16/04/2024

La noción de metabolismo social en el marxismo. Una categoría sin dialéctica

Introducción

La articulación sociedad-naturaleza debe ser entendida, irremediablemente, como mediación dialéctica. Es la mediación social la forma de articulación existente entre los mundos físico-biológicos y el mundo humano (que incluye dialécticamente al primero), y es irremediablemente mediación, pues, cada uno de ellos –si bien conforman la unidad diversa naturaleza-cultura/historia– se configura en base a premisas particulares y características singulares. Vale aclarar que entiendo por “cultura” la capacidad del hombre de construir su propia historia y de hacerlo socialmente en tanto conjunción individuo-colectivo en base a valores, principios y premisas inscriptos en un mundo complejo de significaciones (de ahora en más cultura/historia).

La perspectiva dialéctica implica suponer como fundamental a la relación sujeto-estructura como clave sobre la base de un proceso de contradicción, negación y de superación de la oposición (Galafassi, 2021). Es en este sentido, la dialéctica de una totalidad concreta nos permite construir un marco de interpretación que integra particularidad y totalidad, sujeto y estructura, en una dinámica procesual de transformación solo posible de captar cuando estas facetas/componentes dejan de ser dimensiones disociadas en una fenomenología de lo aparente.

La dialéctica es un enfoque que trata de captar toda la realidad exactamente como es, y a la vez como debiera ser, de acuerdo a lo que ella misma contiene en potencia. La dialéctica significa conocer las cosas concretamente, con todas sus características, y no como entes abstractos, vacíos, reducidos a una o dos características. Por eso la dialéctica significa ver las cosas en movimiento, es decir, como procesos; por eso la dialéctica descubre y estudia la contradicción que hay en el seno de toda unidad, y la unidad a la que tiende toda contradicción (Peña, 1958: 53).

El pensar dialéctico moderno estuvo asociado en sus inicios con la noción de totalidad orgánica (Garaudy, 1973: 156). Pero esta noción de totalidad orgánica debemos precisarla hoy y ajustarla en el origen de la dialéctica a su época. Esto se vuelve mucho más importante a los fines de este escrito. En aquellos momentos era una superación del mecanicismo lineal; hoy, sin embargo, luego del amplio desarrollo del funcionalismo y la teoría sistémica, la noción de totalidad orgánica está asociada a un equilibrio normativo y a igualdad de sus componentes en función de la estabilidad del todo. Muy lejos está la concepción moderna de totalidad orgánica en este presente (que también suele asociarse a metabolismo) de las nociones de negación de la negación, de contradicción y de superación en la oposición. Es en este sentido que debe situarse la concepción hegeliana de organismo, válido en su momento para sobrepasar el juicio de la causalidad lineal y el determinismo mecánico (Lefebvre y Guterman, 1964: 28). Pero hoy en día ha sido apropiado por premisas que se centran en las nociones de función, equilibrio y metabolismo. Lo que propongo rescatar, en cambio, para abordar la relación dialéctica naturaleza-sociedad/cultura, como se dijo, son los principios de totalidad asociados a la contradicción que se asienta en la negación de la negación (Sartre, 1960), en lugar de la totalidad en tanto sinónimo de metabolismo o equilibrio sistémico.

Esto implica entonces tomar distancia de otras premisas que han tratado la relación naturaleza-sociedad/cultura como el evolucionismo cultural,[1] o el materialismo cultural[2], que, por un lado, si bien consideran lo procesual, lo hacen de una forma alejada de lo dialéctico, o, por otro lado, la concepción neofuncionalista sistémica que subsume las particularidades bajo la esfera determinante de una totalidad no dialéctica y en donde lo procesual no es mucho más que una dinámica interna recurrente para sostener el sistema en equilibrio[3], así como también del metabolismo que no puede diferenciar dialécticamente los niveles/momentos constitutivos de la realidad, o de las más perversas versiones posmodernas de ambiente que lo asocian con giro eco-territorial y extractivismo, por desviar siempre el eje del problema.

La articulación sociedad-naturaleza y esta unidad dialéctica de la existencia implicó siempre el aprovechamiento de la naturaleza por el hombre –más sus diversas formas de representársela– y la consecuente construcción social de un territorio, por cuanto el hombre en sociedad, por sus cualidades únicas y particulares, tiene desde siempre la capacidad de “trascender histórico-culturalmente” las leyes ecosistémicas, convirtiéndose así en sujeto que interactúa con la materia y el espacio, pensándolos y transformándolos –con consecuencias muy diversas según los casos–. Esta transformación implica la valoración y utilización de la materia: la representación y extracción de componentes de la naturaleza, resignificándolos al introducirlos en su propio proceso de producción y reproducción en relación siempre a un régimen de acumulación predominante (material y simbólico); procesos que contienen al mismo tiempo la construcción de uno y múltiples territorios. Ante la aparición del sujeto humano, el objeto natural es mediado socialmente, dejando en consecuencia de existir “independientemente de la conciencia del hombre” y así ya ninguno existe sin el otro, en una clara expresión de lo que Adorno (1975) ha llamado “Dialéctica Negativa”. Esto claramente implica dejar de lado cualquier explicación basada en el funcionalismo y el sistemismo no dialéctico (al mismo tiempo que toda mirada dicotómica), ya que en este proceso de mediación el hombre actúa como sujeto en la articulación naturaleza-sociedad-territorio, a partir de su capacidad de intervenir en la “legalidad ecosistémica” desde su dialéctica socio-cultural-histórica (lo cual genera obviamente consecuencias deseadas y no deseadas).

Esta transformación permanente y creciente implica necesariamente un proceso social, histórico y cultural de construcción del territorio a partir de un espacio dado naturalmente o ya previamente transformado, un territorio así, que se hace moldeando y remodelando el espacio natural en pos de su aprovechamiento. Esta construcción está mediada, también, por la conflictividad, dadas las relaciones antagónicas inherentes a toda sociedad de clases. Este territorio es construido y reconstruido entonces de manera histórica en base a los cambios en los procesos de representación, producción-acumulación y reproducción social.[4] Es así que la articulación sociedad-naturaleza-territorio implica una instalación, adecuación, construcción y transformación del espacio habitado y usado, de tal manera que el hombre en su vivir social construye y reconstruye históricamente la territorialidad a imagen y semejanza de su modo de organización. Territorialidad que, a su vez, puede contener diversas territorialidades en relación a la desigual distribución de los recursos y el poder entre los sujetos y las clases, de donde necesariamente emanan relaciones de conflictividad socio-territorial.

Esta construcción y reconstrucción territorial se hace siempre sobre la base de la extracción de recursos de la naturaleza, extracción que es inherente al ser del hombre sobre la Tierra, de tal manera que plantear al “extractivismo” como una característica de esta época resulta un tanto ingenuo. Si habláramos de extractivismo, deberíamos hablar de un extractivismo permanente, pero de ninguna manera inmutable, sino en permanente cambio (Galafassi, 2020)[5]. Es en la modernidad capitalista, cuando el “infinito invade este mundo” y predomina  la “racionalidad instrumental” (Horkheimer, 1969; Horkheimer y Adorno, 1969), que el ansia y la capacidad de extracción de la naturaleza y transformación del territorio se maximiza y crece exponencialmente. Las premisas extractivas y transformadoras responderán siempre a la maximización de las ganancias, pero las formas de lograrlo variarán a medida que los procesos de producción y reproducción vayan evolucionando, de manera que lo que ayer no era extraíble o transformable, hoy sí pueda serlo; es decir, “ni todo nuevo, ni siempre igual”.

Para poder comprender cabalmente la relación dialéctica naturaleza-sociedad, es necesario comenzar preguntándonos qué se entiende por naturaleza y por cultura y cómo es la relación entre ambas, por cuanto concebimos al desarrollo humano en el territorio en tanto materialidad dialéctica –materialidad en tanto resultado del obrar- construida a través de un proceso histórico-cultural que implica la apropiación y transformación de la naturaleza y de sus características físico-biológicas, así como de su significación e imaginario colectivo.

 

Naturaleza, cultura e historia y el poco feliz concepto de metabolismo

Sin lugar a dudas, para abordar la articulación dialéctica naturaleza-sociedad, es necesario, antes que nada, entender qué es naturaleza y qué es cultura/historia en tanto expresiones de lo viviente.

Distanciándonos, entonces, tanto de las tendencias dominantes que consideran a lo humano como una simple prolongación de la biología,[6] así como de aquellas otras que, por el contrario, sólo destacan sus particularidades culturales intrínsecas y exclusivas,[7] partiré aquí concibiendo al hombre como poseedor de atributos tanto biológicos como culturales. En él se manifiestan tanto la evolución biológica como la cultural, en el sentido expuesto más arriba: como la capacidad del hombre de hacer su propia historia, del “hombre haciéndose a sí mismo”,[8] capacidad única del ser humano no presente en ningún otro ser vivo, dado que el hombre, siguiendo a Marx (1968), posee como distingo la “actividad vital consciente” que lo construye y dimensiona como un ser genérico dotado de voluntad y conciencia[9]. Más específicamente, el ser humano en tanto que es al mismo tiempo parte de conjuntos sociales como las clases o las identidades colectivas se desarrolla también en tanto individuo en relación a otros y a objetos. Por lo tanto, “en la relación práctico-utilitaria con las cosas, en la cual la realidad se manifiesta como un mundo de medios, fines, instrumentos, exigencias y esfuerzos para satisfacerla, el individuo ‘en situación’ se crea sus propias representaciones de las cosas y elabora todo un sistema correlativo de conceptos con el que capta y fija el aspecto fenoménico de la realidad” (Kosik, 1967: 25).

Es precisamente esta característica distintiva aquello que, sin negar la definición de hombre como unidad entre naturaleza y cultura/historia, construye y dimensiona, sin embargo, una complejidad estructurante concebida a partir de la articulación dialéctica de órdenes diversos, o más bien, grados diversos en una cadena de eslabones continuos. Por lo tanto, esta unidad está caracterizada por una doble condición, una articulación entre entidades cualitativamente diferenciadas, aunque compartan substratos comunes, pues la cultura sin un sustrato biológico es imposible de concebir. De esta manera, para reflexionar sobre el proceso complejo de la construcción histórica de los procesos ambientales y territoriales, se hace necesario repensar aquellas concepciones que hoy en día rescatan la noción de “metabolismo” a secas para referirse a la relación de lo natural con lo social, por cuanto el término metabolismo, dada su etimología, presuponen un continuo indiferenciado naturaleza-sociedad, al estar referenciado etimológicamente al mundo bioquímico y biológico de manera exclusiva. Estaríamos en presencia de un relativo y nuevo reduccionismo biológico, reduccionismo que no solo es poco dialéctico sino además poco o nada ajustado a la realidad. El traslado a lo social, a partir de la construcción del concepto de “metabolismo social”, intenta hacer una diferencia, sin claramente lograrlo dado el inocultable sello de origen. Es que la noción de “metabolismo”, como concepto nacido en la explicación biológica, más precisamente bioquímica, alude a las interacciones sistémicas entre complejos regidos exclusivamente por las leyes de la naturaleza. Son estas leyes las que definen las interacciones de componentes de un mismo nivel de definición, sin “voluntad” ni “valores”, como es, obviamente, todo componente físico-químico y biológico. Entonces, el uso acrítico de la noción de metabolismo para las relaciones naturaleza-sociedad correría el peligro de perder de vista las diferencias dialécticas que hacen a la complejidad de la existencia, al subsumir probablemente todas las relaciones bajo una ecuación uniforme de reglas. El uso del término metabolismo sin hacer esta importante salvedad que lo diferencie claramente de su origen etimológico, implicaría el no poder dar cuenta de la mediación en base a la articulación dialéctica y al distingo humano señalado más arriba. Ante esto, cabe obviamente la pregunta de cuál es la necesidad de tal isomorfismo conceptual cuando lo que se quiere significar son relaciones diferentes, es decir relaciones dialécticas y no sistémico-funcionales.

El uso de esta categoría deviene en parte ante el objetivo de intentar superar la dicotomía que una buena parte de las Ciencias Sociales establecen entre la naturaleza y la cultura/historia –superación altamente necesaria–. Es así que se viene planteando, retomándola de Marx, la noción de metabolismo, entendiendo lo social como un momento de la historia natural. Marx hacía mención al trabajo como proceso que tiene lugar entre el hombre y la naturaleza, destacando cuanto de natural tiene el hombre, afirmando así su pertenencia a la naturaleza, pero, al mismo tiempo, al darle una preponderancia fundamental a la historia, distanciándolo de la naturaleza sin más y dotándolo de atributos particulares. Pero Marx (1998) también, imbuido por el fuerte clima de época de auge pleno de la biología y, más precisamente, de las teorías de la evolución que ligaban claramente al hombre como un eslabón en la escala evolutiva, hace referencia en algunos pocos pasajes, a esta relación hombre-naturaleza en tanto relación metabólica, sin explayarse sobre lo que esto implica, sino simplemente como diferencia respecto a las posiciones dicotómicas filosóficas y sociales de tinte liberal con las cuales discutía.

El trabajo es antes que nada, un proceso que tiene lugar entre el hombre y la naturaleza, un proceso por el que el hombre, por medio de sus propias acciones, media, regula y controla el metabolismo [Stoffwechsel] que se produce entre él y la naturaleza” […] [El proceso de trabajo] es la condición universal para la interacción metabólica entre el hombre y la naturaleza, la perenne condición de la existencia humana impuesta por la naturaleza (citado en Foster, 2000: 243).

Tanto desde el punto de vista etimológico como desde la historia misma de la ciencia moderna, el metabolismo es definido como “la cualidad que tienen los seres vivos de crear reacciones químicas, para sintetizar sustancias complejas, utilizando otras más sencillas, o degradar a las primeras en otras más simples”,[10] o como “el conjunto de reacciones bioquímicas y procesos fisicoquímicos que ocurren en una célula y en el organismo que convierten o usan energía”.[11] Es decir, el metabolismo es “el conjunto de transformaciones químicas que tienen lugar constantemente en los organismos vivos para obtener energía y moléculas sencillas a partir de los alimentos y sintetizar moléculas complejas a partir de éstas” (Tortora-Derrickson, 2013). El estudio de estos procesos es muy antiguo, pero fue precisamente en el siglo XIX cuando se desarrolló el concepto al descubrirse toda una serie de procesos bioquímicos a nivel celular (cf. Mandal, 2012 y Tomé López, 2015). Se le atribuye al bótanico Theodor Schwann (1839) la acuñación del término metabolische como modificación del vocablo original Stoffwechsel (Bing, 1971) (término este último utilizado por Marx), momento a partir del cual el nuevo vocablo metabolismo se difunde a través de los escritos de toda la disciplina biológica y médica[12].

Según lo mencionado más arriba, vale referir a la discusión que se entabla en el siglo XIX entre las posiciones que igualan el mundo físico-natural con el cultural (positivismo) de aquellas que lo distancian (historicismo). Es en este contexto que hay que interpretar el uso de la noción de metabolismo. Por un lado, naturaleza y sociedad (más apropiado que cultura para este argumento paradigmático) son momentos que responderían a los mismos patrones básicos en una graduación de la existencia; y por el otro, lo social, dado su carácter cultural único, aparece desconectado de cualquier ligazón con la naturaleza y se explica por sus propias definiciones, es decir que la sociedad (por ser cultura) se auto-legitima y se auto-explica. En el presente, y habiendo ya pasado el clima de época de auge biológico que ejercía su influencia sobre las otras ciencias, no hemos superado todavía las dos posiciones antagónicas respecto a la consideración de lo natural y lo social. Estas posiciones, con poco o ningún dialogo entre sí, indican, por un lado, la subsunción de todo lo humano a las leyes ecosistémicas (la ecología clásica como rama de la biología que deviene en ecología social o humana) o, por otro, la desconsideración de la naturaleza como integrador esencial de la existencia humana (la mayor parte de las Ciencias Sociales, con más énfasis en aquellas posiciones derivadas del historicismo y el interpretativismo). Contemporáneamente, la noción de metabolismo es retomada por varios autores, entre ellos Foster (2004), González de Molina y Toledo (2014) y Martínez Alier y Walter (2015) para intentar salvar esta dicotomía y, más precisamente, el salto ontológico que deviene de considerar la cultura como entidad absolutamente autónoma. Con los antecedentes recién mencionados y recordando el origen etimológico y científico del concepto, me permito recordar entonces la necesidad de extremar los cuidados teóricos y epistemológicos ante el uso acrítico de la noción de metabolismo, o directamente ante el innecesario uso de este concepto. Repasemos algunos de estos usos. González de Molina y Toledo (2014: 2) le otorgan al concepto de metabolismo social la capacidad precisa de definir la relación naturaleza-sociedad. Afirman que, “el concepto de metabolismo social introduce el análisis biofísico a los intercambios entre sociedad y naturaleza; en otras palabras, este va más allá de la convencional perspectiva sociológica, pero distanciándose de las perspectivas reduccionistas dado que este concepto reconoce que estos intercambios materiales están recíprocamente vinculados con factores sociales exclusivos”. Por su parte, Foster (2004: 245) afirma que

El concepto de metabolismo, con sus nociones asociadas de intercambios materiales y acción reguladora, le permitía expresar la relación humana con la naturaleza como una relación que incluía las ‘condiciones impuestas por la naturaleza’ y la capacidad de los seres humanos para afectar este proceso.

Alier y Walter van en el mismo sentido, al enunciar que el “metabolismo social denota la forma en que las sociedades humanas organizan sus crecientes intercambios de energía y materiales con el medioambiente” (2015: 73).

 

La superación dialéctica y la noción de articulación

Pero es posible, en cambio, apelar a un concepto más dialéctico que, destacando la relativa continuidad naturaleza-cultura, remarque a su vez la inflexión existente entre ambas, para poder dar cuenta así de las diferencias sustanciales que las separan (Galafassi, 2006). Si bien Marx en su momento, o actualmente Foster o González de Molina y Toledo, no refieren a una concepción estrictamente homeostática (equilibrio biológico) de metabolismo, la continuidad del uso de esta categoría se presta a confusión, dado el explícito significado fisiológico y bioquímico con el cual ha nacido y se mantiene de manera mayoritaria en el amplio campo de la ciencia y el conocimiento contemporáneos. Las nociones de “articulación” y “mediación” podrían, en cambio, ayudar de forma más precisa para una caracterización dialéctica de la complejidad existente en la relación naturaleza-sociedad, pudiendo dar lugar así a la característica humana distintiva de ser artífice y hacedor de su propia historia desde su actividad vital consciente. Sólo de esta manera, podrá considerarse el proceso socio-histórico de construcción de las relaciones ambientales y territoriales al traspasar el hombre los condicionamientos que le impondría un supuesto metabolismo sin historia y sin cultura.

Comenzar a indagar en esta articulación naturaleza/cultura-sociedad se vuelve, entonces, una tarea necesaria Esta articulación, al mismo tiempo que denota una gradación en continuidad, se posiciona en base a una inflexión dotada de claras diferencias, diferencias que son consustanciales a esa continuidad y que, por lo tanto, nunca podrá vérselas como determinantes de una concepción dicotómica. Al respecto, y como ejemplo, Lévi-Strauss, buscando algunos criterios más claros que los clásicos conceptos de instintivo y aprendido, para poder establecer la diferencia entre el orden natural y el cultural, postula a las leyes como atributos de la naturaleza, siendo de alcance universal e incluyendo a los distintos casos particulares. En cambio, la cultura transcurre en base al empleo de reglas aplicadas para cada caso particular, es decir que, perteneciendo al dominio institucional, son privativas de cada grupo humano. En palabras de Lévi-Strauss (1993: 41):

Esta ausencia de reglas parece aportar el criterio más seguro para establecer la distinción entre un proceso natural y uno cultural […] La constancia y la regularidad existen, es cierto, tanto en la naturaleza como en la cultura. No obstante, en el seno de la naturaleza aparecen precisamente en el dominio en que dentro de la cultura se manifiestan de modo más débil y viceversa. En un caso, representan el dominio de la herencia biológica; en el otro, el de la tradición externa […] En todas partes donde se presenta la regla sabemos con certeza que estamos en el estado de la cultura […] Sostenemos, pues, que todo lo que es universal en el hombre corresponde al orden de la naturaleza y se caracteriza por la espontaneidad, mientras que todo lo que está sujeto a una norma pertenece a la cultura y presenta los atributos de lo relativo y lo particular.[13]

De aquí se desprende la doble condición de la especie humana, única a este respecto, que posee atributos tanto biológicos como culturales.

La relación de la sociedad con el territorio marca, por ejemplo, una dimensión de esta diferencia. Mientras que todos los seres vivos viven el territorio en tanto un “dato” exterior que posibilita pero, al mismo tiempo, limita su existencia debiendo adaptarse a él, el hombre, ser social portador de cultura y hacedor de su propia historia, puede superar esta restricción modificando y construyendo territorios según le plazca de acuerdo a las necesidades/posibilidades del proceso histórico y generando consecuencias por ello. La depredación de los territorios no es más que un ejemplo de esta capacidad humana que precisamente no está presente en el resto de los seres vivos. El proceso actualmente llamado “extractivismo” no es otra cosa que una expresión de esta capacidad diferencial, que como queda en evidencia no es un fenómeno de la contemporaneidad neoliberal, sino una condición inherente de la sustancialidad humana que podrá manifestarse o no, de acuerdo a múltiples dimensiones y sobredeterminaciones históricamente definidas.

Así, la cultura-historia es la característica distintiva de la humanidad por encima de su realidad biológica. La cultura constructora de historia emerge de la naturaleza, pero no por ello debe considerársela “sobrenatural”. La evolución cultural, en tanto proceso de transformación y complejización,[14] es un paso por encima de la evolución biológica. Pero ambas coexisten en el tiempo interactuando entre sí (Galafassi, 2006).

Los seres humanos organizados en sociedad no son sino un producto de la evolución de la vida sobre la Tierra. La sociedad, por tanto, no puede aparecer como algo extraño o contrario, aunque tampoco como un simple eslabón más. Corresponde a un grado de organización que adoptó una población específica del ecosistema, pero tan específica que se construye a partir de un grado diferencial. Y en esto, los argumentos de aquellos que focalizan más en la continuidad evolutiva de lo natural, nos resultan parcial y relativamente útiles frente a aquella tendencia que disecciona a la naturaleza de la cultura, como si se tratase de dos realidades claramente diferencias. Es así que nos podemos valer ahora de Edgar Morin (1983), con la salvedad recientemente expresada: “Disociando evolución biológica y evolución cultural como si de dos cauces distintos se tratara, se nos hacen incomprensibles, no sólo los primeros pasos del proceso de hominización, sino también la culminación del mismo”. Lo importante de esta definición es el énfasis puesto en aquello que existe de continuidad, pero que de ninguna manera es suficiente para explicar la totalidad dialéctica de lo que existe. No son dos cauces, tal como afirma Morin, pero tampoco es un solo cauce con grados basados en una única definición. La aparición de lo humano implica de por sí una ruptura, pero no una disociación.

Contrario a esta disociación tan mayoritaria en las Ciencias Sociales contemporáneas, es importante reafirmar entonces que la sociedad es también naturaleza, por cuanto sin el sustrato biológico-físico-químico la cultura-historia no existiría, dado que la cultura es producto de los hombres que hacen su propia historia (construyendo y reconstruyendo su territorio) y que deben su existencia a sus “cuerpos”, que son entidades biológicas antes que nada. Por otro lado, la naturaleza es también sociedad, en tanto la primera es aprehendida necesariamente a través del pensamiento y el accionar humano. Esto genera una pluralidad de concepciones sobre la relación sociedad-naturaleza que serán también históricamente definidas. De esta manera, la relación de la sociedad con la naturaleza se vuelve también una cuestión política, a raíz de la diversidad de posturas posibles articulándose en jerarquías que obedecen a procesos de construcción hegemónica. Las leyes naturales y las nociones teóricas devenidas del campo biológico muy lejos están de poder explicar estos fenómenos complejos. La interpretación de las leyes de la naturaleza se basa en modelos creados por el hombre en su continuo intento de conocerla para aprovecharla y transformarla. Estos modelos son históricos y por ello cambiantes, desde estadios de veneración supersticiosa, hasta de entendimiento explícito para su uso y transformación. El mundo, según las diferentes religiones, ya fue encontrado por los hombres como algo acabado e inmodificable. Desde un pensamiento crítico-dialéctico, en cambio, sin dejar de reconocer, por supuesto, que el mundo físico tiene una existencia previa al mundo humano, se plantea un decisivo cambio de acento:

desde que el hombre aparece sobre la Tierra, la materia deja de existir independientemente de la conciencia del hombre, porque desde el primer momento el hombre actúa en y sobre la materia, y la transforma. [...] Desde la aparición del sujeto, el objeto pierde su independencia, entra en permanente relación con el sujeto, y ambos sólo existen en función de y a través del otro, sin que ninguno pueda concebirse ‘independientemente’ del otro (Peña, 1958).

 

Niveles/momentos y diferencia en la totalidad socio-natural

Hablamos, entonces, de diversidad en la unidad compleja, diversidad que se expresa en niveles/momentos interrelacionados en un continuo jerárquico dialécticamente constituido. La articulación implica, pues, reconocer la existencia de diferentes órdenes de la realidad –no en el sentido de compartimentos o estratos separados, pero tampoco en el de simples fases secuenciales de una totalidad indiferenciada– que en conjunto constituyen una unidad compleja y diferenciada, de tal manera que no le cabe ni la explicación sistémica de un todo no jerárquico, ni la interpretación historicista dicotómica que diferencia y divide la naturaleza de la cultura. Esta complejidad de organización de la materia, que se expresa a través de los diversos niveles/momentos ónticos que integran la realidad, remite obviamente a la dialéctica en Hegel (1966 [1807], 2005 [1817]), al referirse a momentos dialécticos de la tríada tesis, antítesis y síntesis; pero también a la existencia de una estructura de la realidad en la cual se ven reflejadas las diversas modalidades del ser y sus categorías en lo que podemos definir como “niveles” o “campos de la existencia”.[15] Hablo de niveles/momentos como categoría compleja y no simplemente de niveles y de momentos como categorías simples y claramente diferenciadas. Es que el nivel remite, necesariamente, a una estratificación que, si bien tiene cierto carácter jerárquico, podría suponer capas separadas y diferenciadas sin mucha más relación que la continuidad en la sucesión de escalones. Y el momento, retomando a Hegel, podría remitir a su idea de la totalidad orgánica, absolutamente válido en su contexto histórico-intelectual, pero que en el debate actual obliga a marcar una distancia por la tendencia a la “biologización” de la existencia por parte de tantas interpretaciones ambientales; y porque, precisamente, lo que estoy tratando de marcar es que el nivel/momento socio-cultural representa un salto cualitativo, que si bien y obviamente de manera dialéctica contiene a los otros dos en tanto contradicción, traza una ruptura que sólo puede ser explicada en sí misma (como momento dialéctico) y que refiere, por ejemplo, a aquello de la norma antes mencionada.

Los niveles/momentos ordenados por tipo de complejidad en sucesión dialéctica serían: 1) un nivel/momento físico-químico, del mundo natural explicado a partir de las leyes de la gravedad, de la termodinámica, etc.; 2) un nivel/momento explicado a partir de las leyes de la biología, que involucra todos los fenómenos de la vida, de la estructura y funcionamiento de los organismos, de las relaciones entre los seres vivos y de estos con su ambiente; las leyes del primer nivel son aplicables aquí, pero no suficientes, y resultan resignificadas por las leyes biológicas; 3) un nivel/momento histórico-cultural perteneciente a lo social-humano, que opera a modo de síntesis dialéctica. En él son aplicables las leyes físicas, resignificadas por la biología, pero son insuficientes para comprender todos los fenómenos de la especie humana. La comprensión de los procesos socio-culturales ocurre en sus propios términos teórico-epistemológicos, en tanto ellos implican una especie de salto, al crear la capacidad tanto de interpretar e interpretarse —construyendo tanto las significaciones subjetivas como las sociales— así como de intervenir sobre los otros dos y sobre sí mismo de manera no tan discreta. Pero me refiero a un salto que no rompe la continuidad y totalidad dialéctica (pero que ya no puede vérsela como una totalidad orgánica), es decir, no deben dejar de vérselos articulados dialécticamente con la comprensión de los fenómenos biológicos y físicos que los interpenetran.

Numerosos y diferentes factores intervienen, entonces, en las variadas formas en que se da la articulación sociedad-naturaleza. No está de más reiterar que apelo a “articulación” y a “sociedad” y “naturaleza” en tanto diferenciación dialéctica de niveles ónticos que a su vez se inscriben en un proceso de unidad en términos de la evolución físico-biológica-cultural- histórica que se expresa también en cualquier proceso de territorialización intrínseco a toda relación social. La combinación de los diversos elementos define una organización dinámica que se formaliza a través de procesos en donde las relaciones adquieren diferentes formas y grados. La dinámica de sucesión dialéctica en el tiempo imprime cambios permanentes, alterando pausada o bruscamente las condiciones de funcionamiento del todo o alguna de sus partes. La presencia de un intrincado conjunto de interrelaciones determina que la realidad socio-natural adquiera una complejidad muy alta. La sumatoria de fenómenos en constante interrelación origina múltiples procesos en donde los componentes no son totalmente independientes en la medida en que se determinan mutuamente. Pero esto no equivale a afirmar que todos los elementos representen el mismo nivel jerárquico, desempeñando cada uno su papel en igualdad de condiciones y posibilidades. “Complejidad” no es sinónimo de “igualdad” en la estructura interna. Por el contrario, es posible distinguir en cada problemática los aspectos determinantes en la cadena de relaciones (Galafassi, 2006).

Es en este sentido de articulación dialéctica entre entidades ontológicas diversas que componen la totalidad socio-natural, que la utilización de la noción de metabolismo, por sus derivaciones, debe ser revisada y, por qué no, dejada de lado. Y esto tiene sentido luego de una larga discusión existente entre ciencias de la naturaleza y ciencias de la cultura, incipiente por cierto en los años de El Capital, de donde actualmente se retoma esta categoría sin tomar demasiado en cuenta el tiempo y la discusión transcurrida. Varios autores, como dije, recogen en el presente la noción de metabolismo entre sociedad y naturaleza. Foster (2004: 220), por ejemplo, rescata y hace hincapié en la noción de “fractura metabólica”, aquella “fractura irreparable” que habría “surgido en este metabolismo como consecuencia de las relaciones de producción capitalistas y la separación antagonista entre ciudad y campo”. Es aquí donde las derivaciones teóricas del concepto de metabolismo aparecen en escena. La noción de fractura metabólica, que aparecería recién con el capitalismo, pareciera referir a una idea de comunidad de componentes diversos en el marco de un sistema homeostático en donde un proceso disruptivo vendría a producir una fractura. Pero, sin embargo, la misma aparición de la especie humana, portadora de cultura y por lo tanto de voluntad supone esta ruptura. Es el hombre como ser complejo (que presupone física, biología y cultura) el que rompe toda supuesta homeostasis natural, que podríamos identificar como característica de todo sistema ecológico. Si a la relación entre componentes físico-químicos y biológicos que arman todo sistema ecológico la podemos definir como metabolismo, dada su definición etimológica, por cuanto implica la relación entre componentes de la realidad que guardan similitudes básicas al responder, por ejemplo, a “leyes” físicas y biológicas; la aparición del hombre, por el contrario, implica una superación dialéctica de esta supuesta determinación metabólica al aparecer la cultura que nos trae al mundo de las reglas y las normas que están construidas dialéctica e históricamente por sobre cualquier determinación físico-natural. La potencialidad de la especie humana de trascender el metabolismo natural y poner en jaque la misma continuidad de los sistemas ecológicos, nos habla precisamente de esta capacidad humana por decidir más allá de las leyes físico-químicas y biológicas. La cultura-historia media ante lo natural transformando y construyendo el existir. La conjunción de esta “voluntad” –no metabólica– esencial a toda existencia humana y el principio rector de la maximización de las ganancias del modo de producción capitalista (basado en reglas y normas particulares histórico-culturales que lo diferencian de otros modos de producción), es aquello que en el presente o el futuro cercano nos puede llevar a la llamada catástrofe ecológica, poniendo en duda la propia continuidad de la civilización humana. Ninguna otra especie sobre el planeta que está sometida efectivamente al metabolismo de todo sistema ecológico tiene esta capacidad, debido, precisamente, a su ajuste a las leyes que regulan la homeostasis –dinámica y cambiante, por cierto– ecosistémica. Sólo el poseer cualidades que van más allá del llamado metabolismo posibilita intervenir fracturando los sistemas ecológicos, con todas las consecuencias que esto implica para la humanidad dada la continuidad dialéctica de la existencia. El desarrollo, en estos últimos 150 años, de la historia ecológica como disciplina ha descubierto y demostrado infinidad de casos de catástrofes ecológicas espacialmente localizadas, es decir zonales, mucho antes del advenimiento del modo de producción global capitalista y de la separación ciudad-campo. Esto indica, claramente, que la capacidad de alterar los sistemas ecológicos es una capacidad asociada a lo humano como especie y su patrón histórico de territorialización, y no algo exclusivo o primordial al capital en tanto relación social que define el modo de producción capitalista. Esto de ninguna manera contradice el crecimiento exponencial que supone la aparición del capitalismo en términos de intervenir sobre los ecosistemas naturales extrayendo recursos y transformando y construyendo territorios, potenciando así geométricamente la capacidad humana por separarse de la naturaleza para transformarla y hasta degradarla profundamente. Es decir que lo que hace el capitalismo es potenciar y maximizar la fractura intrínseca al proceso de hominización, en lugar de ser el creador de la misma como pareciera sostener Foster.

La consideración de los niveles/momentos de la realidad en relación dialéctica, así como la noción de ruptura que implica el paso de un nivel/momento a otro, es aquello que nos ayudará a explicar las contradicciones presentes entre naturaleza y sociedad a pesar de las continuidades de base que subyacen y la consecuente construcción social del territorio. Esta idea de ruptura, aunque apuntando a otro objetivo teórico, fue tomada, por ejemplo, por Marín (1984) en sus reflexiones sobre el poder. Rescatando afirmaciones de Marx, plantea una “doble existencia” primera del hombre, subjetiva y objetiva, ligando la aparición de la propiedad con el emerger social desde su origen primigenio natural. Lo subjetivo refiere al individuo en lo social, a los cuerpos humanos en relaciones intersubjetivas; y lo objetivo a su ligazón con la naturaleza, al cuerpo humano en tanto expresión de la definición físico-biológica.[16] Será la mediación con lo social aquello por lo cual el hombre se vincula con la naturaleza a la cual pertenece, pero de la que se ha diferenciado, “la propiedad significa pertenecer a una tribu o comunidad y tener en ella una existencia subjetiva-objetiva, y por mediación de esta comunidad estar en relación con la tierra como con su cuerpo orgánico” (Marx, citado en Marín, 1984). En esa doble existencia como momento histórico de la cual parte la evolución del hombre, no existen condiciones de producción, porque estas condiciones aparecen después de la ruptura entre lo objetivo y lo subjetivo, en donde a su vez surge la noción de propiedad como constitutivo de lo social.

La ruptura entre sujeto y objeto es posterior; no es un presupuesto. La ‘propiedad’ se constituye en una escisión que ha tenido que constituirse, en una ruptura que ha tenido que realizarse. El momento, por tanto, en que la propiedad asume un carácter social, como proceso de constitución de lo ‘social’, es algo que debe ser explicado como una forma de profundización de la ruptura entre el campo de la subjetividad y de la objetividad” (Marín, 1984).

La ruptura equivale a la interposición de lo social entre la existencia objetiva (ser en la naturaleza) y la existencia subjetiva (ser en la sociedad). Es decir que la doble existencia es escindida y objetividad y subjetividad se relacionan a partir de la articulación y mediación de las relaciones sociales. Deja de existir una relación directa entre los cuerpos de los individuos en sociedad y las condiciones naturales, dado que lo “social” media entre ambos. Es decir que “El concepto de propiedad nos remite al ‘ser social de las cosas’, ese es su anclaje etimológico y también histórico” (Marín, 1984).

De esta escisión y aparición de la propiedad, podemos inferir el origen de la noción de territorio, en tanto espacio social de construcción de las relaciones entre los hombres. El territorio en tanto apropiación del espacio es clave para entender la dialéctica naturaleza-sociedad pues nos remite al nudo de esta problemática. La naturaleza es transformada a partir de la apropiación de un espacio y su constitución como territorio por parte de un determinado grupo social que podrá entrar en disputa con otro. El territorio a la vez que es apropiado (extrayendo y utilizando componentes-recursos), es también producido. El territorio es de algunos, los que a su vez se diferencian en el acceso al mismo, y no es de otros. Y serán tanto las propiedades naturales del territorio, sus características espaciales, así como sus implicancias socio-políticas, las que definirán la potencialidad de acceso al mismo y las disputas en torno de su intervención.

Entonces, concebir a la totalidad socio-natural como aquella que involucra elementos y relaciones de diferente orden constituye el marco necesario para entender estas múltiples relaciones dialécticas. La red o constelación de conexiones causales se establece entre una infinidad de componentes en los que influyen factores de distinto nivel categorial, de tal manera que esta totalidad no puede ser explicada únicamente con principios rectores, categorías y nociones propios de solo alguno de estos órdenes de la realidad, sea tanto del mundo físico-químico, del biológico o del socio-cultural. Todo lo social-subjetivo tiene un sostén-portante objetivo que es físico-biológico. La relación sociedad-naturaleza debe ser vista como una relación de intercambio articulado, mediado; en donde lo esencial es poder definir y explicar el tipo y grado de la mediación. Dada la existencia de una ruptura al constituirse lo social como diferenciado de lo natural, la articulación sociedad-naturaleza-territorio no puede pensarse como formada por relaciones lineales que se establecen en forma simple y directa entre fenómenos de racionalidades similares. Habiéndose superado entonces lo que Marín define como “doble existencia”, tenemos que considerar a los procesos naturales configurándose en base a una serie de principios propios de lo físico y biológico; y a los procesos sociales y culturales-históricos definiéndose y cobrando significación a partir de condiciones y factores específicos en donde entra primordialmente en juego la construcción subjetivo-social. Así, lo social no puede reducirse a un conjunto de fenómenos que se igualan en su explicación y comprensión a los fenómenos de la naturaleza, pero tampoco es algo absolutamente extraño a lo natural. La articulación entre naturaleza y sociedad supone el entrar en juego instancias diferenciadas, mediadas en un tiempo y espacio particular a partir de relaciones sociales, originando objetos y procesos complejos que requieren un conjunto de categorías analíticas capaces de discernir la trama aparente y las formas subyacentes de la problemática. Es así que esta articulación se expresa en un proceso de mediación, por cuanto nunca es una relación directa y simple, sino dialéctica, compleja e indirecta, entrando en juego una cadena diferencial de componentes y momentos en una sucesión histórica que se construye en base a contradicciones y fenómenos entrelazados que hacen surgir lo nuevo en una sucesión en espiral retroalimentando las condiciones de origen y causación de los procesos. El territorio representa, justamente, una de las expresiones más claras de esta articulación, al emerger como cimentación de esta mediación dialéctica. Partiendo del hecho de que la totalidad es distinta de sus partes constituyentes, y entendiendo que lo subjetivo-social se conforma de manera particular en relación a lo objetivo-físico/biológico, se llega necesariamente a la conclusión de que la realidad socio-natural está constituida sobre distintos niveles de especificidad. Y deben ser estas especificidades aquellas a considerar en lo atinente a la producción del territorio. Es así que para comprender la ocupación, modificación y construcción de lo territorial se hace necesario primero tener presente las características que asume la articulación naturaleza-sociedad, por cuanto el territorio y su aprovechamiento y usufructo será el resultado de esta articulación mediada.

 

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Artículo enviado especialmente por el autor para este número de Herramienta web 34.

Guido Galafassi es investigador Principal del CONICET. Profesor Titular de la Universidad Nacional de Quilmes, UNQ.

 


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[1]. Cf. Morgan, 1971; Tylor, 1977; White, 1982.

[2]. Cf. Harris, 1987.

[3]. Cf. Gould, 1984; Ingold, 1992; Lewontin, 2000.

[4]. Vale referir algunos clásicos de la interpretación dialéctica del proceso socio-territorial, interpretación que no abunda dada la mayoritaria explicación positivista o relacional simple de la problemática. Cf. Castells, 1974; Harvey, 1994; Lefebvre, 1974 y 1988; Topalov, 1979.

[5]. Para una síntesis, cf. Galafassi (2002).

[6]. Me refiero especialmente a las interpretaciones devenidas del positivismo más estricto.

[7]. Aquellas tendencias que, por el contrario, parten de las posiciones interpretativistas más sesgadas.

[8]. Raymond Williams (2009: 28), citando a Marx.

[9]. “La vida productiva es, sin embargo, la vida genérica. Es la vida que crea vida. En la forma de la actividad vital reside el carácter dado de una especie, su carácter genérico, y la actividad libre, consciente, es el carácter genérico del hombre. La vida misma aparece sólo como medio de vida. El animal es inmediatamente uno con su actividad vital. No se distingue de ella. Es ella. El hombre hace de su actividad vital misma objeto de su voluntad y de su conciencia. Tiene actividad vital consciente. No es una determinación con la que el hombre se funda inmediatamente. La actividad vital consciente distingue inmediatamente al hombre de la actividad vital animal. Justamente, y sólo por ello, es él un ser genérico. O, dicho de otra forma, sólo es ser consciente, es decir, sólo es su propia vida objeto para él, porque es un ser genérico. Sólo por ello es su actividad libre.” (Marx, 1968: 111).

[10]. Diccionario Etimológico, consultar: http://etimologias.dechile.net/?metabolismo

[11]. Medline Plus. U.S. National Libraire of Medicine, consultar: https://medlineplus.gov/spanish/ency/article/002257.htm

[12]. Se toma al Textbook of Physiology, de Michael Foster, publicado en 1876, de amplia recurrencia en el campo biológico y médico de la época, como la estandarización del concepto de metabolismo.

[13]. En este mismo sentido, pueden también entenderse los mecanismos de agresión y crueldad. La transformación de la agresión del mundo de la naturaleza en crueldad en el mundo de la cultura es un proceso sostenido socialmente por normas y valores, y que va cambiando a través del tiempo. “Pero es obvio que la civilización ha ido sofisticando, al mismo tiempo, los dispositivos socioculturales necesarios para el despliegue de la crueldad. Insistiré que la crueldad siempre implica un dispositivo sociocultural. En esto hay una diferencia sustancial con la agresión, heredad instintiva del hombre. El instinto no es de por si cruel. Está sujeto a la ley de la sobrevivencia y por eso puede llegar a ser feroz, pero no cruel” (Ulloa, 2005).

[14]. Es crucial quitarle al concepto “evolución” la carga “denostativa” que implica asociarlo con “evolucionismo social” en tanto imperio de la competencia individualista y victoria de los “más aptos”. Es necesario superar esta tara sociologista que deviene de considerar a lo social disociado de toda naturaleza y condición biológica de la existencia humana.

[15]. Coraggio (1989) y Federico (1990) utilizan esta diferenciación entre campos y categorías en el análisis específico del espacio y de la articulación sociedad-naturaleza desde una lectura marxista, retomando ciertas formulaciones de Nicolai Hartman (1954), quien con independencia de la dialéctica reconoce “cuatro estratos principales que describen el perímetro de los diversos aspectos ontológicos del mundo real” (lo físico, lo viviente, lo psíquico y lo espiritual). Transformando la idea de estrato desde un punto de vista dialéctico, y dotándolo por lo tanto de un fuerte carácter relacional, es que podemos considerar la noción de niveles/momentos, otorgándole a su vez también materialidad a lo humano de tal manera de constituir un nivel/momento socio-cultural complejo que incluye obviamente el perfil de la subjetividad y lo espiritual junto a la materia.

[16]. “[…] tanto subjetivamente en cuanto él mismo, como objetivamente en esas condiciones inorgánicas naturales de su existencia” (Marx, citado en Marín, 1984). “El ámbito de la subjetividad es el ámbito del individuo –cuerpo humano; y el ámbito de la objetividad es el de los individuos– cosas, de las leyes de la naturaleza” (Marín, 1984).

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