Resumen
En este trabajo proponemos algunas claves para comprender los modos en los que las luchas socioambientales en México están enfrentando y obstaculizando el despojo de los bienes comunes materiales e inmateriales como parte de la fase de acumulación capitalista actual, al mismo tiempo que están habilitando un nuevo terreno y espacio de emancipación en el que se construyen y reafirman subjetividades y lenguajes de valoración más allá del Estado y del capitalismo.
Ante la emergencia de numerosos conflictos ambientales y la crisis ecológica que el mundo vivo humano y no humano enfrenta en la actualidad, nos interesa proponer algunas claves para comprender los modos en los que las luchas socio-ambientales en México están enfrentando los efectos de la llamada “acumulación por desposesión”, al mismo tiempo que construyen y reafirman modos de relación y lenguajes de valoración anticapitalistas. Es de resaltar que la emergencia de este nuevo ciclo de lucha contra el despojo de los bienes colectivos y la mercantilización de la vida está representando un obstáculo para la reproducción del capital.
Aunque en toda la historia de la humanidad han surgido diferentes respuestas sociales para enfrentar la desposesión de los bienes colectivos, a partir de los últimos diez años en todos los rincones del planeta se han multiplicado las formas de resistencia a la extracción, utilización y explotación de bienes o contra sus efectos depredadores, contaminantes y de desecho. Es probable que no exageremos cuando planteamos que estos movimientos pueden ser tan importantes como lo fue el movimiento obrero en el siglo XIX, y para muestra un botón.
En Nigeria el Movimiento por la Emancipación del Delta del Níger en confrontación con las empresas extractivas de petróleo han logrado, a pesar de una feroz represión, que la producción diaria baje de 2 millones y medio de barriles a menos de 1 millón y medio
[i]. En México, el Frente de Pueblos en Defensa de la Tierra detuvo en Atenco un proyecto aeroportuario que lo despojaría de sus tierras colectivas y hasta el momento de escribir estas líneas el Consejo de Ejidos y Comunidades Opositores a la Presa La Parota ha obstruido un megaproyecto hidroeléctrico que los desplazaría del río Papagayo y de sus tierras, en el Municipio de Acapulco, Guerrero. Cada uno de estos proyectos de inversión rebasaría los 1.000 millones de dólares.
[ii]
Estos tres ejemplos, entre muchos otros, nos llevan a reflexionar sobre las enormes luchas que se están librando, la necesidad de su comprensión, análisis y visibilidad como actores decisivos dentro de la crisis sistémica y civilizatoria, para imaginar y construir posibles alternativas.
La acumulación por desposesión: un proceso histórico e inherente del capitalismo
Desde sus inicios en el siglo XVI, el modo de dominación capitalista se ha reproducido a través de un proceso constante de acumulación. Este proceso se inició con la acumulación originaria o primitiva, llamada así por Marx por configurar la prehistoria del capitalismo y su modo de producción, impulsando la escisión entre productores y medios de producción. Lo anterior implicó la separación súbita y violenta de grandes masas humanas de sus medios de subsistencia de producción arrojándolas, en calidad de proletarios totalmente libres, al mercado de trabajo (Marx 1867: 893).
En palabras de Karl Polanyi, este proceso de “gran transformación” implicó que “la tierra y el trabajo quedaran súbitamente separados, mientras que tradicionalmente el trabajo formaba parte de la vida, la tierra formaba parte de la naturaleza, vida y naturaleza formaban un todo articulado”. Separar a la tierra de los hombres y organizar a la sociedad para satisfacer las necesidades de un mercado de tierras fue una parte vital del concepto utópico de la economía de mercado (Polanyi s/d: 178).
[iii]
Uno de los efectos más importantes de esta separación fue que la naturaleza, vinculada por todas partes con la vida de la sociedad, fuera transformada apenas en tierra, con lo cual se desarticularon equilibrios sociales constituidos antiguamente, que otorgaban sentido a la vida y que eran el fundamento de los imaginarios sociales (Alimonda 2009:15).
Es así como la dominación capitalista a lo largo de la historia ha venido operando sobre ciertos fundamentos en los que la naturaleza se convirtió en objeto de dominio de las ciencias y en materia prima del proceso productivo, desconociéndose así el orden complejo y la organización ecosistémica de la naturaleza. En este proceso la naturaleza se fue desnaturalizando, para hacer de ella un recurso, una mercancía para insertarla en el flujo unidimensional del valor y la productividad económica para beneficio del hombre (Leff 2006: 25). La separación sujeto-objeto tuvo como consecuencia que el paradigma antropocéntrico se instalara como uno de los fundamentos del desarrollo y el progreso de la humanidad.
En el marco de esta racionalidad contra natura, la última fase de acumulación capitalista desplegada a partir de la crisis de sobreacumulación de los setenta ha estado conformada de manera predominante por encima de la reproducción ampliada, por una estrategia basada en la destrucción, robo, violencia, saqueo y despojo de los bienes colectivos y recursos naturales. Para diversos autores
[iv], entre los que se encuentra David Harvey, la forma de acumulación actual está conformada por la mayor parte de los rasgos que se presentaron en la “acumulación originaria”, entendida no como la etapa que dio origen al capitalismo, sino como un proceso continuo y permanente en la geografía histórica del capitalismo. Algunos de estos rasgos son:
“la mercantilización y privatización de la tierra y la expulsión por fuerza de las poblaciones campesinas; la conversión de varios tipos de derechos de propiedad (comunal, colectiva, estatal, etc.) en derechos de propiedad privada exclusivos; la supresión del acceso a bienes comunales; la mercantilización de la fuerza de trabajo y la supresión de formas alternativas (indígenas) de producción y consumo; los procesos coloniales, neocoloniales e imperiales de apropiación de bienes (incluidos los recursos naturales)” (Harvey 2003: 116-117).
Durante los últimos treinta años, la acumulación por desposesión se ha materializado en las políticas neoliberales y en una estrategia de “cercamiento de los bienes comunes” (Harvey 2003: 115). La expresión más visible y condensada de esto ha sido la oleada de privatizaciones de bienes y servicios públicos producida en las dos últimas décadas en todo el planeta; la mercantilización del agua y tierras; el desarrollo de medios de comunicación y transporte (puertos, aeropuertos, carreteras, túneles, ferrocarriles, compañías de aviación); el desarrollo de telecomunicaciones (telefonía digital y sistemas satelitales); banca y servicios financieros; petróleo y petroquímica; complejos siderúrgicos y la privatización de sistema de seguridad social, fondos de pensión y retiro de los trabajadores (Gilly y Roux 2009: 31).
Este cercamiento y privatización ha estado acompañado de la implementación de un modelo de desarrollo, basado en el paradigma extractivo, donde destaca la minería a cielo abierto, la instalación de confinamientos y basureros nucleares, corredores eólicos, presas o hidroeléctricas, los monocultivos, la producción de biocombustibles, proyectos inmobiliarios, de desarrollo, expansión urbana y de servicios.
Así, el despojo de pueblos y comunidades y la lógica productiva de crecimiento incesante se presentan como rasgos inherentes al sistema de acumulación capitalista, trayendo como consecuencia la contaminación del agua, del suelo, del aire, la emanación de gases tóxicos, con su secuela de calentamiento global, el agotamiento de los recursos no renovables, como es el caso de la crisis energética por el agotamiento de los hidrocarburos, la crisis alimentaria y su relación con la producción de agrocombustibles, la crisis del agua, y las enfermedades y muertes evitables en toda clase de seres vivos.
Para muchas voces de la academia y el campo popular, este diagnóstico ha colocado en el centro de la mesa la necesidad de transformar la racionalidad productiva, a través de la cual se ha destruido atrozmente la base de los bienes necesarios para la sustentación de la vida. Todas estas voces han anunciado y advertido que si no se producen cambios estructurales en los modos de producción de la vida en el capitalismo, la vida humana y no humana corre el peligro de perecer en su propia reproducción.
Contradicción capital-trabajo y capital-naturaleza
Los mecanismos de acumulación a partir de la expoliación y de la externalización de costos, especialmente a partir de la degradación de la tierra, el territorio y los recursos naturales son parte indisociable del funcionamiento capitalista y no sólo efectos colaterales incontrolados o externalidades. Rosa de Luxemburgo afirma que la acumulación capitalista tendría un carácter dual: “el otro aspecto de la acumulación de capital se da entre el capital y las formas de producción no capitalistas (…) aparecen aquí, sin disimulo, la violencia, el engaño, el pillaje”
[v]. El despojo violento de bienes estratégicos sería el otro motor de la esencia de la acumulación debido a la incesante necesidad de externalizar tres costos ocultos que los productores no necesariamente realizan: la eliminación de residuos (especialmente los tóxicos), la renovación de materia prima (esencialmente los bienes naturales) y los costos de infraestructura. (Wallerstein 2005: 111). Es decir, las formas violentas de expoliación capitalista sobre la naturaleza significan una necesidad estructural para externalizar los costos de la producción industrial y mantener el crecimiento infinito sin importar sus efectos sociales y ambientales. Esta lógica es inherente al capitalismo, pero se hace cada vez más evidente en el momento en que el sistema de mercado ha invadido por completo el orbe.
El agotamiento gradual de espacios libres de residuos, la disputa geopolítica por recursos estratégicos no renovables cada vez más escasos, así como la intensificación de inversiones en el sector inmobiliario, ligado directamente a necesidades de infraestructura y comunicación para el flujo de capitales, mercancías e inversiones, está haciendo evidente el escalamiento de la conflictividad con poblaciones, comunidades y movimientos locales afectados por las necesidades incontenibles de crecimiento. Pero aún más, el enfrentamiento se polariza con los sujetos sociales que conservan, aunque sea parcialmente, identidades y formas productivas que no están basadas en la máxima ganancia debido a que “el capitalismo tiene una tendencia histórica a destruir y absorber los modos de producción no capitalistas (…) los usa para crear nuevo espacio para la acumulación de capital” (Harvey 2001: 270) ya que el imperativo de acumular, implica, en consecuencia, el imperativo de superar obstáculos espaciales.
Vemos que el crecimiento, aceleración y expansión de la acumulación requiere vencer al espacio mediante el tiempo, permitiendo que los flujos de mercancías y capitales accedan a cada vez más territorios, cada vez más rápido. Esta lógica infinita, sin embargo, choca directamente con territorios y recursos ambientales finitos por un lado, y con culturas, comunidades y colectividades situadas en los lugares de extracción, producción o desecho que se defienden de los efectos de dicha lógica.
Es así que vemos que del carácter inherente del capitalismo, esto es, de su naturaleza autodestructiva y del complejo metabolismo de las sociedades capitalistas, se originan por lo menos dos grandes contradicciones: una de ellas es la tensión entre los ciclos de reproducción del capital vs. los ciclos de reproducción de la vida. Tal y como lo plantea Jorge Veraza: “Los ciclos de reproducción de la naturaleza no son tan rápidos como el ciclo de rotación del capital (…) estas diferencias suscitan necesariamente una contradicción entre el dominio del capital industrial y los ciclos biológicos del planeta”.
Otra contradicción se produce entre la lógica productiva que mercantiliza y cosifica la vida, como una materia prima, un bien de consumo; y por otro lado, los lenguajes de valoración de los pueblos que conciben a la tierra y a la naturaleza como su madre, como un bien inconmensurable, que no tiene precio. La disputa de las luchas socioambientales se concentra en sacar los bienes comunes de la esfera económica y su valorización.
Estas dos visiones son antagónicas entre sí: “Desde la perspectiva de los poderosos, el cercamiento a los espacios comunales trae progreso, desarrollo y crecimiento. Desde la perspectiva del pueblo llano, los cercamientos acarrean más pobreza e impotencia, hasta el punto de convertir en prescindibles a muchas personas” (Shiva, 2006: 70). Para los poderosos, esto es desarrollo; para los pueblos, es muerte y aniquilamiento.
En el marco de la mundialización financiera y de los mercados globales, sin embargo, la necesidad de expoliación de los bienes naturales se acelera, ya que la capacidad competitiva de los complejos y conglomerados multinacionales no sólo dependen de fuerza de trabajo barata o materias primas a precios favorables sino de “un complejísimo sistema de condiciones marco (…) se trata de sistemas de provisión de energía y transportes, infraestructuras sociales y administrativas, fuerza de trabajo especialmente calificada, además de las correspondientes condiciones habitacionales y de vida acordes (…)” (Hirsch 2001:143). Ello explica la enorme presión sobre los bienes y territorios no sólo por su cualidad dotadora de materias primas, sino por la necesidad de crecimiento de las condiciones estructurales para la acumulación global.
Es así como los efectos de la sociedad industrial y las bases de la modernidad capitalista han detonado en los últimos años en todo el planeta una crisis sin precedentes en diferentes ámbitos de la vida, incluyendo el ambiental. Frente a los aparentes límites absolutos del sistema de poder y dinero del capitalismo, el actual desastre ecológico es leído por muchos como síntoma de una profunda crisis civilizatoria y de un modelo de control tecnológico basado en la máxima ganancia a costa del dominio, desarticulación y desprecio de los procesos agrícolas tradicionales, de las estrategias productivas de los pueblos originarios y del patrimonio de los bienes comunes y culturales.
México: camino de resistencias y alternativas frente a la desposesión
En toda la historia de la humanidad, a lo largo y ancho del planeta han surgido diferentes respuestas sociales para enfrentar la desposesión, el despojo de bienes colectivos y la mercantilización de la vida. No obstante, a partir de los últimos diez años es notoria la emergencia de un nuevo ciclo de luchas socioambientales en América Latina, lo cual en buena parte se debe al complejo metabolismo de las sociedades capitalistas y su crecimiento de flujos de energía, materiales y salida de residuos (Martínez Allier, 2009: 2).
Estos movimientos han surgido como resistencias y protestas de afectados ambientales, que muy pronto han traducido sus demandas en una lucha por el control colectivo de los recursos, por el derecho a la autodeterminación de sus propias condiciones de existencia, por el bloqueo de las formas depredadoras y contra el despojo de tierras, agua, bosques, biodiversidad, saberes ambientales tradicionales, y otros bienes comunes. México se encuentra también dentro de esta tendencia.
Con el auge e implementación de las políticas neoliberales se ha venido produciendo una reconfiguración del andamiaje normativo e institucional para facilitar la desposesión. Uno de los rubros más importantes de esta transformación ha sido el desmantelamiento del campo. El entramado de unidades productivas campesinas enfrenta en la actualidad la peor de las crisis. La alta migración de la población rural hacia las ciudades y hacia los Estados Unidos, la dependencia alimentaria, la destrucción de las culturas y tejidos comunitarios, el despojo de tierras a partir de la cesión de derechos a particulares, y en general la pulverización de la producción agrícola campesina a nivel nacional, son algunos de los componentes de esta crisis (Hernández/ Navarro: 2010).
El reordenamiento que el campo ha sufrido en buena medida ha sido provocado por la creación de marcos legales como la firma del Tratado de Libre Comercio, y en particular lo señalado en el capítulo agropecuario, que estipula la reducción o eliminación de los aranceles en todos los productos agropecuarios con excepción del maíz, el frijol y la leche, a los cuales se les dio un plazo de 15 años para eliminar a cero su arancel; así como la modificación al artículo 27 constitucional, con lo que se “permitió rentar y vender las tierras ejidales, se autorizó la inversión de sociedades mercantiles en terrenos rústicos y, lo más importante, se canceló el reparto de tierras” (Rubio, 2009: 5).
Estas modificaciones legales y la política estatal en el tema agropecuario, las cuales básicamente se han fundamentado en su abandono y en desestimular su producción nacional, han generado las condiciones para el dominio de las grandes transnacionales agroalimentarias, así como la exclusión masiva de los pequeños productores rurales (Rubio, 2009: 6). Con todo ello, se ha transformado la forma de organización productiva del campo mexicano, a través de nuevos modos de apropiación y concentración de las tierras para la acumulación capitalista (Serna, 2009: 26, 27).
En el discurso de “desarrollo” el gobierno argumenta que ante la crisis del campo y el abandono de las tierras lo mejor es la privatización y la generación de proyectos para su mejor aprovechamiento. Como si los campesinos y productores rurales hubieran sido los responsables del desmantelamiento del campo y su modo de relación con la tierra hubiera generado la crisis actual. Lo cierto es que las estrategias discursivas del gobierno mexicano y de los empresarios han venido desacreditando las formas de organización autóctonas y comunitarias (Hernández/ Navarro: 2010).
Asimismo, con la aprobación de la Contrarreforma Indígena en 2001 a contracorriente del enorme proceso de movilización social constituido a favor de los Acuerdos de San Andrés, se abrió un nuevo ciclo de reformas “en materia de bosques, aguas, semillas, minería, bienes nacionales, conocimiento tradicional y biodiversidad, todas orientadas al despojo capitalista de los territorios campesinos e indígenas, todas avaladas por el conjunto de la clase política” (Serna 2009: 26).
Tal es el caso de la Ley Minera de 1992 que, conjuntamente con la Ley de Inversión Extranjera, permitió que entes trasnacionales controlen el 100% de las actividades de exploración y producción en el ramo. O la Ley de Biodiversidad de Organismos Genéticamente Modificados en 2005, que pone en riesgo la diversidad biológica, la soberanía alimentaria, los cultivos y plantas de los que México es centro de origen, ofreciendo a cambio seguridad a las cinco empresas trasnacionales que controlan los transgénicos a escala global, de los cuales Monsanto tiene el 90 por ciento (Ribeiro, 2005).
Del mismo modo, los megaproyectos de infraestructura que se han venido impulsando en México en el marco de diferentes acuerdos y tratados comerciales, como es el caso del Plan Puebla Panamá, hoy Proyecto Mesoamérica, tienen como objetivo dominar una serie de áreas para su valorización, dominación e integración al “sistema del mercado global”. El impulso de superautopistas, carreteras, megaproyectos turísticos, sistemas de transporte, vialidades, represas hidroeléctricas, basureros comunes, basureros industriales y tóxicos ha ido acompañado de las modificaciones al marco normativo, al relajamiento de leyes de protección ambiental y de la salud, así como de fuertes procesos de despojo contra comunidades poseedoras de la tierra.
Por otro lado, se han detonado numerosos intentos de privatización de manantiales, ríos y ojos de agua en innumerables regiones del país, y elevado los costos por el suministro de agua, en medio de una profunda crisis de escasez de agua, especialmente en las zonas urbanas.
El reordenamiento de la forma productiva agropecuaria y alimentaria y la profundización del modelo extractivo, como parte de los procesos de acumulación capitalista en México, son algunos de los componentes del complejo escenario que enfrentan los pueblos y comunidades en defensa de sus bienes comunes.
Frente a todo ello se ha venido constituyendo un incipiente pero creciente ciclo de luchas socioambientales en todo el territorio nacional, identificando hasta el momento más de sesenta expresiones de resistencia que han comenzado a organizarse para encontrar una salida a los problemas de desposesión. Estas luchas están siendo protagonizadas principalmente por comunidades indígenas y campesinas, aunque también por comités vecinales, asambleas ciudadanas, organizaciones sociales y colectivos juveniles, quienes enfrentan proyectos y políticas de privatización de bienes comunes, de desarrollo urbano, inmobiliario, servicios e infraestructura carretera; tiraderos de basura; desarrollo de complejos turísticos y náuticos; construcción de presas e hidroeléctricas; grandes explotaciones de minería a cielo abierto; problemas de contaminación por el desarrollo industrial y su relación con fuertes problemas de salud; siembra de monocultivos y transgénicos; biopiratería y patentes sobre biodiversidad y saberes tradicionales.
En Chiapas, el Frente Regional Contra las Privatizaciones conformado por decenas de comunidades de la región de la Sierra, enfrenta 56 proyectos de minería a cielo abierto. El movimiento zapatista y otras organizaciones indígenas enfrentan los desalojos y las reubicaciones del gobierno para la construcción de la carretera Ocosingo-San Quintin-Margaritas y San Cristóbal-Palenque y contra el llamado “Centro Integralmente Planeado Palenque-Agua Azul” (CIPP), así como contra la extracción de recursos naturales y material genético de la Reserva de la Biosfera de Montes Azules.
El Movimiento Mazahua encabezado por mujeres indígenas del Estado de México lucha por el derecho al agua, debido a que sufren la escasez de este líquido vital por el sistema de presas Cutzamala que abastece de agua a la Ciudad de México, despojando de ese recurso a las zonas aledañas a este sistema acuífero. Las amenazas de acción directa y boicot al suministro de agua de la Ciudad de México causaron revuelo nacional.
Los ciudadanos de Jilotzingo en el Estado de México enfrentan la construcción de un tiradero de basura industrial y tóxica de la empresa Confinam, el cual afectará con 1,800 toneladas diarias de basura a una importante zona boscosa y contaminará el acuífero Cuautitlán-Pachuca en el Estado de México e Hidalgo, uno de los mantos freáticos más grandes del país. En un caso similar, la Empresa BEFESA ha debido detener la construcción y operación de un basurero tóxico cercano a la población de Zimapán, en el estado de Hidalgo, debido a la formación de un importante movimiento reunido en “Todos somos Zimapán”, que ha impulsado un fuerte proceso de resistencia y movilización contra el proyecto. En ese mismo sentido, pero contra un relleno sanitario, en la ciudad de Cuernavaca se constituyó el Frente de Afectados por el basurero en Loma de Mejía.
Diversas comunidades y organizaciones resisten a la construcción de una carretera que atravesará el Bosque de Agua en el Estado de México, Morelos y el sur del Distrito Federal, destruyendo una de las regiones de mayor importancia biológica e hidrológica, incluyendo dos áreas naturales protegidas federales: Ciénegas de Lerma y el Corredor Biológico Chichinautzin.
En el Estado de Guerrero, el Consejo de Ejidos y Comunidades Opositores a la Presa La Parota resisten a la construcción de un megaproyecto hidroeléctrico de enormes magnitudes en el río Papagayo, el cual afectaría directamente a 25 mil campesinos y desertificaría las tierras de 75 mil más que siembran río abajo. El CECOP ha impulsado una resistencia exitosa desde el año 2003, que ha detenido las obras con resistencia civil, recursos jurídicos, movilización masiva de sus comunidades y visibilidad nacional e internacional, lo que lo ha convertido en un emblema nacional de defensa de la tierra y el agua (CECOP 2009: 49).
En el estado de Morelos se conformó el Consejo de los 13 Pueblos, en conflicto con el Gobierno Estatal por el control de los recursos naturales, especialmente el agua. El Consejo se ha organizado de manera inédita (en realidad ha logrado aglutinar a cerca de 40 comunidades) para salvaguardar sus territorios ancestrales y agrícolas del Plan Nacional de Desarrollo que pretende construir 100 mil casas en sus regiones, en defensa del agua y la tierra.
La Organización de Campesinos Ecologistas de la Sierra de Petatlán lucha contra la tala depredadora de bosques de la Sierra de Petatlán y en Coyuca de Catalán a cargo de la empresa maderera estadounidense “Boise Cascade”. Cabe resaltar el encarcelamiento de algunos de sus integrantes por varios años.
En Huejuquilla el Alto, Jalisco, los indígenas wixárika mantienen la defensa de los bosques y el rechazo a la construcción de una autopista que cercenaría su territorio, destruyendo centros ceremoniales y biodiversidad. De igual manera, en Jalisco un conjunto de organizaciones se ha opuesto a la construcción de la Presa de Arcediano al norte de Guadalajara sobre una zona de conservación ecológica, así como las comunidades de Temacapulín, Palmarejo y Acasico enfrentan las obras de la Presa El Zapotillo; una gran cantidad de vecinos del Municipio de Juanacatlán y el Salto sufren desde hace más de treinta años la contaminación de las descargas tóxicas vertidas sobre el río Santiago.
En Oaxaca, la Coordinadora en Defensa de los Recursos Naturales y de Nuestra Madre Tierra del Valle de Ocotlán-Ejutla lucha contra un proyecto de minería a cielo abierto que los despojará de sus comunidades y contaminará sus tierras y cuerpos de agua. Resalta la toma directa de la mina por las comunidades para su cierre y el posterior operativo de desalojo con fuerte brutalidad policíaca. De igual manera, el Consejo Autónomo Cuicateco resiste al despojo de sus tierras para la instalación de una minera a cielo abierto. El Consejo de Pueblos Unidos por la Defensa del Río Verde lucha contra el proyecto de la presa de “Aprovechamiento Hidráulico de Usos Múltiples Paso de la Reina” sobre el cauce principal del río Verde, inundando terrenos de poblaciones enteras y afectando las especies de flora y fauna de la región.
En Puebla y Tlaxcala algunas comunidades enfrentan la contaminación del Río Atoyac, y el Frente de Pueblos en Defensa de la Tierra y el Agua Puebla y Tlaxacala defiende sus tierras y luchan contra el despojo para la construcción de dos megaproyectos carreteros “Arco Norte” y “Arco Sur Poniente”.
En el caso de la Ciudad de México, se ha constituido el Frente de Pueblos de la Anáhuac contra la línea 12 del metro con terminal en Tláhuac y una serie de espacios vecinales contra la construcción de vialidades en toda la ciudad. Estos desarrollos de infraestructura tienen el objetivo de profundizar la urbanización del Valle de México, detonando con ello la expansión de la mancha urbana hacia tierras forestales, de cultivo, áreas de vida silvestre, chinampas, barrancas y, por otro lado, destruyendo y pavimentando las pocas áreas verdes que quedan dentro de la ciudad, tales como jardines, parques y camellones.
Por otro lado, existen diversos esfuerzos de coordinación y articulación entre resistencias, tal es el caso de la Asamblea de Afectados Ambientales que se creó en 2008 por comunidades, pueblos, colectivos y organizaciones sociales de decenas de localidades, como espacio de encuentro autónomo y de coordinación conjunta para enfrentar las problemáticas ambientales. Los diferentes movimientos que integran esta Asamblea enfrentan conflictos sobre agua, basura, vivienda, urbanización “salvaje”, construcción de carreteras, destrucción de bosques, políticas agrarias, avance de la agricultura transgénica, desarrollos hoteleros, despojo de playas y daños a la salud. También hay otras redes como la Red Mexicana de Afectados por la Minería (Rema) que nació en el 2008 constituida por organizaciones sociales, indígenas, campesinas, comunidades, organizaciones de derechos humanos, de educación, de comunicación, movimientos, colectivos de estudiantes, académicos, entre otros, para integrar un movimiento en contra de la minería y fortalecer las luchas y movimientos locales de resistencia.
También se encuentra el Movimiento Mexicano de Afectados por las Presas y en Defensa de los Ríos (Mapder) el cual se conformó en el año del 2004 con la finalidad de aglutinar frentes estatales, organizaciones sociales y civiles y a comunidades de todo el país afectadas por la construcción de presas hidroeléctricas, de irrigación, de abastecimiento y de usos múltiples. Y la Alianza Mexicana por la Autodeterminación de los Pueblos (Amap) la cual ha fungido como espacio de coordinación, intercambio de información, análisis, discusión y movilización de las organizaciones sociales y civiles frente al Plan Puebla Panamá y otros proyectos que amenazan la autonomía e identidad de las comunidades.
Ahora bien, a pesar de las enormes diferencias entre cada una de las luchas mencionadas anteriormente, hemos encontrado elementos comunes en las formas en las que los afectados ambientales están enfrentando los modos concretos de la desposesión. A continuación trazamos algunos de ellos a partir de la observación directa de algunas de las experiencias de resistencia en México.
Subjetividades anticapitalistas en defensa de la tierra, el territorio, la vida y los bienes comunes
Nos referirnos a estas luchas como socioambientales debido a que desde nuestra perspectiva son movimientos que pelean contra la escisión ambiente-sociedad, enfrentando con ello, entre otras cosas, el discurso del conservacionismo por parte de los estados y las empresas, quienes niegan que los pueblos puedan tener formas sostenibles para gestionar la naturaleza.
Las luchas socioambientales son concebidas como parte de un movimiento global de ecologismo popular o de justicia ambiental (Martínez Allier, 2009: 4) que pelea por su propia subsistencia a partir de la defensa de sus bienes comunes. “En el Tercer Mundo, los movimientos ecologistas no son un lujo de los ricos, sino un imperativo para la supervivencia de la mayoría de la población, cuya vida corre peligro y se ve amenazada por la economía de mercado y por la expansión de ésta” (Shiva, 2006: 65, 79).
Este movimiento de justicia ambiental está siendo protagonizado por comunidades y culturas que en medio del desgarramiento que han producido las relaciones capitalistas veneran la vida. La disputa que estas luchas libran es por la producción y reproducción de la vida, la lucha es contra el capitalismo y su lógica de “anti-vida” (Shiva, 22: 2006), centrada en la ocupación y captura infinita de los procesos vivos.
Estas colectividades surgen generalmente como esfuerzos autoconvocados por los propios afectados para deliberar y reflexionar sobre qué hacer juntos, sin que ninguna instancia externa convoque para formar y dirigir un formato específico de organización. La autoconvocatoria de los afectados se da principalmente ante la reacción espontánea que generan los procedimientos antidemocráticos, irregularidades e ilegalidades presentados, en la mayoría de los casos, por los gobiernos que buscan apresurar decisiones fundamentales para la implementación de los proyectos de desposesión. Este sentimiento de afectación que se irá traduciendo en expresiones de resistencia se produce por la exclusión de las comunidades y los pueblos que ven cómo de un día a otro, sin que ellos hayan sido consultados, sin que ellos lo hayan decidido, su vida y entorno pueden cambiar para siempre.
Una dimensión de estos conflictos se centra en los procedimientos que se emplean para la aprobación de los proyectos, que son cuestionados por la gente en sus formas, mecanismos y actores involucrados. Los movimientos que surgen en reacción a los proyectos de desarrollo o explotación cuestionan cómo se decide y quién decide sobre su vida, sobre la tierra y los bienes comunitarios.
En muchas ocasiones, estos esfuerzos autoconvocados de movilización social se presentan como los primeros intentos de organización frente a problemas de este tipo o como las primeras experiencias políticas. Esto les imprime un carácter particular con respecto a los formatos organizativos que la izquierda clásica ha conformado.
Cabe mencionar que muchos de estos movimientos de resistencia, especialmente los comunitarios, indígenas o campesinos, se construyen sobre lazos comunitarios y formas de organización social preexistentes. En estas luchas los modos de organización tradicional funcionan como redes para tejer la resistencia y la movilización.
Los rasgos más característicos en las formas de organización y de funcionamiento son la reivindicación de la democracia directa, la horizontalidad y la asamblea, apareciendo esta última como el espacio de deliberación, de pensamiento colectivo, de circulación de información y toma de decisiones más importante. Estos mecanismos y modos de regulación han buscado sostenerse en procesos democráticos de diálogo, para construir acuerdos, soluciones y decisiones, que ayuden a involucrar a todos los afectados.
Hemos percibido que en estos esfuerzos de movilización se carece generalmente de estructuras organizativas rígidas o formales, la separación dirigentes-bases tan marcada en los movimientos sociales tradicionales tiende a disolverse o relativizarse en mecanismos asamblearios y se presenta una incipiente distancia de la idea de representación. Esto último se ha podido detectar en el rechazo que muchas de estas luchas han presentado frente a políticos profesionales, partidos políticos u organizaciones formales que se han acercado para intentar incidir, dirigir o encabezar los esfuerzos de oposición.
Entonces, en su primera fase de actuación estos movimientos de resistencia emergen como respuestas autoconvocadas de afectados, como movimientos opositores, como movimientos del NO. Aunque muy rápidamente estos movimientos del NO, de cuestionar sólo el procedimiento y exclusión de las decisiones, pasan a cuestionar el porqué y para qué de estos proyectos de desarrollo y explotación de recursos.
Percibimos que en medio del riesgo que viven las comunidades de perder absolutamente todo, se abre el campo de la autoafirmación, en el que las comunidades comienzan a valorar, imaginar y a decidir cómo desean vivir su presente y futuro. Es en este momento que se presenta un punto de quiebre en los procesos de subjetivación colectivos, atravesados por la emergencia de nuevos horizontes de sentido donde la autoafirmación de los pueblos habilita una dimensión utópica y un porvenir distinto al impuesto por la normalidad capitalista.
Es en este punto de quiebre donde aparecen como dimensiones esenciales de la insubordinación –en palabras de John Holloway– el contra,como proceso en el que la confrontación hacia el orden dominante es explícita, y el más allá, como la construcción de un modo de regulación social distinto. Los movimientos ya no sólo pelean, se organizan e interpelan al poder para rechazar la desposesión, sino que reconocen y afirman el despliegue de valores de uso para enfrentar la vida colectivamente de otra manera.
Ahora bien, es posible que si los conflictos mantuvieran su campo de disputa en la dimensión procedimental que hemos expuesto, pudieran buscarse herramientas político-jurídicas que las trasladaran a un proceso menos polarizado y tenso. Sin embargo, los movimientos comunitarios buscan respuestas a sus principales interrogantes que se hacen urgentes a medida que avanza la agresividad con que se impulsan estos proyectos y decisiones desde el Estado y las empresas en cuestión. Los movimientos se preguntan a quiénes benefician estos proyectos, cuál es el impacto sobre la tierra y los ecosistemas y su utilidad colectiva o popular. La mayoría de las veces concluyen cuestionando todo el modelo de desarrollo sistémico, sus bases, su discurso, su forma, sus beneficiarios y sus impactos, lo que radicaliza por completo sus estrategias, actitudes y acciones. Con ello, las luchas logran situarse frente al problema de otra manera, desbordando con sus preguntas e interrogantes los marcos institucionales.
Es así como se enfrentan dos proyectos basados en premisas diametralmente opuestas. Los movimientos valoran las culturas y tradiciones comunitarias ligadas al arraigo sobre la tierra y el trabajo que deriva de ellas como identidad de sus pueblos; valoran el usufructo de los recursos sólo para la reproducción y no para la acumulación; valoran también algo que surge en numerosos conflictos que ellos mismos nombran con la palabra dignidad, que identifica numerosos sentimientos colectivos sobre el no sometimiento, la identidad comunitaria, el respeto y la determinación propia –a pesar del obvio desequilibrio de fuerzas a favor del Estado y las empresas–; y, en especial, un profundo sentimiento colectivo de la justicia que no está a discusión a pesar de que cualquier balance objetivo sobre la fuerza del Estado les sea adverso. En suma, priorizan valores y posiciones no mercantiles, sobre su identidad, su historia y los ecosistemas. Son de alguna forma racionalidades distintas a la dominante. Como plantea Enrique Leff , “lo que subyace a los conflictos de distribución ecológica son estrategias de poder en torno a paradigmas sociales y racionalidades productivas alternativas”.
Es por ello que de esta racionalidad alternativa surge todo un cúmulo de sentidos, saberes, construcciones colectivas que incluso podemos considerar paradigmas alternos a los dominantes, basados en una perspectiva de nuevos derechos de uso y apropiación de la naturaleza, derechos a elegir, decidir y construir formas de desarrollo ambiental-territorial y el derecho a controlar procesos productivos en sus localidades.
Frente a todo ello, el Estado surge como principal impulsor de los proyectos de desarrollo y explotación de la mano de las empresas e inversores que son menos visibles, pero puede, en varias fases del conflicto, apreciarse su influencia y poder sobre el procedimiento de aprobación y decisión. El Estado, a diferencia de los movimientos, apela a la necesidad nacional o el interés común como principal eje de interés para el impulso de los proyectos, acompañado del objetivo del crecimiento económico, la inversión, la creación de empleos y en general la idea de desarrollo entendido como aumento de infraestructura, explotación de recursos y acumulación.
Es en este momento donde puede apreciarse el choque de proyectos. El Estado prioriza una racionalidad económica basada en la máxima ganancia y el desarrollo entendido como las condiciones necesarias para la acumulación capitalista. Los movimientos priorizan una racionalidad no económica cuyo eje es la preservación de sus comunidades, culturas y ecosistemas. La tierra, el agua, los bienes comunitarios, la cultura, las tradiciones se presentan como bienes inconmensurables, sobre los cuales los pueblos no están dispuestos a negociar, rechazando contundentemente que éstos tengan precio. La lucha a librar transita entonces entre la vida o la muerte.
El interés por el desarrollo económico se vuelve una urgencia del Estado, presionado por intereses de acumulación e inversión “nacionales” o “trasnacionales” que implican una enorme fuerza política, mediática, represiva y en muchas ocasiones jurídica. El interés local por la preservación de pueblos y ecosistemas es en comparación una fuerza mucho más pequeña, que sin embargo sostiene en ocasiones una resistencia anclada en la movilización y participación de los pueblos que puede ser desbordante y, a veces, sorprendente.
En los trayectos de la lucha, muchos movimientos comienzan optando por recurrir a las instancias y canales institucionales; frente a la negativa y limitación de éstas, se ha presentado una orientación cada vez más tendiente a que la auto-organización y la movilización social sean las fuentes de resistencia y lucha privilegiadas. De este modo, las luchas pueden desplegar una serie de estrategias: el trabajo territorial-local y la organización de base de las comunidades afectadas; la resistencia, acción directa y la movilización social; la articulación y coordinación con otras luchas y ONG’s; el empleo de recursos legales y jurídicos.
Así, el agotamiento de los canales institucionales ha traído consigo la emergencia de una crítica sobre las prácticas de los partidos políticos y de la clase política. La maquinaria institucional no sólo se presenta como insuficiente para la resolución de las demandas sociales, sino que ésta y lo poderes económicos mantienen una relación de complicidad cada vez más cínica para la implementación de los proyectos de desposesión.
Por otro lado, la oposición de las luchas ambientales contra la racionalidad económica de los poderosos muestra el desarrollo de una sociabilidad alternativa y lenguajes de valoración basados en una nueva ética con la naturaleza. Existe una tendencia a cuestionar y poner en entredicho los fundamentos de la sociedad industrial y de la modernidad, presentándose una sensibilidad con el medio ambiente y reivindicándose las formas tradicionales que los pueblos y comunidades han mantenido con su entorno para la reproducción de la vida.
En el carácter emergente de estas luchas se va configurando el antagonismo contra el Estado y el capital, el cual encuentra su anclaje a un tejido comunitario territorial que en los momentos de confrontación se activa como un sujeto comunitario. La construcción de los horizontes de sentido del sujeto comunitario se articulan históricamente con el pasado, siendo la memoria uno de los terrenos desde donde imaginar y rastrear modos de relación con la naturaleza no mercantiles, mediados por valores de uso que hacen posible pensar en alternativas más allá capitalismo.
De este modo, la emergencia de múltiples respuestas desde lo social para enfrentar la catástrofe capitalista bajo la clave de la violencia, despojo y destrucción, constituye una de las luchas más importantes a favor de la vida, como camino de resistencia ante los efectos de la crisis ambiental. Al mismo tiempo que en medio del conflicto contra la desposesión se vislumbra en ellas –como horizonte de sentido– la prefiguración de una nueva subjetividad y modos de relación anticapitalistas de los hombres y mujeres con la naturaleza.
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[i] Velloso Agustín, Guinea Ecuatorial 2009, en revista Pueblos, agosto de 2009.
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[ii] Según distintas fuentes periodísticas el proyecto de un nuevo aeropuerto en la periferia de la Ciudad de México alcanzaba los 18 mil millones de pesos mexicanos, es decir unos 1.300 millones de dólares. En el caso de la Parota, según las propias autoridades del gobierno del Estado de Guerrero y el Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan, la inversión rondaría entre 850 y 1,000 millones de dólares.
[iii] Citado en: Alimonda, Héctor, “Una introducción a la Ecología Política latinoamericana” [CLASE], en el curso:
Ecología política en el capitalismo contemporáneo (Programa Latinoamericano de Educación a distancia), Centro Cultural de la Cooperación Floreal Gorini, Buenos Aires, Junio 2009, págs. 15-16.
[iv] Algunos de los autores que comparten esta tesis son: Michael Perelman, Massimo De Angelis, John Holloway y Werner Bonefeld.
[v] Citado en: Harvey, David,
Espacios del capital: hacia una geografía crítica, Ediciones Akal, Madrid, pág.11.