el derecho a la violencia colectiva contra los opresores (ya volveremos sobre esto).
Por el contrario, actos criminales como los del 11 de septiembre permiten a los Bush, Blair y compañía condenar en nombre de valores declarados universales a la "violencia", el "terrorismo" y a la acción directa de pueblos enteros frente a las opciones militares, económicas y políticas que afectan a millones de habitantes de la tierra. Tanto ayer como hoy, tales condenas al terrorismo se contradicen con sus propias acciones que masacran decenas de miles de civiles. ¡Y estos emprendimientos se justifican con los mismos valores universales de un Occidente imperial en "cruzada"!
El Alto Comisariado Para los Refugiados ha destacado que la simple interrupción de los programas de ayuda humanitaria a Afganistán, así como los desplazamientos de la población –en un país totalmente devastado durante décadas– provocarían la muerte de decenas de miles de civiles. [1]
Unidad nacional que divide a los explotados
Según palabras de Bertrand Badie, director del Ciclo Superior de Relaciones Internacionales de Ciencias Políticas (París), se trató de "actos contra la potencia". Sin embargo, los verdaderos instrumentos de la potencia –efectivamente simbolizados por las torres del World Trade Center y el Pentágono– se yerguen nuevamente, apenas disipado el humo y con los cadáveres insepultos.
La conjunción de las fuerzas del capital financiero y la industria armamentista, con sus instituciones estatal-militares –acompañadas por los altavoces mediáticos obedientes a las leyes de una información funcional "a un nuevo tipo de guerra secreta"– manifestarán sus fuerzas destructivas y antidemocráticas.
En este contexto, la confusión política de amplias capas de asalariad@s puede aumentar bajo los efectos del alineamiento de fuerzas llamadas "progresistas" con la política de "su Estado", la fiebre de unidad nacional y de la aceptación, también mayor, de "guerras imperiales" presentadas como acciones en defensa de la "civilización democrática".
Tal orientación, a su vez, reforzará la sensación de aislamiento de aquell@s que, en la periferia, luchan contra poderes kleptocráticos, partenaires de un imperialismo que actúa como usurero de los países endeudados, a los que se promete algún futuro si el pueblo trabajador paga una deuda que nunca contrajo. Semejante deriva, expresada en cualquier tipo de adhesión a "la nueva cruzada" –terminología cristiana que adorna el fundamentalismo de Bush–, alimentaría (aún más) iniciativas de lucha desesperadas e inadecuadas para combatir a los que dictan las reglas del criminal saqueo de riquezas y para tejer lazos de solidaridad activa fundados en una común comprensión de las dimensiones sistémicas de la explotación y la opresión a escala mundial.
La unidad nacional en nombre de la "lucha contra el terrorismo", la adhesión a la política guerrerista, discriminatoria y racista de los estados y las clases dominantes, sólo conduce a la fórmula enunciada por Marx: "Un pueblo que oprime a otro no es un pueblo libre".
El movimiento social más avanzado, presente a escala planetaria en una cantidad limitada de países, será colocado a la defensiva al menos durante un tiempo: cobrarán importancia denunciar la guerra, la política de seguridad, los ataques a los derechos democráticos y el aumento de la xenofobia. Justamente en el momento en que se esbozaban elementos, todavía imprecisos, de una reflexión sobre las "alternativas" a la mundialización capitalista.
En cuanto a las ridículas y escandalosas afirmaciones de que el 11 de septiembre "se le dio un buen golpe a Los Estados Unidos", más allá de su puerilismo notable, quedarán rápidamente aclaradas por la consolidación de involuciones políticas reaccionarias que operan, desde hace algunas décadas, en varios lugares del mundo. La invocación de la lucha "contra el imperio americano" no debe ocultar las convergencias de hecho que van desde la extrema derecha a los integrismos religiosos.
Ante este panorama, es preciso comprender. Pero debe admitirse que es difícil identificar las dinámicas políticas, ideológicas, sociales y militares a mediano plazo, especialmente si se considera la dificultad inherente de intentar un análisis general desde los países del Centro (o de los centros: Europa, Los Estados Unidos, Japón).
¿Quién declara al culpable?
Desde el primer día se señaló al instigador de los actos terroristas: el integrista islámico –y "millonario"– Osama Ben Laden. La hipótesis tiene amplia aceptación. No se trata aquí de discutir su veracidad. Del sombrero de Washington podría surgir algún culpable adicional para facilitar la "respuesta". La cuestión es: ¿por qué este señalamiento fue presentado como algo tan evidente por los portavoces estatales y sus altavoces mediáticos? La razón no tiene nada que ver con las "informaciones" recogidas con sorprendente velocidad entre "cómplices" que estaban sin problemas en Los Estados Unidos, y nos la da un artículo publicado en Le Monde el 8 de septiembre: "El mundo árabe atravesado por un antinorteamericanismo virulento". Las elites de Washington lo sabían y lo confiesan mostrando con el índice al culpable. Mouna Chaim, en su escrito, cita las reacciones de altos funcionarios egipcios, sauditas, sirios y de la Liga Árabe constando que "Israel utiliza armas norteamericanas para aterrorizar a los palestinos", para los "asesinatos indicados". Cosa que el vicepresidente estadounidense, Dick Cheney, justificó.
Tuvo igual resultado una encuesta realizada por el Wall Street Journal (14 de septiembre de 2001) entre hombres de negocios del Medio Oriente. Éstos consideran que la política estadounidense es uno de los elementos que obstaculizan la estabilidad que sus negocios necesitan. Aflora el sentimiento de ser tratados con racismo. En definitiva, esta "gente rica" dice: como partenaires junior de los Estados Unidos a nosotros no se nos tiene en cuenta, pero seremos los que mañana sufriremos las consecuencias.
El personal político de estos regímenes autoritarios, dictatoriales y corrompidos, así como los hombres de negocio, hablan este lenguaje por una razón muy simple. Desconfían de la efervescencia en el seno de gran parte de la población. Ésta vive, a través de la tragedia palestina, una humillación y un malestar imposibles de expresar (por ahora) directamente en el plano sociopolítico en sus propios países. Ahora, los Estados Unidos exigirán a las clases dominantes locales nuevas pruebas de "fidelidad" para colocarles la etiqueta de "moderados" siempre que mantengan el orden interno, como saben hacerlo.
Efectivamente, en el seno de diversas fracciones de la población, y no sólo de las pauperizadas, puede existir empatía por los "atentados suicidas" de militantes palestinos. Estas acciones de ninguna manera pueden asimilarse con los actos terroristas del 11 de septiembre. La empatía surge, seguramente, de una inclinación cercana a lo que el sociólogo iraní Farhad Khosrokhavar traduce en estos términos: el acto kamikaze es "el rechazo de la situación colonial transcripto en una lógica religiosa (…) para el kamikaze es la única manera de invertir la situación, de rechazar la superioridad" de la potencia colonial, Israel. [2]
El rechazo en el plano político de estas acciones "suicidas" –por ser contraproducentes, como explicara Edwar Said, intelectual palestino que desde un primer momento expresó sus reparos a los acuerdos de Oslo y a la forma en que Arafat dejaba en manos del gobierno norteamericano la suerte de los palestinos–, no debe evitarnos un esfuerzo para entender. Lo que exige también negarnos a poner en un mismo plano estas "soluciones martiristas" –contra la fría represión cotidiana planificada por las autoridades sionistas– con las acciones criminales del ejército israelí.
Al igual que en todos los conflictos coloniales, los "observadores" presentan como simétricas –diciendo que "se responden"– la "violencia de ambas partes". Pero no hay que confundir, como es moda, el terrorismo de Estado con las múltiples formas de autodefensa de una población oprimida. ¿Acaso no fueron legitimadas estas formas de lucha contra la ocupación nazi, en Europa Occidental, o en Budapest en 1956 contra el terror estalinista?
Primero el imperialismo, y después también
Volvamos otra vez a la inmediata elección del "sospechoso Nº 1" de los atentados. Osama Ben Laden, sinónimo de "terrorismo internacional", sirve como señal para un reagrupamiento eficaz tras una empresa militar, policial, política e ideológica, cuyos contornos aún no pueden distinguirse en su totalidad.
Por el contrario, los rebotes de la política de los círculos dominantes y del gobierno de Los Estados Unidos en los países del Cercano y Mediano Oriente y del Asia Meridional eran mucho más previsibles. Los debates que se extendieron hasta comienzos de 2000 en torno a los informes de la comisión sobre la "Seguridad Nacional en el siglo XXI" (Comisión de los senadores W.B. Rudman y G. Hart) indicaron a veces a los posibles rebotes de la política norteamericana. Diversas obras anunciaban por lo demás con bastante precisión lo ocurrido el 11 de septiembre. Por ejemplo, Nicholas Guyat escribió: "La incapacidad –o negativa– norteamericana para desarrollar un compromiso político (en vez de incursiones militares contra civiles) frente a poblaciones descontentas finalmente alentará a que una pequeña minoría exprese sus quejas de manera terrorífica: atacando intereses norteamericanos y alcanzando incluso las ciudades de Los Estados Unidos". [3]
En la misma cuerda, son muchos los autores norteamericanos liberales (no de extrema izquierda), que subrayan las contradicciones entre las iniciativas cínicas de los gobiernos norteamericanos y sus discursos sobre la "libertad", el "respeto a la vida" y los "valores democráticos". En todo caso, el "Terrorismo de Estado" de los países centrales –que marcó los siglos XIX y XX– hunde sus raíces en el sistema socioeconómico. Es preciso entonces considerar esta política norteamericana, así como la de los países europeos y Japón, en el marco de su proyección imperialista, que puede necesitar de estados asociados, como Israel o Turquía.
Frecuentemente, el término imperialismo cede lugar al término ambiguo de "mundialización". Pero, en el fondo, lo que se perpetúa desde hace un siglo es esta forma específica de dominación del capitalismo central, más allá de los cambios: la concentración de la producción y el capital bajo la batuta de sociedades gigantes –donde dominan las corporaciones norteamericanas– que se reparten los mercados de un mundo en el que se rediseñan, brutalmente, los "cotos reservados"; la preponderancia de una oligarquía financiera que impone una extracción sobre la riqueza producida por los asalariad@s del planeta y que organiza la aspiración de los capitales hacia Wall Street; la exportación de capitales (inversiones directas externas) que dicta una nueva división internacional del trabajo; instituciones internacionales (FMI, OMC, OCDE...) que crean el marco más eficaz para el despliegue concentrado del capital, el que tiene necesidad de fuerzas militares (NATO) y una industria armamentista, soporte decisivo para su valorización y las batallas competitivas.
La política exterior de los círculos dominantes norteamericanos es indisociable de esta caracterización de la economía y su predominio –también como plaza financiera– en la economía capitalista internacional.
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El tono patriótico y las referencias religiosas –¡Dios bendiciendo al Dow Jones!– que presidieron la reapertura del mercado financiero en Wall Street, como símbolo "de la vitalidad y la fuerza de los Estados Unidos", ilustran cuáles son las más hondas preocupaciones de ésta y las demás potencias imperialistas. Políticos y capitalistas neoyorquinos, reunidos en torno al altar, ayudados por algunos socorristas convocados para tañer la campana de apertura de la "histórica" sesión del lunes 17 de septiembre, proclamaban el rol central que para la economía mundial tenía el recomienzo de la Bolsa sin crack. Las imágenes de bomberos y socorristas, codo a codo con los patrones de Wall Street, debían cimentar la "unidad nacional". Porque simultáneamente resonaban las señales de miles de despidos y la detonación del lanzamiento de un programa reforzado de gastos armamentistas, cuyo sentido se corresponde con esta fase de mundialización armada.
Este proyecto ya había sido anunciado días antes del 11 de septiembre. Cuando, para justificar su política presupuestaria, Bush había declarado proféticamente: "Yo lo he dicho en varias oportunidades, el único momento en que se puede tocar el dinero de la Seguridad Social es en tiempos de guerra, en tiempos de recesión, en tiempos de situaciones urgentes. Es lo que yo pienso. Es lo que pienso". [4]
De hecho, la recesión está en marcha. La encuesta de la Universidad de Michigan publicada el 10 de septiembre mostraba una dramática caída del consumo privado, bajo los golpes de un insostenible aumento del endeudamiento de los hogares y el aumento de la desocupación, con un estallido de la burbuja inmobiliaria en el horizonte. La caída de la Bolsa pesaba ya en los gastos de una franja de los jubilados.
(...)
La respuesta al ataque del 11 de septiembre da un particular perfil a la gestión de la crisis económica y financiera que despunta en el horizonte. Cada recesión es la ocasión de reformular la política imperialista apuntando a la remodelación de las relaciones de fuerza y zonas de influencia.
Cuando el centro debe redefinir la circunferencia
Con este trasfondo presente, es un poco más sencillo buscar puntos de referencia para orientarse en la actual situación. Estamos en un contexto donde se entremezclan, por una parte, las diversas "secuelas" de la Guerra del Golfo, la política colonial del Estado sionista frente al pueblo palestino, la inestable situación de países devastados económica y militarmente (Irak) y, por otro lado, el rebote de las opciones político-militares adoptadas por Norteamérica a fines de los años setenta y comienzo de los ochenta, para contrarrestar la sangrienta aventura de la burocracia soviética en Afganistán. Y todo esto en una inmensa región, donde los planes dibujados en el papel coinciden, incluso a corto plazo, con grandes fuerzas centrífugas.
El sangriento atentado del 11 de septiembre se cometió en el corazón de los Estados Unidos, en Nueva York y Washington. Sin embargo, la localización oficial de quienes los encargaron está en los márgenes geográficos de los intereses estratégicos norteamericanos. En una región donde las convulsiones de las últimas décadas dieron lugar a sistemas de alianza y a manipulaciones cuyos rebotes no podían ser totalmente previstos por la Casa Blanca, el Pentágono y sus expertos.
Todo esto no deja de complicar la actual preparación de la respuesta de los círculos gubernamentales norteamericanos. Tanto más que el conjunto de las políticas de ajuste estructural, de recolonización de la periferia (privatizaciones, inversiones que casi gozan de extraterritorialidad, etc.), de debilitamiento de las estructuras estatales, multiplican crisis inesperadas y difíciles de controlar, lo que atemoriza a los inversores. La potencia americana es dominante, como pocas veces en la historia, pero el desorden planetario asume proporciones desconocidas.
En la región del Golfo, las opciones eran y son claras: el control de las reservas estratégicas de petróleo "pertenece" a los Estados Unidos. Su alianza, a largo plazo, con Israel, se consolida en primer lugar alrededor del "mantenimiento del libre acceso al subsuelo".
Entre 1980 y 1988, Estados Unidos –con la ayuda financiera de Kuwait y de Francia (venta de armas)– mantuvo la guerra de Irak del dictador Sadam Hussein contra el Irán de Khomeyni. Evitar la desestabilización de los emiratos petroleros por la "revolución khomeynista" y desangrar dos países claves de la región satisfacía la moral petrolera de las elites dirigentes norteamericanas. En 1990, cuando Sadam Hussein aumenta sus pretensiones sobre las reservas petrolíferas en la frontera con Kuwait, exige una reducción de su deuda con los antiguos financistas kuwaitíes y finalmente invade Kuwait, la respuesta norteamericana –inglesa, francesa– fue de una amplitud sin precedentes (y financiada en gran medida por los estados petroleros). Del 15 de enero al 28 de febrero de 1991 fueron bombardeados Bagdad y el resto de Irak. Una foto recorrió la portada de los diarios en el mundo árabe: un misil sobre el cual un soldado norteamericano pinta "Feliz Ramadán". Es el triunfo de la "civilización".
Se destruye la infraestructura de Irak. Sadam se mantiene. El 16 de marzo de 1991, el New York Times escribe: "El presidente Bush (padre) decidió dejar que Sadam Hussein aplaste la revuelta en su país sin intervenir militarmente, para no arriesgarse al resquebrajamiento de Irak (su unidad geográfica), según declaraciones oficiales e informes privados". En mayo de 1991, un equipo médico de Harvard informa que en el curso de los cuatro primeros meses de ese año han muerto 50.000 niños más que en el mismo período del año anterior. Desde entonces, distintas agencias de la ONU –entre ellas la OMS y la Unicef– contabilizan las muertes relacionadas con el embargo en centenares de miles. Un sistema de control financiero sobre los haberes iraquíes implica poner bajo tutela las reservas petrolíferas y los recursos a ellas ligados por un tiempo indeterminado. Este pillaje extremo deja a la clique gobernante en su puesto. Los bombardeos continúan, casi diariamente.
A grandes rasgos, esta es una demostración flagrante a los ojos del mundo árabe: para los dominantes de los Estados Unidos y sus aliados la vida y la muerte de los seres humanos no tienen el mismo peso "en el centro" que en la "periferia".
Además de estrangular a la población iraquí, la posguerra del Golfo desembocará en los previsibles fracasos en serie de las negociaciones sobre la "cuestión palestina": Madrid (1991), acuerdos de Oslo (1993), de Taba (Oslo II en 1995), de Wye Plantation River (1998), etcétera.
La segunda Intifada, a partir de septiembre de 2000, traduce la rebelión y frustración de un pueblo. Pueblo que habiendo sido supuestamente liberado de una ocupación, es colonizado más estrechamente; es arrojado en un pauperismo ilimitado; sus niños arrojan piedras y son muertos... Los "asesinatos preventivos" pasan a ser una política para Sharon.
Pero Israel y Palestina están en la articulación del "mundo árabe-musulman" con los países imperialistas. Esta guerra colonial tiene reverberaciones a muy grande escala geográfica. Absorbe y devuelve tanto los destellos de los antagonismos internacionales como los de los conflictos internos en muchos países.
Además, contrariando todos los compromisos asumidos por la administración Bush antes de la Guerra del Golfo, las tropas norteamericanas siguieron instaladas en Arabia Saudita, la tierra donde están "los santos lugares": La Meca y Medina. Arabia Saudita es el baluarte del wahabismo, una rigurosa corriente del Islam. Acá sólo destacaremos tres elementos indisociables.
Primero, la corriente wahabista fue movilizada por los Estados Unidos para responder a Nasser y cubrir un vacío a partir de la crisis del nasserismo (1967), de un nacionalismo que había polarizado a gran parte del mundo árabe. Su declinación es acompañada por los sobresaltos de la izquierda estalinista que había aceptado todos los compromisos, generalmente a pesar de ser reprimida por los poderes nacionalistas.
Segundo, desde finales de los años setenta se desarrollan –paralelamente a la revolución iraní– corrientes islamistas radicales. Tienen bases incluso en Arabia Saudita. En 1979, fuerzas policiales francesas intervinieron para liberar La Meca, que había caído en manos de corrientes radicales.
Tercero, la sociedad de Arabia Saudita es un humus para las corrientes islamistas radicales que pueden utilizar las infraestructuras financiadas por el régimen saudita en muchos países, y esto con el consentimiento de los Estados Unidos. Pero son estas corrientes las que atacarán en 1996 a las tropas norteamericanas, atacando los departamentos ocupados por los soldados en la Khobar Towers.
Desde comienzo de los ochenta, los Estados Unidos y Arabia Saudita apoyarán a las corrientes islamistas comprometidas en la lucha contra la ocupación soviética en Afganistán. Los integrantes de estas corrientes son los que se volverán en contra de las instituciones y fuerzas militares norteamericanas que son, ahora, las que "ocupan los santos lugares".
Las operaciones en Afganistán requieren la movilización de fuerzas en Paquistán. Bajo el reinado del dictador General Zia-ul-Haq (1977-1989), la CIA entrenó a los servicios secretos pakistaníes (ISI: Inter-Servicios de Inteligencia). Anteriormente, estos agentes habían seguido la escuela inglesa. Pakistán integraba el acuerdo de ayuda militar "mutua" llamado Cento (Central Treaty Organization). Colaboraban con Irán, Irak y Turquía. Después de la "defección" de Irak y luego de Irán, Pakistán –y Turquía– representaba una importante pieza del dispositivo norteamericano ante la URSS. Para los dirigentes paquistaníes, por cierto, el principal interés de la alianza residía en el apoyo que lograban contra la India.
Durante el régimen de Zia, los lazos entre el ISI y los fundamentalistas afganos –sobre todo los ligados al partido de Gulbudin Hikmatya– se fortalecieron. El ISI, dirigido por el General Akthar Abdur Rahman, tuvo un rol central. Los talibanes sólo pudieron tomar y conservar el poder en Afganistán gracias a al apoyo de los "militares voluntarios" de Paquistán. Estas operaciones estaban financiadas, entre otros, por Arabia Saudita, y tenían el respaldo de los Estados Unidos. Pero no tenían una dimensión puramente militar. Bajo la dictadura de Zia, y posteriormente, florecieron una multitud de escuelas coránicas –madrasahs–. Así se conformaron las fuerzas militantes e ideologizadas de las que los talibanes son una de las expresiones más visibles. Ben Laden, integrado de hecho a estas grandes maniobras, recogerá en los años noventa las pequeñas fracciones muy radicales de fuerzas islamistas en retroceso en el plano socioeconómico en muchos países.
Ahora, Bush y sus aliados presentan "su guerra" como la defensa de la civilización contra un terrorismo islámico surgido de la nada. Mejor dicho, surgido "naturalmente" del Islam. Para aceptar este discurso sin pestañear, es preciso adoptar la fórmula del consejero en política internacional de Tony Blair, Robert Cooper, que escribió: "Debemos acostumbrarnos a la idea de dos medidas". Dicho de otra manera, el cinismo consiste en "castigar" los crímenes del enemigo del momento y saludar (abiertamente o en silencio) los crímenes del amigo de turno. Éste es el secreto de toda la historia diplomática del imperialismo.
Artículo enviado especialmente por el autor para su publicación en Herramienta. La traducción y revisión de la edición fue realizada por Aldo A. Romero.
[1] Oportunamente, el gran historiador Raul Hilberg ha recordado la hipocresía institucional característica de los dominantes: "La masacre de los Tutsis [500.000 muertos] es escandalosa, si constatamos la inacción de Norteamérica, Europa y especialmente de Bélgica. Este genocidio se produjo durante la administración Clinton, el mismo presidente que unos años antes había inaugurado el Museo del Holocausto en Washington, que pretendió no saber nada". Liberation, 15-16 septiembre de 2001.
[2] Le Monde, 8 de septiembre de 2001.
[3] Nicholas Guyatt, Another American Century. The United States and the World Affairs. Londres-New York, Zed Books, 2000, pág. 152-156.
[4] US Newswire, 6 de septiembre de 2001.