25/04/2024

Bandidos y (no) violencia en la narrativa alemana breve de tema criminal de la Ilustración tardía (F. Schiller y A. G. Meißner)

Por

 
La narración de crimen de fines del siglo XVIII: hacia una nueva estética de la sobriedad
 
Carola Pivetta
(Universidad de Buenos Aires)
carolapivetta@hotmail.com
 
Tanto la narración Un bandido porque la sociedad humana lo expulsó, aunque no tuviera culpa de A. G. Meißner[i] como El delincuente por infamia, de F. Schiller,aparecida originalmente en la revista Thalia en 1786 y reeditada en 1792 en el volumen Kleine prosaische Schriften, con ligeras modificaciones, bajo el título El delincuente por culpa del honor perdido, plantean el problema de la violencia, a dos niveles: el de lo representado y el del modo de la representación. Pues si ambas narraciones denuncian la impotencia de los oprimidos ante las formas de la violencia social, estatal y jurídica imperantes, mostrando la criminalidad como resultado de procesos sociales de estigmatización y segregación que pueden convertir a cualquiera en un marginal a la ley, lo hacen mediante una recusación de lo truculento y lo morboso. La condición necesaria para hacer más efectiva esa denuncia es entonces la sobriedad en la representación; por eso, en ambos casos se evita todo exceso sensacionalista y se omite narrar los actos de violencia tanto de los delincuentes como del Estado que los condena a la pena capital y los ejecuta públicamente.
Dice Meißner en el prólogo a los volúmenes decimotercero y decimocuarto de la tercera edición de sus Skizzen [Esbozos], que reúnen viejas y nuevas Kriminalgeschichten:
No me interesaban precisamente los casos extraordinariamente intrincados ni mucho menos las vistosas atrocidades; antes bien, he dejado de lado sin usarlas algunas colaboraciones que me habían ofrecido justamente porque no eran más que tremendas historias de asesinatos. Espero, en cambio, que no se halle entre estas historias ninguna que no exponga en uno u otro aspecto un rasgo curioso del corazón humano; que no ofrezca ocasión de observar el singular encadenamiento del bien y el mal, la delgada línea que separa la virtud, la debilidad y el vicio, lo incierto de los juicios humanos, el modo en que el vicio se traiciona a sí mismo u otras verdades semejantes. Si a veces no expuse esto con mayor detalle en la narración misma, tal cosa se debe a que no quise anticiparme al juicio del lector y a que no me parece para nada aconsejable exprimir un limón hasta sus últimas gotas (9).[ii]
La deliberada exclusión de “vistosas atrocidades” es compartida por Schiller, quien en las reflexiones que preceden a la historia de Christian Wolf propiamente dicha, aboga por un estilo objetivo que aspira a “enfriar” al que lee, en contra del método que consiste en “seducir el corazón de[l] lector con un discurso arrebatador” (Schiller, 2005b: 81);[iii] mientras que este proceder es atribuido al orador y el poeta, aquel es propio del historiador. Por cierto, el suabo concibe aquí la escritura como historiografía, negando toda elaboración ficcional y subrayando la presunta autenticidad de los hechos ya desde el subtítulo de la versión de Thalia (“Una historia verdadera”): la “Historia” –postula– ha de ser una “escuela de formación” (id.), que no se contente “con el mísero mérito de [suscitar] nuestra curiosidad” (id.) o despertar “un gesto de sorpresa”, lo cual resultaría inevitablemente “infructuoso para la vida burguesa”, sino que estimule “la libertad republicana del público lector al que le compete juzgar por sí mismo” (id.), propiciando la “posibilidad de comparación o aplicación” (ibíd.: 80) entre lo leído y su propia experiencia.
Es ostensible la proximidad entre estas programáticas consideraciones preliminares y el propósito declarado por Meißner en el prólogo citado (poner estas historias de crímenes “reales” al servicio de la exposición de una verdad, sin anticiparse al juicio del lector). En el presente trabajo intentaremos determinar hasta qué punto estos objetivos se cumplen en las dos narraciones de bandidos a analizar, a partir de un cotejo que ponga de relieve sus principales afinidades y diferencias, focalizando en particular en el modo en que se construye la imagen del criminal y en la función asignada al narrador. En otras palabras, la comparación tendrá por finalidad última establecer en qué medida la propuesta común a ambos autores de abordar la materia criminal de un modo sobrio y estimulando una recepción crítica se ve plasmada en forma consecuente en las narraciones de cada uno.
El bandido como víctima de la violencia institucional: semejanzas y diferencias en la configuración de los personajes de Johann y el Tabernero del Sol
Las similitudes entre la narración de Meißner y la de Schiller son notables, en particular en el plano argumental y en la concepción de la criminalidad que subyace a ellas: ambas son protagonizadas por sujetos de origen modesto (en el primer caso, se trata del hijo de un desollador, Johann, que solo consigue ocupaciones precarias y pasajeras como aprendiz de cerrajero, peón rural, cazador furtivo y soldado; en el segundo, del hijo de un tabernero, cuyo negocio se ha venido a menos), a quienes una serie de contingencias desfavorables empuja a una existencia al margen de la ley, como bandidos. La génesis de la criminalidad se explica principalmente por la influencia nociva del entorno social; las biografías familiar y personal de los protagonistas se exponen con vistas a denunciar cómo las buenas cualidades naturales de ambos se ven pervertidas por efecto de las injusticias que rigen las relaciones humanas en una sociedad absolutista, aún fuertemente feudal y jerárquica: así como el padre del protagonista de Un bandido…, desollador al servicio de un joven conde, es víctima de la arbitrariedad de este aristócrata, que lo culpa injustificadamente por la muerte de un dogo a su cuidado y no vacila en quitarle “su pan y su puesto” (26), pese a su edad avanzada y a la lealtad e idoneidad con las que durante toda su vida aquel ha cumplido sus deberes de sirviente y súbdito, Johann, su hijo, es despedido por un maestro cerrajero cuando este se entera del desacreditado oficio de su padre, olvidando injustamente lo “solícito, obediente, retraído, dócil y temeroso de Dios” (id.) que le había parecido hasta entonces el joven aprendiz. Mientras que aquí el abuso de poder y el hostigamiento se manifiestan principalmente en los personajes del tiránico conde y el prejuicioso artesano, la animosidad hacia Christian Wolf aparece menos personalizada: es la comunidad entera de ese distrito “que no pertenecía por aquel entonces a la Alemania ilustrada” (Schiller, 2005: 100) la que se muestra hostil con el joven tabernero, desde los camaradas que se burlan de su repulsivo aspecto físico hasta el niño que lo repudia sin siquiera conocerlo. El autor elude así cualquier explicación, necesariamente reduccionista, de la caída de Wolf que tienda a establecer una responsabilidad individual (encarnada en personajes particulares retratados hiperbólicamente como la encarnación del mal, la veleidad o el prejuicio) y unilateral (personajes a los que se atribuye la exclusividad de la culpa, exculpando, en cambio, al protagonista). Asimismo la relación entre Christian y Robert es configurada de modo tal que se evita mostrar al futuro asesino y capitán de la banda de malhechores como mera víctima pasiva de una flagrante injusticia como las padecidas por el desollador y su hijo; la enemistad personal entre el cazador furtivo y el montero del guardia forestal está determinada, antes bien, por el lógico antagonismo recíproco derivado de sus modos de ganarse la vida, así como por los celos mutuos y la rivalidad esperable entre dos pretendientes de una misma mujer. Tampoco se escatiman los rasgos cuestionables de Wolf, tildado de “vanidoso”, “demasiado cómodo y demasiado ignorante”, “orgulloso”, “débil incluso para cambiar el señor que hasta entonces había sido por un campesino” (84) y tan altanero y prejuicioso como los demás miembros de su comunidad ante el miserable que está por debajo de él en la escala social, como prueba el desdén con el que repudia a Johanna al salir de la penitenciaría.[iv] Mientras que Meißner construye caracteres esquemáticos y unidimensionales, Schiller complejiza las motivaciones del accionar de sus personajes, que ganan con ello en verosimilitud y profundidad psicológica.
También la relación entre el protagonista y la banda de delincuentes difiere considerablemente. Johann es una excepción a la regla general de crueldad y amoralidad que prima entre el resto de los bandidos; tal contraste se pone de manifiesto en las diversas reacciones de los personajes ante arresto de la “pandilla”: mientras que aquel se entrega sin resistencias a los representantes de la ley, sus compañeros hieren a los oficiales; las maldiciones e improperios de estos contrastan con la “extraordinaria contención” (25) y las lágrimas de arrepentimiento de aquel, que, detenido, eleva plegarias que conmueven incluso a los duros carceleros y es el único en colaborar con la ley confesando sus delitos. La singularidad de Johann puede verse también en su actitud hacia las víctimas de los robos y atracos:
Su blando corazón hacía, antes bien, que a menudo intercediera ante los demás [bandidos] a favor de ellos [las víctimas] y a diversas personas asaltadas, cuando el hampa de bandidos partía, les desataba nuevamente las ataduras a escondidas, de modo que una vez, mientras lo hacía, estuvieron a punto de atraparlos a todos, y solo con el mayor esfuerzo pudieron escapar. Todo aquello para lo cual podían usarlo sus camaradas era para abrir cerraduras y puertas, un conocimiento que debía aún a su anterior oficio de cerrajero y sin el cual, en virtud de su buen corazón, se habría depravado hasta llegar a ser incluso un maleante (28).
Una tajante línea divisoria separa a los depravados malhechores que practican una violencia injustificada de este bandido a su pesar cuya sensibilidad (“blando corazón”, “buen corazón”) y cuya formación (su saber técnico sobre cerrajería) lo preservan justamente de rebajarse a la altura de un “maleante” cualquiera. Pero la dicotómica contraposición entre los bandidos ordinarios y el buen Johann, un ser esencialmente distinto del resto de sus crueles compinches, resulta problemática, a la luz del postulado que Meißner procura probar, a saber, que el criminal debe ser considerado un desdichado más que un perverso, ya que llega al crimen “porque la sociedad humana lo expulsó, aunque no tuviera culpa”. Tal concepción entra en contradicción con la excepcionalidad de un delincuente moralmente superior al resto, que lo vuelve un caso no representativo.
Schiller, en cambio, subraya que no existe una diferencia esencial entre el gran criminal y el ciudadano honrado, ya que “[u]na y precisamente la misma volubilidad y el mismo deseo pueden manifestarse en miles de formas contradictorias (…), y miles de caracteres y hechos desiguales pueden, a su vez, haber surgido de una sola inclinación” (80), es decir, que tanto uno como el otro son movidos por idénticas pasiones, solo que en aquel estas energías se manifiestan con una intensidad y violencia extremas. La biografía del delincuente se vuelve así tan representativa como “instructiv[a]” (79), ya que permite, mediante un razonamiento analógico, comprender mejor lo universalmente humano. El énfasis con que el narrador constata que el delincuente es “un hombre como nosotros” y no “una criatura de una especie extraña, cuya sangre corre de forma distinta a la nuestra, cuya voluntad obedece a otras reglas que la nuestra” (81) pone de manifiesto el afán del escritor de Marbach por enmendar su propia estetizada concepción temprana del bandido sublime a la manera del aristocrático Karl Moor, personaje que, pese a su conversión y acatamiento de la ley al final del drama Los bandidos (1781), queda en la memoria colectiva de sus contemporáneos como encarnación del heroico transgresor que se rebela contra las normas sociales opresivas y reivindica el derecho a la autodeterminación individual. Acaso la marca más inequívoca de esta autocrítica en la narración de 1786 sea la caracterización del bandolerismo como un “triste oficio” (101), designación en la que ya nada queda de la grandiosidad con que se adornaba el crimen en aquella obra juvenil.[v] La reconsideración crítica de la obra temprana que lo volvió un dramaturgo reconocido supone asimismo una revisión del modo en que ha de tratarse la violencia: Schiller comprende que si la decisión final de Karl Moor de entregarse a la ley ha sido olvidada o relegada a un segundo plano en la recepción de aquella pieza, esto se debe en gran medida a la conmoción que provoca una representación exaltada de numerosos actos de violencia en escena (piénsese en la sucesión de muertes del último acto, de resonancias shakespearianas, en el que expiran el viejo Moor, Amalia a manos de Karl, y Franz Moor, ya sea ejecutado por los bandidos, ya sea como resultado de su suicidio, según la versión).[vi] Por eso en Un delincuente… elude narrar los actos brutales perpetrados por el Tabernero del Sol.[vii]
Si las narraciones cotejadas muestran por igual cómo la violencia derivada de la imposición de condiciones de vida que estigmatizan al individuo conduce a la disolución de los lazos sociales y, a su vez, las reiteradas frustraciones del marginado para integrarse desembocan en el resentimiento y el deseo de venganza contra el género humano, que se traduce en una agresividad de este dirigida contra la sociedad, una diferencia crucial es el nivel de degradación alcanzado por los protagonistas: mientras que Johann jamás pierde de vista lo censurable de su propia conducta criminal, conservando en todo momento la consciencia de que “ya por tu primer andanza mereces la muerte” (27), Wolfllega a despreciar la moral y la legalidad burguesas al punto de regocijarse en la práctica de la violencia por la violencia misma, como queda en evidencia cuando reconoce el “deleite” que le provoca infringir, ahora “por propia elección” y ya no obligado por las circunstancias, las leyes “beneficiosas para el mundo” (90) y admite no tener reparos en “burlarme del edicto real y perjudicar a mi señor” (id.). La intacta consciencia moral de aquel bandido sensible contrasta con la absoluta depravación del animalizado delincuente por infamia, que reniega de los valores de la sociedad que lo segrega “como un apestado” (99), busca refugio al margen de esta, en el bosque, y cree encontrar entre los parias y excluidos del mundo burgués un modelo alternativo de agrupación humana, basado en la fraternidad y la solidaridad, ilusión que muy pronto se probará errada, pues entre los bandidos no reinan –como reconocerá pronto el decepcionado Wolf– la camaradería ni la amistosa concordia, sino los mismos prejuicios, envidias y recelos, el mismo hambre y la misma miseria que en la prejuiciosa sociedad.
Ni violencia estatal ni justicia por mano propia: soluciones conciliadoras para reincorporar al criminal
Es posible leer la renuencia a narrar la ejecución de los bandidos al final de las dos narraciones en cuestión[viii] como una tácita protesta contra la pena de muerte, en el espíritu de las ideas reformistas e ilustradas que tanto Schiller como Meißner apoyan y propagan en sus escritos. La ausencia de descripción del funesto fin de Johann y Wolf en manos del verdugo recuerda el argumento que C. Beccaria esgrime en su célebre tratado Dei delitti e delle pene (1764) contra la pena capital: allí este pone precisamente en boca de un bandolero la pregunta de por qué el individuo tendría que evitar la violencia, si el propio Estado no lo hace. La crueldad excesiva con que la escenificación pública del suplicio compensaba “la inseguridad jurídica y la debilidad de un poder estatal inestable” (Dainat, 2009: 152)[ix] empiezan a ser consideradas en el siglo XVIII un uso ilegítimo de la fuerza, un acto de prepotencia estatal.
Pero así como se condena el abuso de la fuerza por parte del Estado también las extralimitaciones del marginal son puestas en tela de juicio en ambas narraciones. Pese a las diferencias observadas en la configuración de los protagonistas y su vínculo con sus compañeros malvivientes, en un punto fundamental se observa una coincidencia: ni el Tabernero ni Johann tienen demasiado en común con el difundido tipo del bandido como justiciero y rebelde social. Pese a la misericordia de Johann por sus víctimas, es evidente que poco hay en él del temerario vengador que protege a los oprimidos contra los poderosos (el personaje no se destaca en absoluto por ser un gran criminal, ni siquiera llega a ser el líder de la banda). El caso de Wolf es más complejo: es cierto que conserva algunos atributos del noble robber tal como lo ha descripto E. Hobsbawm en su ya clásico estudio Bandits;[x] no obstante, nada más alejado de las intenciones del personaje que sancionar a los ricos para subsanar las carencias de los más desfavorecidos.[xi] El tipo del bandido rebelde y contestatario aparece, en todo caso, encarnado en otro personaje de Un delincuente…: el anterior líder de la banda. El contraste entre ambos outsiders es ostensible: mientras que las reivindicaciones de Wolf nunca trasponen el plano de lo meramente individual (“Quería conseguir con amenazas lo que le había sido negado” (84) tanto por la sociedad como por una naturaleza que “había descuidado su cuerpo” (83)), las ideas del otro son mucho más radicales; en la extensa conversación que mantienen en el bosque, este último, al saber que tiene ante sí al famoso tabernero del Sol, hace una encendida defensa de la caza furtiva y denuncia tanto la opresión de los desposeídos como su contracara, los privilegios de los poderosos, en un cuestionamiento incisivo del statu quo y las jerarquías sociales (Freund, 1980: 16). Por más que la valoración de este único bandido que se destaca del grupo además de Wolf sobre la caza clandestinasea tácitamente compartida por el narrador, que al principio recurre a la paradójica fórmula “robar honestamente” (84) para describir ese ilegalismo que en esa época goza de un amplio consenso social,[xii] varios indicios en la obra dejan entrever que la radicalidad de aquel revolucionario en potencia que aspira a transformar la sociedad desde sus fundamentos no es la postura con la que el autor se identifica. Entre estos indicios se cuentan el modo en que aparece representado el pueblo como un “populacho” (105) petulante y supersticioso[xiii] y sobre todo el desenlace en el que Wolf, una vez que su deslumbramiento inicial por los marginales se desvanece, termina por entender que la regresión al estado de naturaleza no supone una vida de “favores y placeres sin límite” (100), sino una profunda bestialización. Esto implica que no hay retorno posible, para el hombre moderno, a un estado de naturaleza incorrupto; por eso, Wolf, una vez que ha experimentado que la renuncia a la vida civilizada solo conduce a la total animalización y degradación de sí, asume nuevamente su lugar dentro del orden social y se reconcilia con el Estado.
También el final de Un bandido… prueba que nada puede resolver quien pretende compensar las falencias de la autoridad estatal haciendo justicia por mano propia. La colaboración del hijo del desollador, tras ser arrestado, con las autoridades –al igual que la sumisión voluntaria del tabernero a la ley previamente desacatada– evidencia la solución conciliatoria compartida por Schiller y Meißner. Estos desenlaces atenúan indudablemente la crítica social implícita en el diagnóstico de una causalidad eminentemente social del delito, crítica cuyo principal blanco es la ausencia de Estado o sus deficiencias (puesta en paralelo con la carencia de padre de los protagonistas y/o la perversión de los padres sustitutos).[xiv] Por cierto, el afán de ambos autores por hacer comprensible la reacción violenta del outsider, evitando estigmatizarlo a priori o mostrarlo como un monstruo, no es llevado hasta sus últimas consecuencias, en la medida en que el desvío hacia el crimen es visto, en última instancia, como un error subjetivo que hay que superar y reparar. La reconstrucción de las dos biografías criminales en base a las confesiones voluntarias de los delincuentes, es decir, adoptando el punto de vista del arrepentido, expresa este rotundo rechazo al ejercicio de la violencia como respuesta individual a la renuncia del Estado a ejercer su función de protección. A la imagen del bandido rebelde y justiciero se impone pues la del criminal que recapacita y termina por enmendarse y volver al seno de la sociedad, un modelo tan alejado del delincuente heroico que denuncia el orden imperante como injusto y aspira a subvertirlo como del bandido melancólico que entronizarán tras la Revolución Francesa novelas como Rinaldo Rinaldini de Vulpius (1797) y sus numerosas imitaciones de elocuentes títulos (Concino Concini, Rocco Roccini, Florens Florentini, Rolando Rolandini, cf. Dainat, 1996: 29), protagonizadas por un bandido noble que actúa como patriarca justo, erigiendo un ideal arcaico, anacrónico y teñido de nostalgia.[xv]  
Schiller y Meißner concuerdan pues en la perspectiva general –burguesa, paternalista y antirrevolucionaria– que propicia un pacto entre clases, en virtud del cual la aristocracia debería revertir su conducta abusiva y despótica y velar por el bienestar de sus súbditos y, a su vez, el pueblo debería deponer toda forma de violencia inconducente y someterse a las decisiones de gobernantes ilustrados y benevolentes. Antes incluso del estallido de la Revolución Francesa, en la narración de crimen alemana la violencia es recusada desde una perspectiva reformista.
Alcances y límites del programa ilustrado en Meißner y Schiller: ¿el narrador como garante de la libertad republicana del lector?
La coincidencia en la perspectiva general de las obras no quita que las estrategias narrativas que ponen en juego sus autores diverjan, no solo en cuanto a la construcción de los personajes, sino asimismo en lo que atañe al rol del narrador. Pues la sobriedad reivindicada por ambos como un modo de diferenciarse de literatura sensacionalista contemporánea que en pos de entretener renuncia a todo propósito moral[xvi] se traduce en una común exclusión de sangrientas atrocidades y golpes de efecto, pero no en una objetividad estilística equiparable: mientras que el narrador de Un delincuente… emplea un lenguaje cercano al de las crónicas o las actas judiciales y evita, con contadas excepciones, las valoraciones subjetivas (Freund, 1980: 13), el de Un bandido… se aleja, sobre todo al final, de la objetividad del informe documental, en procura de fijar un sentido al relato. El último párrafo es, de hecho, una extensa intervención del narrador, que se inicia con la siguiente observación: “Tal vez a alguno esta historia le parezca insignificante, pero no haría entonces más que probar su ligereza en la lectura” (28). A este anuncio que impugna una lectura superficial de la historia del hijo del desollador, sigue un comentario que explicita el sentido profundo en el que hay que entenderla: como alegato contra el prejuicio y a favor de la igualdad de todos los hombres, realizado en nombre de la razón y el derecho natural.[xvii] Una vez que el narrador omnisciente ha aclarado esta enseñanza moral, a su juicio incontestable, que debe deducirse de la obra, inquiere si es más condenable quien delinque porque no tiene otra salida y “debe robar” pues la sociedad lo margina o los “hombres crueles [que] no están dispuestos a dejarlo vivir” (id.), una pregunta cuya respuesta ha sido inducida de antemano por adjetivos y comentarios tendenciosos, así como por el título (en la versión de 1796). Compárese la larga serie de preguntas retóricas finales que, en un claro afán por inflamar los sentimientos del receptor, buscan propiciar tanto la simpatía hacia el protagonista, un “hombre cabal” “dispuesto a arriesgarse a todo antes que a convertirse en un bandido” (id.), como la indignación ante las injusticias padecidas por él y por el “honesto anciano benemérito” (id.) de su padre, mediante interpelaciones del estilo de “¿quién podrá no indignarse al ver (…)?” o “¿Quién no se encoleriza ante el bárbaro prejuicio (…)?” (id), con las cuestiones que es invitado a dilucidar el lector a quien Schiller trata de mantener frío e impasible, a saber, si Wolf ha tenido derecho al apelar a la tolerancia de su soberano o si cuando le escribe la súplica implorando perdón ya está irremediablemente perdido para el Estado (83), y se comprobará fácilmente cuál de los dos escritores deja más margen para que el lector saque sus propias conclusiones.
A la luz de este final de Un bandido… en el que el narrador parece exprimir el “limón hasta sus últimas gotas”, incurriendo así en el vicio que el propio Meißner desaconseja en el prólogo citado al inicio de este trabajo, es válido sospechar que la intención de no anticiparse al juicio del lector anunciada en dicho prólogo (escrito casi dos décadas después de sus primeras Kriminalgeschichten y al menos doce años posterior a la que aquí analizamos) no pasa de ser, en gran medida, un mero aspaviento retórico, una simple repetición mecánica de fórmulas popularizadas por la exitosa narración de Schiller, que, sin embargo, no siempre encuentran una aplicación rigurosa en las narraciones de aquel. Tanto el tono didáctico y paternalista con el que al final de Un bandido… se ofrece una moraleja ya digerida y se explica cómo debe leerse la historia como la caracterización maniquea de personajes carentes de matices con los que el receptor puede identificarse sin dificultad atentan contra el propósito, implícito en la apelación al juicio autónomo del lector, de promover la autoformación de este, su capacidad de pensar por sí mismo (intención que exige una colaboración activa del receptor, a diferencia del rol pasivo que suponían otras formas literarias edificantes de la Ilustración temprana como la narración moral).
Esta constatación, no obstante, lejos de suponer necesariamente un juicio de valor negativo o desmerecer la obra de Meißner, permite estudiar los curiosos modos de interacción entre manifestaciones de las usualmente llamadas (a falta de una designación más convincente) literatura popular y la literatura alta, una interacción tanto más fluida y fructífera cuanto que para la segunda mitad del siglo XVIII, período caracterizado en Alemania por una incipiente pero acelerada mercantilización de la literatura, todavía no está plenamente consumada una separación tajante entre ambos ámbitos (Bürger, 1982). Pues si bien es cierto que al escribir el prólogo de 1796 Meißner parece echar mano a fórmulas ya consagradas por Schiller, en conformidad con la tendencia de la literatura trivial a la repetición de esquemas y motivos exitosos e incluso al “autoplagio constante”, que “procura conformidad y la pérdida de ‘acentos socialmente utópicos’” (Borchmeyer Trivialliteratur, cit. en Dainat, 1996: 31), no lo es menos que en El delincuente… se retoman no pocos aspectos de la novedosa representación del criminal que el autor de los Skizzen comienza a imponer desde fines de la década del 70 del siglo XVIII.
De la interacción entre la literatura alta y baja o de cómo los escritores “serios” explotan los “trucos” de literatura popular
En los años en que compone la historia de Wolf, Schiller tiene muy presentes los para entonces difundidísimos Skizzen, que en 1786 ya van por su segunda edición, tal como prueba una carta de su puño y letra de junio de 1788 a su amigo Ch. G. Körner en la que el a la sazón editor de Thalia opina que para que una revista tenga un número de suscriptores que le permita subsistir en el tiempo es necesario hacer concesiones al gusto general, apelando a “lo bizarro y extraño” que ofrecen, por ejemplo, las “narraciones morales picantes o poetizadas, [los] cuadros de costumbres, [las] descripciones satíricas”, así como los “diálogos a la manera de Meißner” (cit. en Kosenina, 2004: 91). La actitud ambivalente del Schiller de estos años hacia la literatura de entretenimiento contemporánea puede observarse en el prólogo que escribe en 1792 para una nueva selección y traducción de las causas célebres que medio siglo antes habían granjeado fama internacional al abogado del Parlamento francés F. Gayot de Pitaval:[xviii] allí tras constatar el gusto mediocre del público lector, debido a la normal “propensión de los hombres a situaciones pasionales y embrolladas” (Schiller, 2005a: 75), el prologuista aprueba la publicación de estos casos en los que, como él mismo observa, abundan intrincados y variopintos enredos; tras denostar a los “escribientes mediocres” y los “editores ávidos de ganancias” que aprovechan la “creciente necesidad de leer” (id.) de los sectores más bajos de la sociedad, cuya formación espiritual ha sido relegada por el Estado, para “poner a circular sus malas mercancías, aunque sea a costa de toda cultura del pueblo y de toda moralidad” (id.), llama a los buenos escritores a aprender de la observación de los “trucos” (ibid.: 76) de sus colegas de medio pelo y explotar los géneros ligados al entretenimiento que gozan del beneplácito general para educar espiritualmente a un público lo más vasto posible. Pese a su recelo ante el avance del mercado en las bellas letras, Schiller comprende que lo bueno y lo verdadero solo pueden alcanzar una difusión amplia si se consiente en aderezarlo con lo “bizarro y lo extraño” o, en otras palabras, que la mercantilización de la literatura no solo ofrece ganancias económicas y un medio de subsistencia a escritores, editores, libreros y otros eslabones de la cadena de producción y comercialización de los materiales de lectura populares, sino asimismo un foro para difundir las ideas ilustradas.
En sus obras en prosa de estos años, él mismo pone en práctica –no sin contradicciones y tensiones– lo que convoca a hacer en este breve encomio de la literatura de crimen en virtud de su potencial tanto estético como moral. Así como pocos años más tarde en la novela inconclusa El visionario (1787-89) explotará elementos de la literatura gótica tan de moda hacia fines del siglo XVIII, subvirtiendo su uso habitual en las manifestaciones más elementales del género, a fin de formular un ataque radical a toda forma de superstición y superchería, en Un delincuente… hace suya la original comprensión de la criminalidad que Meißner había adoptado ya en narraciones pioneras como Incestuoso, incendiario y asesino al mismo tiempo según la ley y, sin embargo, un joven de alma noble (1778). De este primer escritor en propagar el término Kriminalgeschichten (Foltin, 1977: 548), Schiller retoma el interés antropológico y psicológico por el ser humano, cuya psiquis puede estudiarse tanto mejor a partir de los casos extremos, patológicos (el criminal), la concepción del delincuente como un desdichado digno de compasión, como un enfermo al que es necesario curar (resocializar), la convicción de que las actas criminales proporcionan un material valioso para trazar una “historia secreta del corazón humano”, el punto de vista que prioriza la “historia interior” (para usar la expresión propuesta por uno de los primeros en teóricos de la novela)[xix] en lugar de la acción violenta (aventuras),[xx] así como la distinción entre imputabilidad legal y moral.[xxi] Es evidente entonces que Un delincuente… no inaugura la Kriminalerzählung alemana, como ha afirmado equivocadamente Freund (quien en esto ya ha sido corregido por Kosenina, 2004: 91), pero sí marca un punto culminante en la narrativa de crimen basada en casos reales que venía siendo cultivada por Meißner y otros contemporáneos hoy poco recordados.
Las afinidades que es posible constatar entre un autor de best sellers como Meißner y un intelectual que pronto será entronizado, junto con Goethe, en el panteón de la literatura alemana, se explican porque todavía en la década de 1780 estos dos ilustrados tardíos comparten la idea de que la literatura debe cumplir una función moral: transmitir pautas de conducta para formar al lector como ciudadano, proporcionándole una diversión útil, que lo conmueva y lo haga reflexionar al mismo tiempo. Pero poco después esto comienza a alterarse; el rumbo que seguirá luego cada uno de estos escritores da testimonio de la ampliación cada vez mayor de la brecha entre la literatura alemana alta y baja:[xxii] a medida que Schiller desarrolla, a partir de la lectura de Kant, una concepción autónoma del arte, deja de lado la narrativa para volcarse exclusivamente a la lírica y al drama (Burello, 2006); Meißner, en cambio, sigue cultivando las formas breves en prosa, aunque haciendo cada vez más concesiones al gusto del público. En sus posteriores narraciones de bandidos, en las que proliferan los motivos trillados, los personajes estereotipados, las tramas convencionales, se observa un giro de una perspectiva conciliatoria y reformista a una visión directamente conformista del mundo: esas Räubergeschichten anticipan el tipo del bandido romántico, que pierde casi todas las aristas críticas, ya sea en su versión idealizada (el virtuoso protagonista de La taberna de los bandidos, 1785, que en lugar de degradarse como Wolf hasta la máxima brutalidad al convivir con los malhechores y forajidos a cuya cabeza acepta ponerse, consigue civilizar y pacificar a esos seres pervertidos que le han jurado obediencia ciega, evitando con su prédica y su buen ejemplo el derramamiento de sangre) o demonizada (los bandidos codiciosos, salvajes y lujuriosos mostrados ahora como bárbaros irrecuperables para la sociedad en Die Edelfrau unter Mördern [La aristócrata entre asesinos], 1785, o Der Hundssattler und der Leinweber [El ensillador de perros y el tejedor], 1796).
 
Bibliografía
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[i] Esta narración de Meißner aparece por primera vez en 1780 según su primer biógrafo R. Fürst (1894: 163) y en 1784 según A. Kosenina (2004: 88). Las fechas corresponden a la primera y la segunda edición de los Skizzen [Esbozos], una recopilación que consta de varios tomos de anécdotas, fábulas, historias de crimen y otras formas breves; el título (Ein Räuber, weil die menschliche Gesellschaft ohne Schuld ihn ausstieß) es un añadido que data de la tercera reedición de 1796 (ibid.: 88). No he podido verificar si el año consignado por Fürst es correcto o si se trata de un error porque no he tenido acceso a la primera edición.
[ii] Las citas de Meißner se basan en la edición a cargo de A. Kosenina consignada en la bibliografía final, de la que indicaremos únicamente el número de página entre paréntesis. Todas las traducciones son nuestras.
[iii] En lo sucesivo, citaremos siempre a partir de esta edición, indicando solo el número de página entre paréntesis.
[iv] Al reencontrar casualmente en condiciones de enfermad y denigración a la que fue su amada, lejos de solidarizarse con ella, Wolf le echa en cara ser una “puta de soldados” (89).
[v] Schiller evita deliberadamente en la narración centrarse en personajes que puedan alimentar la idea de la sublimidad del crimen; de ahí que elija como protagonista a un delincuente común, alguien “cuyos vicios han de sofocarse ahora en una estrecha esfera burguesa y en el estrecho marco de las leyes” (80), y no a un gran criminal como el “monstruo de Borgia”, aunque le conste que ambos quedarían incluidos en una misma categoría en una clasificación de los vicios humanos como la que propone al comienzo de Un delincuente…. Persiste en 1786 la preocupación por la estrechez del mundo prosaico y la legalidad burguesa contemporánea, uno de los problemas centrales de los dramas juveniles de Schiller, pero ahora el escritor contempla con mirada (auto)crítica cualquier solución que glorifique la transgresión, la rebeldía contra el orden paterno y universal o una reivindicación absoluta del derecho al despliegue de la libertad ilimitada del gran hombre.
[vi] Guzzoni y Bennholdt-Thomsen (1979: 117) han señalado acertadamente que en Los bandidos la violencia ejercida como protesta contra el orden patriarcal opresivo no es condenada con la misma intensidad que la violencia destructora e ilegítima de los bandidos comunes.
[vii] La elipsis de estos años de la vida del capitán de bandidos es justificada apelando una vez más a la función didáctica de la literatura: “Paso por alto todo el capítulo siguiente de la historia, pues relatar sólo cosas desagradables no tiene nada de instructivo para el lector” (100).
[viii] Meißner ni siquiera nombra la pena a la que son condenados Johann y su banda, algo poco usual en este tipo de Kriminalgeschichte, que suele concluir con la mención de la sanción legal impuesta a los condenados; Schiller solo anuncia al comienzo, muy al pasar y como un hecho consumado, la muerte de Del Sol a manos del verdugo, sin volver a hacer alusión a ello.
[ix] Dainat compara allí la sobria Kriminalgeschichte de fines del siglo XVIII con la truculenta literatura moralizante y admonitoria de amplia circulación hasta los siglos XVI y XVII alrededor del cadalso (hojas sueltas, canciones, últimas palabras de los condenados, etc.), que solía representar con lujo de detalles, en viñetas que combinaban ilustraciones con textos breves o canciones, sangrientas escenas de ejecuciones públicas.
[x] Se enumeran aquí algunos: 1) Wolf es víctima de una injusticia que da origen a su carrera criminal (el ensañamiento y las reiteradas denuncias de Robert, que en tanto montero del guardia forestal, representa los intereses de la autoridad local, contra la cual se revela por lo general el noble robber); 2) no mata más que en legítima defensa o justa venganza (el asesinato de su rival se encuadra a este segundo caso y luego no comete ningún otro asesinato, a diferencia de Friedrich Schwan, el personaje histórico en el que Schiller se basa); 3) no es un ladrón vulgar ni le interesa enriquecerse con el potencial botín de su crimen, por eso deja el reloj y la bolsa dinero de su víctima y se lleva apenas lo indispensable para sobrevivir, aclarando que “[q]uería que me tuvieran por enemigo personal del muerto, pero no por su ladrón” (93).
[xi] Landfester ha señalado que Schiller borra cualquier indicio de radicalismo ideológico en la conducta y las ideas de Wolf, a fin de evitar una “psychologisch-sympathetische Darstellung” (1994: 179) que dé lugar a una identificación impulsiva, acrítica del lector y obstaculice la distancia reflexiva. Para una comparación pormenorizada entre Wolf y su modelo histórico, cf. además Guzzoni y Bennholdt-Thomsen, 1979 y Kosenina, 2014 (ambos cotejan la narración de Schiller con las actas y documentos oficiales conservados sobre Friedrich Schwan, así como con la biografía de este criminal publicada en 1787 por J. F. Abel, uno de los profesores de Schiller en la Hohe Karlsschule, la academia militar dependiente del duque de Wurtemberg, gracias al cual Schiller toma conocimiento del caso).
[xii] El contrabando, el robo de alimentos y de madera, la caza furtiva eran aprobadas por la población campesina en un contexto de gran derroche y ostentación cortesanos, de suba de impuestos y de enorme enriquecimiento de los más privilegiados (Kosenina, 2014: 49 y Lüsebrink, 1991: 180s.).
[xiii] Wolf aprovecha la ignorancia y credulidad del la población de ese distrito atrasado de Alemania para amedrentarla: su principal estrategia atemorizadora consiste en difundir entre “los campesinos ávidos de milagros” (100) el rumor de que ha sellado un pacto con el diablo.
[xiv] Un motivo central en la génesis de la criminalidad es la paternidad ausente o pervertida, tanto en el seno de la familia (ambos protagonistas pierden tempranamente a sus padres y la figura sustituta que asume el rol paterno en el caso de Johann –su tío devenido tutor– tiene una influencia nociva sobre este, a quien induce al abigeato y la mala vida) como en la sociedad en su conjunto (la arbitrariedad del joven conde que despide al padre de Johann tiene su equivalente en el príncipe que no responde a la carta en la que Wolf le implora perdón). Por cierto, al final de la narración de Meißner se formula de manera explícita la solución paternalista que propone el autor: “Colocad a este desdichado [Johann] bajo otras circunstancias, dadle padres influyentes por nacimiento, fortuna y capacidad en la esfera de los negocios públicos; y quizás entonces sus prójimos y su descendencia habrían incluido su nombre en la lista perdurable de los filántropos más excelsos y egregios por sus principios” (28s., el subrayado es nuestro). En la narración de Schiller, a su vez, la entrega del bandido a la autoridad solo se produce, significativamente, cuando el anciano juez recapacita y lo trata como un padre tolerante y comprensivo.
[xv] Dainat y Lüsebrink han estudiado la moda de la literatura alemana de bandidos que comienza a fines del siglo XVIII. Este último señala la tendencia a la ficcionalización y el alejamiento de la realidad (1991: 187) de las novelas de bandidos surgidas entre 1793 (Abällino de Zschokkes) y 1801 y el cambio de función del género después de la Revolución Francesa, cuando esta literatura pierde toda fuerza política y contestataria y se vuelve una moda inocua, que impone un tabú sobre las manifestaciones de la justicia popular. Tanto en el ámbito alemán como en el francés, con el surgimiento del así llamado romanticismo de bandidos [Räuberromantik], el mundo de los bandoleros se estetiza, una vez que estos ya han dejado de ser un problema real acuciante (pues las nuevas organizaciones policiales napoleónicas erradican del ámbito rural a este tipo de delincuentes). Entre las obras paradigmáticas de1991: 187) de esta etapa que demoniza o idealiza al bandido, Lüsebrink analiza una adaptación teatral francesa de Los bandidos de Schiller (Robert, chef de brigands, de La Martellière, 1792) y Rinaldo Rinaldini, novela en la que ve consumada la transfiguración romántica del bandido (1991:188).
[xvi] Conrad ha señalado “Die Absicht der publizierten Verbrecherakte, eine breite Leserschicht von der Lektüre fiktionaler Räubergeschichten abzulenken” (1974: 127), subrayando así el hecho de que en la narrativa de crimen alemana basada en actas reales de Meißner y Schiller a Feuerbach la impugnación de la invención y el pacto de lectura basado en la autenticidad apuntan a contrarrestar den “verherrlichenden Tendenzen in der ‘Räuberromantik’” y proponer un nuevo tratamiento de la temática criminal istinto del de la Schauerromantik (ibid.: 122); en el mismo sentido, ha destacado que Schiller, al avalar con su prólogo la nueva traducción de las causas célebres de Pitaval de su amigo Niethammer, procura proporcionar “ein Pendant zur Konsumliteratur der Lesebibliotheken” (id.).
[xvii] El final plantea una encendida defensa de la igualdad ante la ley, más allá de toda distinción estamental; pues “el hombre de cualquier estamento sigue siendo hombre y nuestro igual y (…), si se lo considera de acuerdo con el derecho de la naturaleza, el más harapiento mendigo puede decirle ‘¡Hermano!’ al noble capitular” (28).
[xviii] La selección, preparada por el pedagogo F. I. Niethammer, se edita entre 1792 y 1795 bajo el título Merkwürdigen Rechtsfälle als ein Beitrag zur Geschichte der Menschheit [Curiosos casos judiciales como una contribución a la historia de la humanidad].
[xix] Nos referimos a F. Blanckenburg, cuyo Versuch über den Roman [Ensayo sobre la novela] data de 1774.
[xx] La oposición entre “perpetrar la acción” (handeln) y “desearla” (wollen), entre los hechos y el pensamiento, es el modo en que se formula esto al comienzo de Un delincuente…, cuando el narrador, que ya ha expresado su reticencia a mostrar las “violentas emociones del hombre que actúa” (80) porque estas están tan separadas del “ánimo tranquilo del lector” y por lo tanto es imposible salvar el “hueco” (id.) entre ambos, muestra hacia qué lado se inclina con la siguiente pregunta: “¿por qué se le va a prestar menos atención a una manifestación moral que a una física?” (82). También a la luz de esta interiorización de la acción (magistralmente puesta en práctica por Schiller en el modo de narrar el asesinato, focalizando en los pensamientos íntimos de Wolf más que en los detalles objetivos de cómo dispara, etc.) se explica el rechazo a “lo extraño y fabuloso de la manifestación”, aquello que es objeto de la atracción del “soñador”, figura a la cual se opone el “amigo de la verdad”, que “busca madres para esos hijos perdidos” (id.), es decir, explicaciones profundas para los fenómenos llamativos.
[xxi] Con ello nos referimos al desajuste constatado por Meißner entre la responsabilidad jurídica y la responsabilidad moral de los protagonistas de sus Kriminalgeschichten, formulado como paradoja en muchos títulos de sus narraciones y expresado en la idea que el autor reserva para la conclusión de Un bandido…, donde cita una sentencia atribuida a Pope, según la cual “no todo el que realiza un acto de caridad es por ello caritativo” (29), esperando que el lector infiera de ella la verdad contraria: que no todo el que comete un crimen debe ser considerado por eso necesariamente un delincuente (este ejemplo muestra lo poco que se le exige aquí a la capacidad de juzgar por sí mismo del lector: una simple y obvia inferencia).
Es justamente esta perturbadora no coincidencia entre la culpa en términos legales y morales lo que hace necesario apelar al fallo del lector, a quien se cree capaz de notar las deficiencias del veredicto legal de jueces ciegos a toda consideración moral, mediante una consideración integral de la situación –que no solo contemple los hechos objetivos, sino también las causas íntimas por las que actúa el criminal–. Así, el potencial crítico de esta literatura queda en manos del lector, cuya suspicacia se incita, dado que a causa de la censura y de la autocensura imperantes a fines del siglo XVIII, el veredicto legal nunca es abiertamente cuestionado en estas Kriminalgeschichten (que solo manifiestan críticas parciales a procedimientos y arbitrariedades del sistema judicial, pero siempre respetando las inapelables decisiones de los jueces).
[xxii] Dainat (1996: 13) cita un documento de 1803 que presenta esta brecha como un abismo insalvable: se trata de una reseña que diagnostica la existencia de dos literaturas alemanas, una patricia y una plebeya, la primera de las cuales ignora por completo a la segunda; según el reseñista esta situación coloca a los escritores alemanes ante la disyuntiva excluyente de ser loados pero no leídos o leídos pero no loados.

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