Inclusión, reconocimiento y extraña familiaridad: reseña bibliográfica de La producción de la sexualidad (2012).
Omar Acha
Daniel Jones, Carlos Figari y Sara Barrón López, coords., La producción de la sexualidad. Políticas y regulaciones sexuales en Argentina, Buenos Aires, Biblos, 2012. 222 p.
El libro coordinado por Jones, Figari y Barrón López constituye una buena ocasión para debatir temas de candente actualidad en los estudios sobre la sexualidad, el género y la política. Es también un solvente state of the art de las investigaciones relativas a la sexualidad, en su diversidad pero también en sus tensiones, de la academia argentina. No obstante, quizás deba restringir el alcance de su representatividad pues los textos incluidos en este libro están todos, con mayor o menor intensidad, ligados al trabajo realizado por el Grupo de Estudios sobre Sexualidades (GES) con sede en el Instituto de Investigaciones “Gino Germani” de la Universidad de Buenos Aires. Incluso delimitando el rango de los trabajos a lo que se discute en “el Germani” o “el GES”, el libro dice bastante más pues sus investigadorxs, con sus matices y variedades, suelen involucrarse en la política de la sexualidad, en el escenario público donde la palabra y la presencia de “especialistas” tienen relevancia. Pienso que por esto su significación no está cercada en los muros universitarios. El volumen lubrica las permeables empalizadas de la cientificidad para entablar un diálogo con la sociedad, con sus actores y actoras, con sus grupos de demanda y activismo.
El “Prólogo” de Juan Marco Vaggione es un excelente ingreso para la discusión del libro. No se trata de una entrada que cumple el requisito formal de “presentar” los heterogéneos estudios de una compilación. Es un escrito en sí mismo, un aporte que merece ser retirado del lugar ancilar del prologuismo inocuo para calibrar una auténtica vocación analítica. Vaggione nos dice que los estudios de la sexualidad son un “área en formación” (10). Pero de pronto esa condición formativa se ve atenazada por una mutación histórica. En reiteradas ocasiones, casi una decena de veces, Vaggione regresa sobre una idea principal: nos hallamos en una “nueva época”, distinta a la que prevalecía incluso unos pocos años atrás. Evidentemente está aludiendo a las reformas jurídicas recientes, entre otras, sobre el matrimonio igualitario y la identidad de género. La situación, cuya cara benéfica el prologuista no oculta (la insistencia sobre la “profundización” de las indagaciones necesarias parece denotar una adhesión política inequívoca), antes que la placidez del progreso alacanzado advierte sobre los nuevos desafíos planteados: “Frente a una nueva materialidad política que reformula el orden sexual se requiere de acercamientos empíricos renovados y de una profundización del pensamiento crítico (no porque los cambios legales no sean deseables sino porque su concreción también inscribe exclusiones y límites)” (10).
La mutación condicionante de La producción de la sexualidad es elaborada por Vaggione en el espejo de un trabajo anterior generado desde el GES: Todo sexoes político, compilado por Mario Pecheny, Daniel Jones y Carlos Figari en 2008. Mientras este libro de 2008 está movido por una vocación académica a la vez está orientado por un compromiso político de visibilización y demandas, ya no sería el contexto vigente del volumen de 2012. La nueva situación reclama, prosigue Vaggione, “no sólo visibilizar otras situaciones de exclusión y marginación sino también un pensamiento crítico sobre las mismas conquistas logradas” (13). Voy a seguir este sendero iluminado por las preguntas del prólogo y ver, no sé si con sus mismas corolarios, las puertas que abren. En este sentido me gustaría apremiar la “extraña familiaridad” del presente (o “lo siniestro”, lo Unheimliche freudiano, eso que emerge como el anverso inesperado y por eso inquietante de lo que parecía ser más espontáneo) donde surgen perspectivas inesperadas.
Los dos primeros estudios del libro son de corte histórico. Me refiero al escrito de Carlos Figari, “La invención de la sexualidad: el homosexual en la medicina argentina (1880-1930)”, y al de Florencia Gemetro, “Figuraciones lésbicas. Lesbianismo, discursos científicos y políticas públicas a principios del siglo XX”. Ambos textos poseen una similar andadura conceptual y recalan en análogas exploraciones del periodo de configuración de una sociedad burguesa local, de consolidación de la nación y un ethos, ethos en el cual la policía de la sexualidad fue de importancia cardinal. Figari y Gemetro enfatizan que las referencias a “homosexuales” y “lesbianas” en los escritos de médicos, psicólogos, pedagogos y criminólogos del cambio de siglo fueron inestables. El abanico de “uranistas”, “invertidos”, “tribadistas”, fue muy amplio. La concepción del periodo que nos proponen posee una vigorosa ponderación del “disciplinamiento” de los otros y otras pues, escribe Figari, los dispositivos discursivos no solo abrieron las puertas “a los médicos y al control sanitario, [sino también] a la policía y a la represión” (41). Por su parte Gemetro complementa: “Como en otras latitudes (aunque amoldadas al país) la diferencia fue entendida negativamente y sus actoras y actores fueron perseguidos, encerrados y asociados a la delincuencia y a la enfermedad” (48). En esa evaluación del arco histórico que va de 1880 a 1930, Gemetro y Figari adeudan mucho a Jorge Salessi en su libro de 1995, Médicos maleantes y maricas. Desde un enfoque de crítica cultural, Salessi propuso la imagen del periodo como subyugado por un “pánico homosexual”, donde intelectuales, policías y Estado configuraron dispositivos de clasificación, criminalización y patologización de los “invertidos”. Al respecto estamos a la espera de la publicación de las investigaciones de Pablo Ben quien, desde la historia social y cultural, no ha hallado evidencias de tal “pánico homosexual”. Sus investigaciones a mi juicio habrán de conmover un sentido común historiográfico todavía necesitado de revisión.
Como sea, los consistentes análisis de Figari y Gemetro son un útil contrapunto para el resto del libro pues plantean una situación “disciplinaria” –esto es, de operación sobre los cuerpos, sobre sus desplazamientos, sobre las mentes– contrastante con la “sociedad de control” en la que nos hallaríamos en tiempos más recientes. Al respecto las referencias a Foucault y Deleuze presentes en varios momentos del libro necesitan una discusión más precisa, pues no está claro si la periodización francesa es relevante para el caso argentino o latinoamericano (me refiero a la secuencia de la sociedad de “soberanía”, de los siglos XVI y XVII, la de “disciplinamiento” de los siglos XVIII, XIX y la primera mitad del XX, y la de “control” que desde la segunda postguerra mundial llega hasta nuestros días), y cuál es la consecuencia con que se asumen sus alcances críticos. Porque en efecto, si nos hallamos en una era del “control”, donde la dominación continúa en la diferencia, la fluidez, tras la caída de la manicomanialización y el aprisionamiento de la “disciplina”, la “nueva época” de la inclusión, reconocimiento de derechos, encontraría todavía nuevas interrogaciones por venir y no sólo la celebración del presente progresista.
Justamente, los trabajos de Renata Hiller, “Regulaciones estatales de la conyugalidad. Apuntes sobre Estado, matrimonio y heteronormatividad”, y de Micaela Libson, “Parentalidades gays y lesbianas: ¿nuevos idiomas y reconfiguraciones? Madres, padres, abuelas y abuelos”, son interesantes por su método, que no solo apuntan a establecer un estados de cosas (sus temas difieren conceptual y empíricamente), sino también y sobre todo por plantear preguntas instaladas por las recientes modulaciones jurídicas de la “conyugalidad” (Hiller) y por las actitudes adoptadas por madres/padres de lesbianas y gays ante la orientación sexuales de sus hijos/hijas y frente a la novedad de que serán abuelas/abuelos. Por ejemplo, Hiller reflexiona sobre las reformas regulativas del divorcio, el reconocimiento de hijos y el concubinato durante las últimas décadas: “Este escenario concebido como de democratización de las familias también puede ser visto como aquel que continúa y profundiza el monopolio estatal en la regulación de los vínculos conyugales y de familia” (93). Comienza entonces a desplegar una inquietante extrañeza ante el consenso, a veces un tanto inocente, sobre las bondades del reconocimiento estatal. Por ejemplo, constata a propósito del matrimonio civil “más que un derecho, parece constituir una de las obligaciones del ciudadano” (97). Por su parte, Libson avanza sobre las dimensiones subjetivas de la mutación en las “posiciones parentales” provocadas por la multiplicación de las posibilidades del vínculo familiar en esta era de flexibilización del binarismo heterosexista. Propone pensar las categorías de “Exilio” y “Vuelta” al parentesco, destacando por lo tanto la plasticidad de situaciones históricas en la filiación y el reconocimiento de las transmisiones intergeneracionales.
El capítulo aportado por Daniel Jones, “Las iglesias evangélicas y la regulación de la homosexualidad en la Argentina contemporánea (2000-2010)”, dibuja una cartografía del “campo evangélico” a la luz de los debates en torno al reconocimiento del matrimonio entre personas del mismo sexo. Distante de los estereotipos que clasifican a priori a las posturas de las organizaciones religiosas, Jones subraya la compleja tramitación de la “no discriminación”, lo que no obsta para identificar actitudes bien distintas, e incluso opuestas ante el matrimonio “igualitario”. Así es que detecta dos polos, uno conservador y otro liberacionista en la estructura agonística del “campo”. Es útil que emplee el concepto de campo como trama objetiva de disputas, y no expresión de un proceso de modernización social. Siguiendo la línea de la “extraña familiaridad”, me interesa destacar un apunte sobre la “inclusividad” que el autor emplaza en la nota al pie número 20. En efecto, así como ningún sector suele aceptar ser “discriminador”, ninguno consiente en que combate un valor legítimo: la inclusión. Sin embargo, Jones pulsa una crítica posible de la “inclusividad”: el término está habitado por una ambigüedad similar a la que hostiga a la “tolerancia”, a saber, que no transforma las estructuras que hicieron posible las exclusiones.
El trabajo de Lucía Ariza, “Gestión poblacional del parentesco y normatividad: la producción de variabilidad biológica en el intercambio de gametas de la reproducción asistida”, es uno de los más originales del volumen. Orientada en el plexo de obras como las de Latour, Foucault y Hacking, Ariza nos provee de una ajustada delimitación de la biología postdisciplinaria (cita a Deleuze y su noción de “sociedad de control”) para iluminar las sombras contingentes que subyacen tras la apariencia objetiva, de estadísticas y registros. Nos expone, con rigor y precisión, algo que la sociología de la ciencia y la tecnología ya nos había indicado como generalidad, pero que requerimos pensar cada vez en nuevos contextos: el reverso de la ciencia y la técnica, las reverberaciones políticas de la razón instrumental. Ariza nos advierte contra toda confianza en un progreso inexorable pues a la vuelta de la esquina está batiente un mismo objeto de una época presuntamente superada: también la tecnología de los cuerpos y los órganos configura una “normalidad”, y forzosamente, se recorta de una “anormalidad”. Pero justamente porque está vestida de la autoridad científica, todavía naturalista, es que necesita de un activismo de la crítica.
El estudio de Rafael Blanco, “Neutralizar o encarnar la vergüenza. Sociabilidad estudiantil y regulaciones sexo-genéricas en la universidad”, suministra una mirada renovadora sobre el vínculo entre estudiantes universitarios/as y sexualidad. Nutrido por un rica información brindada por estudiantes de las facultades de Psicología (“Psico”) y Ciencias Exactas y Naturales (“Exactas”), ambas de la Universidad de Buenos Aires, Blanco expone una trama compleja donde se conjugan contextos, amistades, sexualidades y vergüenza. Este trabajo metódico ilumina de otra manera escenas que suelen ser objeto de representaciones estereotipadas, a las que inscribe en una densidad social-subjetiva. El autor les restituye su complejidad y contingencia sin desanudar las experiencias de sus condiciones de posibilidad.
Los dos últimos trabajos constituyen un bloque temático. Santiago Morcillo y Carolina Justo von Lurzer, en su escrito “‘Mujeres públicas’ y sexo clandestino. Ambigüedades en la normativa legal sobre prostitución en la Argentina”, y Sara Barrón López en “Entre calzas y propinas. Sexualización y violencia laboral”, plantean análisis que exceden la constatación de las reformas jurídicas de los últimos años –que sin embargo no olvidan– para lanzarnos a la arena de una mayor sensibilidad sobre las situaciones sociales que habilitan un modo distinto de considerar la actualidad. Quiero ver en el trabajo de Morcillo y von Lurzer un eco de la extraña familiaridad que nos conduce a repensar nuestra época. Pues tras reconstruir las peripecias en la regulación de la prostitución entre 1880 y la actualidad, esto es, el pasaje del reglamentarismo al prohibicionismo y de allí al abolicionismo, señalan: “Aun cuando es difícil pensar en bloques homogéneos, sintéticamente podemos plantear que en un primer momento subyacen tensiones urbanización/guetización y control sanitario/control moral; luego este esquema se complejiza al superponerse tanto una normativa abolicionista –pero con restricciones arbitrarias y de tono moralizante sobre el espacio público– como habilitaciones con subterfugios para los ‘cabarets’; y finalmente, aparece en ciernes un modelo de nuevo abolicionismo (con ecos prohibicionistas) que concibiendo a las mujeres en prostitución como meras víctimas reinstala las calificaciones morales” (191). En otras palabras, apuntan el doblez y fragilidad de las novedades legislativas cuando se preservan las condiciones socioculturales de la opresión y la explotación. Por eso señalan un conjunto de contradicciones del marco legal que “permite pensar que el marco legal vigente contribuye directamente a normalizar los abusos policiales contra prostitutas, clandestiniza la actividad y, por ende, apuntala los estereotipos que ligan el sexo comercial con el delito” (191).
Sara Barrón López también escribe a la luz de una novedad normativa: la ley número 26.485 contra la “violencia de género”, o “ley de protección integral a las mujeres”. La autora se hace una pregunta solo aparentemente evidente, pero fundamental: ¿qué es la “violencia de género”? Utilizando materiales del modo en que el cuerpo femenino ataviado con calzas o pantalones cortos es inscripto en prácticas comerciales de playas de aparcamiento o en estaciones de servicio, Barrón López nos guía por la trastienda que aún funciona junto a la sanción de una ley sin duda progresiva. Sus elucidaciones conceptuales sobre la violencia de género son precisas: “No todo sexismo es violento. No toda violencia es sexista. (…) Tendemos a identificar la violencia de género en episodios explícita y físicamente violentos. (…) Tendemos a identificar la violencia de género con perpetradores calculadores y víctimas pasivas” (217). Al ir más allá de los discursos pero sin perder de vista su performatividad, la autora extiendo el alcance de la reflexión pues concluye que “la violencia de género refiere a un conjunto de prácticas, físicas y no físicas, dispersamente omnipresente, potencial y efectiva por sus marcos habilitadores –en el plano laboral, político, mediático, ideológico… cotidiano–. (…) El reconocimiento de sus elementos estructurales nos lleva a afirmar que su eliminación sólo es posible recreando nuevas formas de articulación social e identitaria” (218).
Para ir concluyendo, La producción de la sexualidad es un libro heterogéneo. Sin embargo, es posible revelar en él un hilo conductor que perfile un debate, zurcir con sus temas una filigrana de problemas a encarar. Me parece que la particular composición de aproximaciones (críticas) de las ciencias sociales y la teoría queer presente en los textos que acabo de esquematizar (en su prólogo Vaggione sugiere que se trata más bien de un enfoque “queerizante”), produce derivas teóricas, empíricas y políticas medulares. En efecto, ya en su introducción a Todo sexo es político Mario Pecheny había problematizado la traslación demasiado vertiginosa de la teoría queer desde las humanidades (operantes en un terreno lenguaje-lenguaje) a las ciencias sociales (lenguaje-realidad). No para interferir la eficacia crítica de la teoría queer sino para ajustar los cuidados con que esa traspolación debe ser realizada para hacerla fructificar en la investigación. Esa es precisamente, en mi opinión, una de las fuentes de la extraña familiaridad que produce el libro ante la tentación de una asunción acrítica de una nueva etapa en la política de la sexualidad y el deseo.
A pesar de las reiteradas enunciaciones nutridas por la crítica foucaultiana a la noción represiva o negativa del poder, me parece que todavía estamos desprovistas/os de conceptos adecuados para analizar las figuras recientes de la dominación. Nos cuesta pensar que cuando nos reconocen, nos integran, nos incluyen y nos protegen, nos están dominando. Solo vemos poder y opresión donde está la prisión, el hospital y en última instancia las armas. Si hay estado de derecho, democracia, leyes, el poder se hace invisible e incluso deviene amistoso, cuando no emancipador. Por eso quedamos inermes ante la sociedad de control que ya no subordina solo por el castigo, el encierro y la muerte.
Los ensayos de La producción de la sexualidad nos precaven contra esa mirada naïve de la realidad actual, en la que pareciera que solo se trata de “profundizar” o alcanzar “lo que falta”. En estos días en que la Argentina fue barrida por la consigna de “El Papa somos todos”, en que se archivó toda posibilidad de una legalización del aborto e incluso de la reforma del Código Civil, podemos percibir la fragilidad de los entusiasmos por la “nueva época”. Se nos visibiliza la contracara de la bondad justiciera del Estado, las contraprestaciones en haber afirmado su soberanía. Habíamos pasado de la crítica del Estado como vara represiva a la sumisión al Estado como garante de derechos, olvidándonos de su ambivalencia constitutiva, pues esa condición remite a las desigualdades estructurales de la sociedad capitalista. Estimo que necesitamos recuperar una actitud de extraña familiaridad con el Estado adecuado al orden burgués. No para desdeñar las posibilidades de sus garantías –es un error simétrico considerar al Estado como un sujeto monolítico y maligno– sino para calibrar la confiscación de subjetividades propias de toda normativización. Al menos mientras el Estado no sea autoexpresión de la ciudadanía emancipada.
Me resisto a concluir sin añadir una apostilla sobre la uniformización del territorio investigado del libro, cuyo subtítulo recorta el espacio: “en la Argentina”. En verdad en sus textos se analiza preferentemente el espacio porteño. Así se pierde la diversidad de situaciones provinciales y municipales, en algunos casos bien distintos de Buenos Aires. No es en modo alguno lo mismo ser gay, lesbiana o trans en Jujuy, Chaco o Buenos Aires. Creo que incorporar otras espacialidades y las situaciones extracéntricas aportaría a seguir cultivando la extraña familiaridad tan esencial al pensamiento crítico. Pero esta es sólo una observación lateral que no opaca la importancia de La producción de la sexualidad, uno de esos libros “inevitables” en todo relevamiento científico y político de los temas de la sexualidad en una “nueva época” cuyos rasgos aún debemos discutir.