03/12/2024
Por Revista Herramienta
Este artículo busca brindar una visión sintética de los sucesos característicos de la Comuna, como también presentar algunos temas del volumen* situándolos en contextos interpretativos actuales para, finalmente, aportar una sinopsis de las discusiones en las izquierdas alrededor de la significación política de la Comuna.
(*) Este texto conforma el “Prólogo” a una nueva edición de Hipolite Lissagaray, La Comuna de París, Buenos Aires, Editorial Marat, 2016.
El libro intitulado Historia de la Comuna de París, escrito por Hippolyte-Prosper-Olivier Lissagaray (1838-1901), es una obra clásica de la historiografía sobre la Comuna de París de 1871. Tal vez sea erróneo clasificarlo como un libro de historia, si entendemos por eso una investigación imparcial. Pero veremos que es desaconsejable apelar a categorizaciones disciplinares francamente rígidas. Junto al volumen de la activista Louise Michel (Mis recuerdos de la Comuna, de 1898, a las que deben añadirse sus Memorias de 1886), integra el elenco de célebres textos producidos por protagonistas de los acontecimientos extraordinarios de 1871. No faltaron testimonios e indagaciones propuestas desde enfoques diferentes: los cercanos de proudhonianos y anarquistas, los que luego serían llamados “marxistas”, los blanquistas y jacobinos, entre otros. Desde luego, las interpretaciones no fueron exclusivas de las izquierdas. También desde la contrarrevolución circularon reminiscencias y narraciones, tales como las de Maxime du Camp en Las convulsiones de París, y las memorias del mayor responsable de la represión conservadora, Adolphe Thiers.
No obstante que la intención originaria de Lissagaray no fuera el producto de una práctica historiadora tradicional ni académica, pues el autor concibió su obra como una contribución política a una memoria colectiva sobre la Comuna, la calidad descriptiva y explicativa del texto lo erigió como una referencia documental “imprescindible”. Quien lea este libro no dispondrá, naturalmente, de la única lectura autorizada de la Comuna; pero sí conocerá una obra que toda persona interesada en meditar sobre un hecho decisivo en la historia social debe visitar. Incluso en textos universitarios muy recientes, la Historia de Lissagaray es insoslayable en toda bibliografía sobre los hechos de 1871. Y ello sin desmedro de que se la considere como un texto políticamente sesgado. El volumen demuestra así que la toma de partido no es necesariamente incompatible con la relevancia de una obra como escrito histórico.
La Comuna como acontecimiento y como proceso
Quiero proveer al público lector de una brevísima y sin duda superficial narración de lo que se conoce como “la Comuna de París”. La Comuna de 1871 fue un acontecimiento social, cultural y político que tuvo lugar en la ciudad capital de Francia, con repercusiones en todo el hexágono francés, y cuyas noticias recorrieron el mundo. Incluso en América Latina circuló la alarma del evento revolucionario. La Comuna despertó preocupación e incluso miedo en sectores burgueses pues fue la primera vez en la historia que los trabajadores (luego veremos que la composición social de ese sector era múltiple y la clase obrera no fue el único actor de la insurrección) se organizaban y construían instituciones políticas propias. Si bien la experiencia más álgida de la Comuna se extendió por un lapso de solo setenta y dos días, el hecho mismo de que quienes se suponía debían obedecer se alzaran en armas y constituyeran sus propias instituciones, propagó un horror escandalizado en buena parte del mundo. No solo se diseminaron explicaciones conspirativas sobre la infiltración de agentes internacionales o sobre la furia de mujeres enloquecidas. También se propusieron diagnósticos más realistas y remedios más sofisticados. Comenzó a expandirse como un reguero de pólvora el tema preexistente de la “cuestión social”. Los Estados y la Iglesia católica comenzaron a desarrollar políticas destinadas a prevenir sucesos similares. Así surgió la intervención “social” del Estado y la “doctrina social de la Iglesia”. En otras palabras, la Comuna obligó a los dominadores a diseñar mecanismos de “integración” e “inclusión” por medio de los cuales los dominados aceptaran y aún desearan las formas más benévolas de las jerarquías existentes. El nacimiento de la sociología como una ciencia fue otro resultado emparentado con el acontecimiento comunero. También la derrota de la Comuna impuso nuevos desafíos a los sectores antisistémicos. La Internacional de trabajadores fundada en 1864, la organización mundial de núcleos de izquierda (que por entonces era principalmente europea), entró en una severa crisis y tras su disolución el desenlace del evento comunero incidió en la formación de la Segunda Internacional de partidos socialistas y laboristas (1889). En el interín de la Primera a la Segunda Internacional se produjo una mutación en la noción del “partido” de los trabajadores y trabajadoras. Mientras para la Primera Internacional el internacionalismo no era un sector aparte, doctrinario ni autoidentificado con un nombre distintivo, para la Segunda los partidos nacionales con contornos institucionales definidos y jerárquicos fueron un punto de partida de la práctica política. Lo que diré luego sobre el “partido leninista” fue una consecuencia de ese viraje cuyas estribaciones todavía están presentes en la cultura política de la izquierda. En suma, sin haber establecido un elenco exhaustivo, las secuelas de la Comuna fueron formidables en varios aspectos.
La historia de la Comuna habla más que de París. No obstante, si bien la insurrección de 1871 tuvo réplicas en algunas otras ciudades francesas de importante presencia obrera como Lyon y Burdeos, en ninguna de ellas logró, según ocurrió en París, cuestionar los poderes existentes. Me interesa subrayar lo erróneo de tratar al fenómeno comunero como un suceso delimitado en el tiempo breve que va de marzo a mayo de 1871, es decir, como un “acontecimiento” radicalmente contingente.
La Comuna evoca más que sí misma porque clausuró un ciclo abierto con la revolución de 1848. Durante ese año del mediodía secular una ola revolucionaria sacudió a Europa, y encontró en París una de sus expresiones más radicales. Se derrocó al poder realista de la llamada Monarquía de Julio que estaba en el poder desde 1830 bajo el cetro de Luis Felipe I. La corona cayó en febrero de 1848 y se instauró una república. Pero los eventos no se detuvieron en la consolidación de una república burguesa. La participación popular en las protestas contra el gobierno monárquico planteó la disputa por el poder entre diversos sectores burgueses, pero también presentó por vez primera una opción vinculada a la naciente clase trabajadora. Es cierto, a la vez, que esa clase era sumamente heterogénea y se hallaba en los inicios de la formación de sus orientaciones políticas. Con esto no quiero decir que hasta entonces sus acciones habían sido “pre-políticas” sino, más bien, destacar que la política de los núcleos obreros y artesanos no se había diferenciado estratégicamente de las variantes progresivas de la burguesía. La meta común era en general una república democrática. La demanda de los “talleres nacionales” y la acción de los activismos de izquierda (en ese momento también muy variados y desarticulados), y la propia dinámica conflictiva, condujeron a que se dirimiera la disputa por el poder en una masacre ocurrida en junio de 1848. París fue bañada en sangre, de sangre derramada sobre todo por los trabajadores y sectores republicanos radicales. Esa derrota de una balbuceante política obrero-popular dio paso a una dominación burguesa que pronto desembocó en un golpe de Estado en el que Luis-Napoleón Bonaparte (1808-1873), el sobrino de Napoleón Bonaparte, encontró un sendero estrafalario para proclamar el Segundo Imperio.
El Segundo Imperio, que como todo poder real se imaginó eterno, comenzó a crujir a fines de la década de 1860. El desgaste de la situación económica, con la recesión que caracterizó al bienio 1867-1868, y el fracaso de la aventura que quiso anexar colonialmente a México con la corona de Maximiliano de Habsburgo, convergieron con desastres en la guerra contra Prusia (julio de 1870-mayo de 1871). Luego de una seguidilla de victorias prusianas, Luis-Napoleón asumió el mando de las tropas francesas y fue derrotado en la batalla de Sedán, en septiembre de 1870. Tomado prisionero, con él se desplomó el Imperio. Con todo, lo recién puntualizado podría llevar a concebir el proceso histórico “desde arriba”, es decir, como un desmoronamiento cupular. Sería erróneo pues si es verdad que el Imperio se encontraba en una severa crisis, por abajo las aguas no estaban mansas. Desde tiempo atrás una inquietud atravesaba desde abajo el territorio francés ante la inepcia militar de los gobernantes y sus generales. El ánimo protestatario favoreció la emergencia pública de un dilatado descontento que alcanzó especialmente a las capas trabajadoras urbanas.
Ante la noticia de la derrota catastrófica en Sedán y el decidido avance del ejército prusiano sobre territorio francés, las movilizaciones populares se multiplicaron. El primer impulso de movilización fue inequívocamente nacionalista, atizado por el motivo de “la patria en peligro”. Pero pronto se verificó una deriva habitual en los procesos insurreccionales: la acción colectiva se pone en movimiento por un conjunto concreto de motivaciones, las que son ampliamente excedidas en la práctica movilizada, cuyos resultados son incalculables de antemano. La “modernidad” parisina brindó un marco efervescente para esa incalculabilidad en que trepidaron la insurrección, la revolución y la contrarrevolución.
El 4 de septiembre de 1870 una multitud rodeó el palacio Borbón donde sesionaban los parlamentarios, único recurso de autoridad electa vigente una vez descabezada la monarquía. Bajo la presión popular, la Asamblea Nacional instituida por la reforma jurídica de 1862 con el objetivo de fortalecer el régimen bajo la figura de una monarquía constitucional, proclamó la república. El gobierno de “Defensa Nacional” presidido por el general Jules Louis Trochu, contó en su gabinete con políticos que jugarán un rol decisivo en la naciente Tercera República: Gambetta, Favre, Ferry, Picard, entre otros.
París fue puesta bajo sitio por el ejército prusiano desde septiembre de 1870. Bombardeada la ciudad y famélica su población, principalmente las capas pobres pues amplias fracciones de las más acomodadas habían comenzado a migrar apenas conocido el desastre de Sedán, la resistencia al sitio prusiano mantuvo unida a París en circunstancias cada vez más difíciles. El gobierno republicano concertó un armisticio en la última semana de enero de 1871. En la situación de privaciones y hambre, el descontento popular recibió el acuerdo con gran desconfianza. Se produjeron incidentes frente a la sede municipal, el Hôtel de Ville, donde las tropas de Trochu abrieron fuego contra la multitud que manifestaba. Las tensiones no cesaban de aumentar. Sin embargo, París no era toda Francia. Ocurrió poco después que en las elecciones realizadas tras el armisticio, el antiguo monárquico orleanista Adolphe Thiers fue elegido jefe del poder ejecutivo republicano.
Thiers condujo las negociaciones por la paz con Prusia, en las que aceptó la cesión de Alsacia, partes de Mosela y otros territorios menores, además de una abultada indemnización monetaria y un desfile del ejército enemigo por los Campos Eliseos parisinos. Cuando se conocieron los términos del acuerdo cundió el convencimiento de una traición gubernamental. El primero de marzo la Asamblea Nacional ratificó el tratado. En ese momento la Asamblea sesionaba en Burdeos. Dada la efervescente situación reinante en París, la misma decidió trasladarse a la cercana Versalles. ¿Qué ocurría en París?
Desde el sitio prusiano de septiembre de 1870, la ciudad se encontraba en estado de movilización. Se constituyó la Guardia Nacional como cuerpo de ciudadanos armados, aprestados para la defensa de la ciudad. En términos estrictos era una milicia y no una fuerza blindada separada de la ciudadanía desarmada. La Guardia no fue un cuerpo militar ajeno a las circunstancias de la creciente politización. Por el contrario, reflejó en su composición la vigorosa presencia obrera y popular. Y de los activismos de diversas orientaciones, principalmente de izquierda, que actuaban entre sus filas. Por cierto, en otros espacios también se organizaban militancias conservadoras e incluso reaccionarias, en un principio superadas por un movimiento popular cada vez más insurrecto. Republicanos de izquierda, jacobinos, socialistas de corte blanquista, delegados de la Primera Internacional (donde es preciso aclarar que predominaban adherentes a las perspectivas de Proudhon, no de los minoritarios simpatizantes de las ideas de Marx), anarquistas, representaciones de clubes y organismos barriales, sobre todo de los distritos habitados mayoritariamente por obreros y artesanos de la ciudad, dieron a la Guardia Nacional un tono plebeyo. No hay que olvidar la composición de la clase trabajadora parisina de entonces, donde el trabajo artesanal y manufacturero superaba largamente al industrial y maquinizado. Por tal razón, los sindicatos obreros eran débiles y jugaron un papel lateral en la insurrección. Lissagaray refiere por eso a “las clases laboriosas” y a una historia del “cuarto estado”, es decir, a un amplio conjunto de estratos populares donde, según sostiene un consenso historiográfico, los trabajadores se encontraron entre los más decididos.
La clase y el género se fusionaron en el acontecer sociopolítico. La activación de las mujeres fue tan evidente que suscitó entre los conservadores la fantasía de las temibles “petroleras” (pétroleuses, incendiarias). En febrero de 1871 los batallones componentes de la Guardia Nacional eligieron un Comité Central. Cuando durante la noche del 17 al 18 de marzo el gobierno Thiers intentó apropiarse de los cañones de la Guardia, una movilización popular –en la cual las mujeres jugaron un rol preponderante– impidió el desplazamiento de la artillería fuera de París.
A partir de entonces se precipitaron los hechos revolucionarios. Tras el fusilamiento de dos generales luego del episodio de los cañones, el resto del gobierno republicano que no estaba en Versalles abandonó París. Los insurrectos impusieron la elección de un consejo general de la Comuna. Mientras tanto, el gobierno en Versalles comenzó a pertrechar un ejército de represión. Con una fuerza cercana a los 130.000 soldados, el ataque contra la Comuna de París comenzó el 21 de mayo. Después de siete días de lucha encarnizada, la contrarrevolución triunfó. Su acción represiva fue recordada como la “semana sangrienta”. Miles de comuneros perecieron en los combates y muchos otros fueron ejecutados sumariamente luego de rendirse. Un contingente similar fue obligado a huir y partir al exilio.
Lo que ocurrió antes y después de 18 de marzo y hasta el 28 de mayo encuentra una detallada crónica en el libro de Lissagaray. Mas también se hallará en su relato la constitución de nuevos órganos de administración y gobierno democrático, los esfuerzos por organizar la manutención de la Comuna, esto es, los rudimentos de poderes públicos postclasistas. Sobre la naturaleza de esos esbozos, que naturalmente solo podían avanzar a través del método práctico de la prueba y el error, debatiría la izquierda revolucionaria tal como veremos en la tercera sección de este prólogo.
La Historia de Lissagaray en contexto
Tras la derrota de la Comuna, algunos sobrevivientes que lograron huir y partir al exilio comenzaron a producir representaciones de la experiencia protagonizada. El final catastrófico y la posterior consolidación de la Tercera República suscitaron inquietudes por disputar el sentido de lo ocurrido y su memoria (Lissagaray escribió su libro “Para que se sepa”, especialmente para que lo supiera la “nueva generación”). Esta obra tuvo dos formulaciones previas hasta alcanzar su versión definitiva en 1896 que sirve de base a la presente reedición. Muy pronto, aún en 1871, Lissagaray publicó en Bruselas el breve escrito sobre sus recuerdos de la lucha cuerpo a cuerpo contra la reacción: Ocho días de mayo detrás de las barricadas. Quince años más tarde dio a conocer, también en Bruselas, la primera versión de la Historia de la Comuna de 1871.
Más adelante explicaré las novedades en la comprensión del acontecimiento revolucionario parisino de 1871 provistas por la más reciente historiografía sobre el tema. Sin embargo, como ya he señalado, por detallada y atenta que sea esa producción respecto de nuevas fuentes e interpretaciones alternativas, el estatus de “clásico” del libro que se leerá no ha sido socavado.
Por el contrario, justamente porque las recientes y complejas reconstrucciones sometidas al más riguroso escrutinio académico no demuelen su valor, es que el libro de Lissagaray permanece como un documento de la acción revolucionaria que piensa su propia experiencia. Esa calidad no puede ser reemplazada ni aniquilada por los “matices” y nuevas “perspectivas” que la historiografía descubre. Esto es así porque aunque como todo texto el escrito de Lissagaray sea desigual e incompleto, encuentra su fuerza en la propuesta de una concepción del acontecimiento, una imagen en movimiento con una significación global. Así se entiende que las correcciones particulares no afecten al conjunto. Con esto no quiero decir que esta Historia sea inexpugnable.
El punto de vista de Lissagaray es claro. El autor escribió las versiones de sus textos sedimentados en la versión final de 1896 desde una perspectiva republicana radical, nutrido por su propia actuación en los debates políticos y en la acción de barricadas. Su mirada particular podría dialogar con diversas interpretaciones, entre ellas las del propio Karl Marx de La guerra civil en Francia. Pero su parecer nunca devino “marxista” a pesar de las sugestiones de Eleanor Marx, esto es, no apeló a una interpretación del movimiento de la estructura socioeconómica en sus eficacias políticas contradictorias. Lissagaray comprendía la historia como un conjunto de sucesos contingentes protagonizados por seres humanos distinguidos en clases sociales.
La explicación de la emergencia del hecho revolucionario provista por Lissagaray excede largamente a una historia política y desde arriba, es decir, una descripción de lo ocurrido como un enfrentamiento entre élites. Un relato de esa naturaleza podría señalar, por ejemplo, el fracaso de la dirigencia del Segundo Imperio, el conservadurismo de las fuerzas republicanas lideradas por Thiers, y la confluencia de radicalidad e ingenuidad organizativa por el Comité Central de la Comuna. Sin desestimar los temas habituales de una historia política “desde arriba”, Lissagaray nos conduce a los antecedentes de la movilización social y política que precedió al bienio 1870-1871. Nos cuenta el resurgimiento del activismo obrero tres lustros después de 1848, la aparición de la sección francesa de la Internacional, la acción de los sectores estudiantiles politizados, la relevancia de los clubes y espacios de reunión para la constitución de una “opinión”, es decir de un sentido común ampliamente vigente, todas novedades que habilitan una comprensión más sofisticada de la emergencia de la práctica insurreccional.
No obstante esas indicaciones decisivas apuntadas por Lissagaray, investigaciones recientes han ampliado de manera significativa la importancia del activismo en la “sociedad civil” para el acontecimiento de 1871. Es por eso que el relato de Lissagaray requiere un complemento “asociativista”, y menos jacobino e incluso “blanquista”, es decir, nostálgico de una élite política decidida y conductora. Los nuevos estudios han reconstruido la multiplicidad de prácticas asociativas, especialmente las locales instaladas en los barrios, en una diversidad abigarrada de cuestiones, tanto sociales como culturales y políticas, donde prosperó una vida práctica y un espacio público popular sin el que la militancia primero contra la defección del Imperio y luego contra el conservadurismo republicano sería insuficientemente esclarecida.
Emerge entonces una objeción atinente a la crítica jacobina de la Comuna por su carencia de una dirección centralizada. Esto es así porque ese reproche descansa en un supuesto, a saber, el de que una oposición militar adecuada al peligro del ejército versallés fue imposibilitado por la desagregación de los activismos comuneros. Su fluidez y diversidad habrían preparado el escenario de la derrota. Fueron el fundamento de la impotencia. Más aún, puesto que coexistió con una moral revolucionaria y combativa, creó las condiciones para la masacre que, bajo las órdenes de Thiers, comandó el General Patrice de MacMahon.
El problema de la crítica reside en que la trama social en que se generó el acontecimiento revolucionario no estaba desestructurada. Por el contrario, reposaba en una densa y proliferante sociedad política en que se transmitieron informaciones, se constituyeron voluntades militantes, se diseñaron proyectos de cambio y se decidieron acciones concretas (por ejemplo, para enfrentar la “traición” de Thiers, para crear nuevos organismos de gobierno, para poner los talleres a producir, para armar batallones de defensa).
Esa sociedad política no era preferentemente “civil”, es decir, no sostenía solo demandas particulares e interesadas. Estuvo orientada hacia la generación de una nueva sociabilidad política de la que ella misma era el resultado, y por ende fue el caldo de cultivo para la emergencia de la voluntad insurreccional. También proporcionó al acontecimiento su implantación local. La Comuna no fue, sobre todo en los barrios obreros, una superestructura sostenida al margen de la vida cotidiana. Por el contrario, justamente porque esos años arduos prosperaron en un “paraíso” o una “fiebre” de la asociación, la insurrección proyectó miles de reuniones y debates locales en la búsqueda de una alternativa tanto al fracaso del Segundo Imperio como a las mezquindades de la política burguesa. En las reuniones y militancias específicas, en los esfuerzos de interconectarlas para construir un poder distinto del imperial. Pronto se descubriría tal vez con sorpresa que el poder republicano también debía ser cuestionado, pues el hecho revolucionario no estaba de ninguna manera instalado en los días que siguieron a Sedán. Los activistas aprendieron en muchos casos a hablar en público, a manifestar sus necesidades y sus esperanzas, a politizar exigencias particulares, en suma, construyeron una “publicidad” colectiva en la que la aparente dominación imperial revelaba su impotencia.
Las consecuencias teóricas y políticas de la Comuna, tanto en su emergencia como en su experiencia, son por eso decisivas. A las mismas contribuye la más reciente investigación que revela los múltiples antecedentes, en diversas escalas y ámbitos de la acción práctica, en que se fue generando el escenario comunero. Pues si es indiscutible que la condición de acontecimiento fue imprevisible porque en él se conjugaron procesos constructivos y militantes de mediano aliento con hechos inesperados como las aventuras militares de Bonaparte, la impericia de la nueva república, entre otros, no se trató de un derrumbe del Estado ante una sociedad civil paralizada. Tampoco el proceso iniciado con la captura del monarca en Sedán desencadenó una revuelta de la civilidad ante un Estado ya deslegitimado. Esa idea deudora de una oposición entre las particularidades reunidas en la sociedad civil y un poder ajeno concentrado en el Estado es inadecuada para comprender la historia de la Comuna.
En este preciso lugar nos topamos con un problema conceptual de formidable importancia para la política anti status quo, de ayer y de hoy. Es un problema que afecta por igual a tradiciones de izquierda en principio tan diversas como las socialistas, las comunistas y las anarquistas (que no son por cierto las únicas), al menos en lo que sobrevive en ellas del liberalismo. Justamente heredera del liberalismo, la oposición entre sociedad civil y Estado configura un obstáculo conceptual que se prolonga en lo político porque supone que en la civilidad no hay poder colectivo sino intereses particulares –sean de distintos individuos, grupos o clases– mientras el Estado es un cuerpo parasitario fundamentalmente externo. Por eso, en algunas de sus versiones más simplificadas las políticas de izquierda se proponen defender y desplegar las potencias de lo civil más allá de, y tal vez destituyendo, las primacías estatales. Naturalmente, al pensar así deben suponer un Estado endógeno, separado de la sociedad civil, libre entonces de sus contradicciones características, en fin, un órgano ahistórico de dominación. Deudor de un tal esencialismo de una estatalidad metafísica, el propósito del comunismo sería la asociación autónoma de productores emancipados donde las singularidades “civiles” se expresarían libremente, sin la existencia de un Estado pues es este una derivación de la existencia de clases sociales (el Estado es siempre un “Estado-de-clase”, pues incluso si es “progresista” supone las diferencias clasistas). ¿No es esa meta sino la radicalización de la defensa liberal del individuo particular frente a la amenaza del Estado como Leviatán dominador, con la única diferencia de trasladarlo al plano de los “productores libres”? Como fuera, es innecesario discutir aquí si la izquierda no preserva en una dicotomía simplista entre sociedad y Estado un fondo emancipatorio liberal-burgués.
Lo importante es que separar un sitio del poder (el Estado, en su forma concentrada y degradada del Segundo Imperio) y otro de la libertad civil, impide percibir la forja compleja de una política popular e insurgente como potencialidad transformadora durante la década de 1860. El derrumbe del poder monárquico es insuficiente para explicar el florecimiento de nuevas formas políticas en la breve vida de la Comuna. Y podemos abstenernos de la escasa comprensión aportada por las filosofías políticas del acontecimiento sublime, abisal, para las cuales la Comuna fue un trueno en el cielo sereno.
Las evidencias históricas apuntan en otra dirección: la de inscribir la crisis del Segundo Imperio en una sedimentación de construcciones políticas contestatarias a lo largo de toda la década de 1860. No es necesario ir demasiado lejos para detectar allí formas reales de una política “gramsciana” en el París popular y obrero donde los gremios y sindicatos, clubes y asociaciones culturales, publicaciones (diarios, libros, revistas) y grupos estudiantiles, agrupaciones femeninas y núcleos de difusión propagandística, agrupamientos políticos e instituciones barriales, configuraron un escenario social, político y cultural sin el que la insurrección y la organización de un nuevo entramado de poder posterior al 18 de marzo sería incomprensible. E hicieron de la acción revolucionaria una novedad comunicable con la experiencia cotidiana porque, a pesar de la excepcionalidad de la guerra, había sido constituida gradualmente en activismos de inserción local y debates sobre qué hacer ante la crisis del Imperio. Al respecto, no hay disensos entre las interpretaciones historiadoras, más allá de las antagónicas posturas políticas observables en las investigaciones.
Esas consideraciones plantean un matiz para las interpretaciones que aludiré en la sección siguiente, hegemonizadas por la izquierda marxista. Aunque pienso que los debates marxistas son instructivos para pensar la Comuna, a la vez creo que debemos reflexionar sobre algunos sesgos por ellos impuestos, al menos en una lectura que divide la sociedad privilegiando los antagonismos de clase. Según esta mirada, la insurrección comunera opuso los sectores obreros y populares a la burguesía en su diversidad republicana y monárquica. Hay mucho de cierto en eso, porque las zonas más comprometidas con el levantamiento popular fueron las obreras y artesanas. Pero los descubrimientos de la investigación histórica sugieren dar importancia a otras consideraciones que no son solo las propias del enfrentamiento inmediato entre las clases.
La formidable reforma urbana del París imperial emprendida por el barón Haussmann desde la década de 1850 –la configuración actual de la capital francesa hereda su estructura de la revolución urbanística haussmanniana– generó una experiencia durísima en los barrios afectados. Las reformas suscitaron demandas populares que fueron materializadas en una densa trama asociativa barrial, particularmente en los quartiers pobres. Por eso no parece aconsejable establecer un abismo, como proponen algunas interpretaciones antimarxistas, entre las reivindicaciones barriales y las demandas obreras, atribuyendo las exigencias de las redes insurreccionales comuneras a temas urbanísticos despojados de atributos clasistas. Por el contrario, los reclamos de diverso orden fueron comunicables y organizables a través de una múltiple maquinaria de movilización de las capas pobres y explotadas. De ese activismo local y popular se nutriría un segmento decisivo de la insurgencia comunera. Ello conduce a complejizar una tensión de clase (obrera-burguesía) en parte abstracta y simplificadora de antagonismos de diversa naturaleza, los que a su vez ocasionaron orientaciones divergentes en la experiencia comunera. Y a percibir las razones de una nutrida participación de mujeres, irreductibles a una clasificación clasista originada en el lugar de trabajo pues muchas de ellas no eran obreras en un sentido sociológico. Marxistas creativos como Henri Lefebvre y David Harvey han pensado la Comuna parisina más allá de una dicotomía por entonces inadecuada para restituirle al evento su complejidad revolucionaria urbana, por cierto, sin desembocar en culturalismos o análisis únicamente discursivos.
Debates en la izquierda
La Comuna fue tema de intensos debates en la izquierda. Antes y después de la Revolución Rusa constituyó un objeto de interpretaciones divergentes. Una de ellas, que denominaré aquí como “la pregunta por las razones de una derrota”, enhebró consideraciones de Marx, Lenin y Trotsky. Con eso no quiero decir que los tres activistas comunistas que acabo de mencionar compartieran una misma concepción sobre la destrucción de la Comuna por las formaciones político-militares burguesas. Me refiero mejor a una lectura desde un punto de vista crítico según el cual la diversidad de tendencias, la ausencia de un comando centralizado y de la guía por un centro organizador unitario, facilitaron la masacre con que desde el 21 de mayo el ejército versallés aniquiló la experiencia comunera.
Marx no tuvo una postura unívoca y perenne sobre la Comuna. Las diversas comunicaciones a la Internacional –que componen La guerra civil en Francia– permiten leer las variaciones de su postura en los textos que la matizan. Más tarde, Marx reflexionaría nuevamente sobre la Comuna y adoptaría actitudes cambiantes a la luz de sus siempre renovadas investigaciones. De manera general y simplificando, Marx siempre apoyó a la Comuna a pesar de que en su opinión la insurrección y la constitución de un poder autónomo habían sido prematuras. Valoró su arrojo, al punto de considerarla una “revolución proletaria” (y así extremó su coherencia), sin por eso dejar de percibir que carecía de la fuerza militar para sostener tal audacia. Según él, faltaba al proletariado francés la configuración material y la experiencia política necesarias para lanzarse organizada y decididamente a la acción revolucionaria. Sus logros fueron enormes, pero también lo fueron sus deficiencias. Sobre todo, la timidez en atacar con toda vehemencia al poder en Versalles cuando todavía era posible derrotarlo, brindó a la reacción el tiempo necesario para fortalecerse y aplastar a París. Pero también puede leerse a Marx sin aplicar a la Comuna una medida ideal externa, es decir, evitando una censura intelectual sostenida en lo que debería haber hecho. En efecto, el autor de El capital halló en ella “la forma política al fin descubierta” de un gobierno de los trabajadores. La Comuna antiburguesa parisina puso en aprietos a la imaginación política de Marx, quien tras 1848 se desencantó respecto de las capacidades transformadoras de la burguesía que él y Engels habían celebrado a fines de 1847 en el Manifiesto comunista. La insurrección comunera, pero sobre todo los ensayos de un poder popular basado en la auto-organización de las y los trabajadores armados, mostraron en los hechos que la era de las revoluciones burguesas como proa del cambio había terminado. Desde la Comuna, incluso con su derrota bélica, estaba planteada la factibilidad de una revolución de quienes una canción comunera –luego transmitida al himno de la Internacional– llamará “los condenados de la tierra”. Marx homenajeó a la proeza de la Comuna nombrándola bajo la fórmula perdurable del haber intentado tomar “el cielo por asalto”. Ese momento en que la acción práctica hizo estallar el aparente acontecer monótono de la historia comenzó a ser pensado como la innovación peculiar de la revolución, la que ya no era necesariamente la sedimentación mecánica de procesos previos. Sesenta años más tarde Walter Benjamin intentó repensar el siglo diecinueve bajo esa estrella filosófica.
Pero la Comuna afectó más profundamente al lugar que en la proyección revolucionaria del Manifiesto se asignaba al Estado por su papel centralizador en la progresiva sustitución del poder burgués y la propiedad privada. Hacia 1847 Engels y Marx consideraban que el proceso transformador requería una concentración de capacidad decisoria y administrativa, en una dinámica gradual donde la función estatal era decisiva. La Comuna condujo a Marx hacia una profunda revisión del planteo, incluso forzándolo a una mutación conceptual, como bien señalaron sus polemistas libertarios. En el prólogo a la edición del Manifiesto en 1872, Engels y Marx citaban La guerra civil en Francia para corregir sus anticipaciones en el segundo capítulo del folleto de 1847 al subrayar que “la clase obrera no puede limitarse simplemente a tomar posesión de la máquina del Estado tal y como está y servirse de ella para sus propios fines”. Algunas posturas (pienso en Maximilien Rubel y Daniel Guérin) vieron allí las semillas de un “marxismo libertario” superador de una oposición osificada en el seno de las izquierdas. En nuestros días Olivier Besancenot y Michael Löwy, como el autor de este prólogo, apuestan por una convergencia no ingenua sino políticamente activa entre el socialismo marxista y el anarquismo atento a las servidumbres estatalistas.
La imagen diseñada por Lenin en El Estado y la revolución, folleto escrito en las inmediaciones del proceso revolucionario ruso de 1917, reconfiguró el contexto en que se debatió la memoria de la Comuna en la izquierda. Diversas informaciones señalan el interés leniniano por la Comuna: la compañera de Lenin, Nadezhda Krúpskaia, recordó que aquél, mientras redactaba el libro sobre el Estado, tenía en mente al París de 1871 y Grigori Zinoviev testimonió que el comunero era el acontecimiento revolucionario que el líder bolchevique conocía mejor.
Después de 1917 el marxismo, el leninismo y la interpretación leninista de la Comuna conformaron el marco ideológico en que se debatió el evento insurreccional. En dos palabras, Lenin prosiguió la indicación de Friedrich Engels en una reedición de La guerra civil en Francia veinte años después de 1871. En 1891 Engels afirmó que en la Comuna se había concretado la “dictadura del proletariado” como formación política revolucionaria transicional, hay que destacarlo, una conclusión ausente en los textos de Marx. De allí Lenin dedujo que para “extinguir” el Estado burgués era razonable constituir un Estado revolucionario que evitara las vacilaciones propiciadoras de la derrota comunera ante un enemigo decidido a aniquilarla. Siguiendo y a la vez sesgando las definiciones del propio Marx y Engels, Lenin reprochó a los revolucionarios parisinos el no haber asumido las consecuencias de enfrentar una contrarrevolución, y la necesidad de edificar una fuerza estatal (por cierto, de nuevo tipo) que derrotara a las fuerzas antagónicas. En su texto La revolución proletaria y el renegado Kautsky, de 1918, retomó el mismo argumento. En Terrorismo y comunismo (1920), también contra el socialdemócrata reformista Karl Kautsky, León Trotsky ahondó de esa concepción y empleó como caso la destrucción militar de la Comuna parisina.
Según otro punto de vista, por esos mismos años desde el anarquismo se propuso una lectura diferente, también referenciada en Marx. Debe decirse, sin embargo, que ya en 1871 Mijail Bakunin –en su ensayo La Comuna de París y la idea de Estado– había definido los rasgos principales de la postura ácrata. Para Bakunin, la multiplicidad del asociacionismo en que había descansado la movilización popular de la Comuna no había sido el origen de su debilidad, sino más bien había provisto el soporte de su potencia transformadora. Bakunin argumentó que la imposición de una dictadura que enfrentara la amenaza versallesa implicaría eliminar la diversidad democrática de la Comuna, y por ende conduciría a la reproducción de un orden autoritario.
La presencia de una memoria alternativa de la Comuna se reveló activa desde un pliegue del proceso revolucionario soviético: cuando en 1921 los marineros de la ciudadela de Kronstadt se rebelaron contra el Estado rebautizaron el barco de guerra Sebastopol con el nombre de Parizhskaia Kommuna. Es revelador que, todavía en 1929, el anarquista Arthur Lehning apelara al texto de Marx aquí incluido como apéndice para debatir con la interpretación leninista. En Anarquismo y marxismo en la Revolución Rusa, Lehning recuperó las dimensiones libertarias y asociativas del análisis de Marx, que como indiqué no se había limitado a subrayar las debilidades organizativas comuneras sino que también había apreciado las conquistas de una organización democrática de nuevo tipo. Por eso, el pensador libertario acentuó los aspectos de auto-organización, democracia de base y el cuestionamiento de las jerarquías estatales de corte burgués que Marx ponderó en la Comuna. En cambio, tras el presunto uso transicional de un “Estado obrero”, a veces justificado por razones de fuerza mayor como el peligro contrarrevolucionario interno o externo, se hallaría la predilección por un socialismo de Estado, origen de un nuevo despotismo.
Horizontes abiertos
Más allá de las certezas en competencia con que desde entonces se debatiera en la izquierda anticapitalista sobre la Comuna de París, en este siglo veintiuno el fracaso del socialismo burocrático plantea desafíos inéditos al legado revolucionario de los siglos diecinueve y veinte. Por otra parte, como señaló Norberto Bobbio hace media centuria, seguir discutiendo sobre la transición al socialismo principalmente a partir de las consideraciones de Marx sobre la Comuna delata la inmadurez del debate en la izquierda radical. Naturalmente, a diferencia del tiempo en que Bobbio hizo su observación, hoy contamos con el cierre de otros ciclos revolucionarios sobre los que reflexionar. No obstante, e incluso considerando la experiencia del siglo veinte, la Comuna legó numerosos enigmas.
En primer lugar, se encuentra la discusión sobre la teoría social del acontecer revolucionario. La idea leninista sobre la “toma del poder” en Rusia de 1917 tuvo la mala estrella de universalizarse después de 1920 cuando se procedió a imponer la “bolchevización” a los partidos comunistas de la Tercera Internacional. La generalización de esa forma partidaria –o tal vez de una formalización teórica atribuida a la breve y errática historia del bolchevismo originario– involucró una concepción de la organización política, pero también de una cultura política y de una precisa idea del cambio histórico revolucionario. Ello entrañó que un imaginario de la toma del Palacio de Invierno por una fuerza militar comandada por una élite marxista-revolucionaria se constituyera en el ideal universal, detrás del cual se encontraba un partido de cuadros profesionalizados. No quiero debatir aquí si esa noción de un “partido leninista” es adecuada para dar cuenta de la Revolución Rusa, tanto en febrero como en octubre de 1917. Solo me interesa destacar que la Comuna de París se leyó, desde ese marco leninista, como un antecedente frustrado, en razón de la ausencia de un partido revolucionario ordenado en las estipulaciones del ¿Qué hacer?
Es claro, por lo que relata Lissagaray y por lo que ha descubierto la investigación histórica más reciente, que en la Comuna de París se conjugaron lógicas sociales irreductibles a la concepción leninista de la revolución en Rusia. Por supuesto, eso no es sorprendente pues esa concepción surgió en condiciones específicas y en el seno de los activismos radicalizados en la Rusia zarista. El problema, desde luego, no es de Lenin, quien intentó pensar los desafíos revolucionarios en su época y contexto. La dificultad reside en quienes adoptaron el camino particular entrevisto por Lenin para las circunstancias rusas de principios del siglo veinte como una fórmula trasladable, sin mayores obstáculos, para todo tiempo y lugar. Cuánto contribuyeron el propio Lenin y la vieja guardia bolchevique a esa universalización forzosa tras la constitución de la Tercera Internacional y la imposición de las “21 condiciones” para todo partido que quisiera integrarse a la organización global es un tema que no puede ser discutido aquí.
Al mismo tiempo, pienso que la argumentación anarquista y, traducida a una clasificación más actual, “autonomista”, tampoco es enteramente convincente. De acuerdo con esta mirada, la Comuna proveyó un caso de auto-organización multitudinaria y plural, sin un centro unificador y, por ende, autoritario. Esta argumentación es endeble ante la crítica de Marx, Lenin y Trotsky, que por lo dicho no puede ser considerada como una verdad incontrovertible en todas sus premisas. La Comuna estuvo compuesta por formas inéditas de contrapoder y de nuevas positividades políticas, es decir, nuevas figuras de poder y decisión. Lo que no es en modo alguno necesario a partir de eso es que la organización política deba ser remitida a una estructura unitaria y jerárquica, capaz de actuar como un vector estratégico simple.
El funesto desenlace de la Comuna detalladamente descripto por Lissagaray ha permanecido como una imagen perdurable. Es cierto que se ha discutido si los 17.000 muertos y ejecutados en la semaine sanglante proporcionan una cifra exacta. Esa discusión es marginal, pues si fueran 10.000 las personas asesinadas, como defienden los guarismos más conservadores, el cambio interpretativo no sería sustantivo. Lo que permanece como material de reflexión es si un “partido” vertical hubiera habilitado un resultado diferente. Tal hipótesis tiene algo de antojadiza pues es incompatible con la génesis democrática y asociativa de la sociedad política insurreccional y pronto revolucionaria. Cercenar esa diversidad que nutrió con ideas y militancias el acontecimiento transformador hubiera requerido una represión de los propios activistas, quienes no se hallaban aislados, sino incorporados en organismos locales, a partir de los cuales surgía el desafío de la coordinación general. En esa coordinación, y al respecto Marx y Lenin tenían razón, se produjo una fractura que condenó a la Comuna pues mientras ésta se paralizaba en interminables polémicas, la contrarrevolución pertrechaba un formidable aparato represivo, con el beneplácito de la ocupación prusiana.
Con todo, es incierto que el partido leninista, pensado para responder a las situaciones rusas, pueda ser proyectado retrospectivamente como una respuesta adecuada para los acontecimientos comuneros. Es necesario reconocer una heterogeneidad entre la Comuna y la Revolución Rusa. Ambos eventos se comprenden en situaciones muy distintas. Por eso la admiración de Lenin hacia la Comuna coexistió con un forzamiento discutible, aunque comprensible porque el autor de las Tesis de Abril defendía una noción explícita del quehacer revolucionario, con vistas a legitimar su idea del partido adecuado al contexto autoritario y represor del zarismo. En mi opinión, Lenin estaba en lo cierto al pensar a la Comuna desde los desafíos de la revolución en la Rusia de su época. Otra cosa es que aquella idea partidaria subsistiera incólume después de difundida la consigna de “todo el poder a los soviets”. En todo caso parece aconsejable acercarse sin preconceptos indiscutibles a la Comuna.
El libro Lissagaray constituye un excelente material de formación política porque, además de proveer un relato detallado de algunos aspectos centrales de la experiencia comunera, deja abiertos interrogantes sobre cómo desarrollar una acción revolucionaria en el mediano plazo y cómo esbozar construcciones políticas autónomas a la vez que deudoras de tareas organizativas. Es innecesario calibrar los hechos de la Comuna con ideales abstractos que entonces no estaban planteados, para extraer de esa experiencia temas de reflexión importantes en la política de izquierda anticapitalista en este siglo veintiuno.
Los dos más relevantes, en mi opinión, son la construcción de una voluntad nacional-popular revolucionaria en el seno de múltiples militancias situadas y la exigencia de desarrollar nuevas configuraciones de organizaciones políticas una vez agotada la presunta validez universal de la experiencia leninista. Dado el renacimiento asombroso que tuvo durante un tiempo reciente el programa populista, conviene dejar en claro que entiendo la voluntad nacional-popular en el sentido gramsciano de una alianza social y política de las clases subalternas, y no la adhesión a un líder “popular” sostenido en el aparato estatal. Justamente, la experiencia de la Comuna nos permite pensar que la construcción de una voluntad popular no se opone a una “política de clase”. Por el contrario, es su condición de posibilidad.
La controversia inmediatamente presente en la evocación de un proyecto anticapitalista organizado en una sociedad política colisiona con la idea de una revolución liderada por un partido de cuadros esclarecidos, portador del destino y la teoría de la clase obrera, clase que ella misma sería incapaz de desarrollar una perspectiva antisistémica. Reitero: esto no condena de antemano al partido leninista. De hecho, no creo razonable descartarlo como forma apropiada a circunstancias “occidentales” muy específicas tales como una dictadura o una situación de guerra. Más bien lo ubica en sus condiciones históricas particulares (básicamente a Rusia de principios del siglo veinte), y por ende intransferibles en términos mecánicos, con el objetivo de repensar las tareas de la izquierda en la reconstrucción de la estrategia revolucionaria. Antes que esa improductiva actitud reactiva que es el antileninismo, la experiencia comunera aporta desafíos para re-examinar la teoría social y la estrategia del cambio político.
A diferencia de la revolución burguesa, que fue construyéndose en la sociedad civil gracias a la imposición del intercambio mercantil como lógica generalizada de la experiencia social, la revolución proletaria es siempre prematura, y siempre lo será aunque las condiciones para la transformación comunista sean evidentes. En todo tiempo y lugar de la dominación abstracta de la lógica del capital, el proyecto comunista siempre aparecerá como ilusorio y utópico. El comunismo está condenado a nadar contra la corriente. Hasta que lo imposible se haga retrospectivamente necesario, su hacer será siempre el de la invención, pues no hay un plan prediseñado que realizar. Esa circunstancia no debería debilitar al activismo comunista. Por el contrario, reconocer las formidables dificultades del proyecto comunista es un requisito de la comprensión materialista del proyecto revolucionario. El comunismo no se construye en huertas y cooperativas ajenas al capitalismo, sino en una voluntad colectiva en el seno del capitalismo, en el prolongado camino de su subversión concreta.
La creencia de Marx respecto de la inevitabilidad del comunismo gracias a la maduración de las contradicciones capitalistas, ya no puede ser la nuestra (y esa convicción fue certeramente captada por Lenin ya hacia 1900). El comunismo no es ni forzoso ni obligatorio para la Historia, pues ésta no es sino la ilusión del mercado mundial respecto de que todo lo que ocurrió conduce a su propia victoria. Y eso es falso. Innumerables resistencias debieron ser derrotadas a sangre y fuego para el triunfo del capital. La breve historia de la Comuna que Lissagaray restituye es un ejemplo de una de tales derrotas.
Tras el saldo adverso de las izquierdas en el siglo veinte, la reconstrucción de las estrategias revolucionarias entrañará, cómo dudarlo, un prolongado camino de auto-transformación. Aunque no sea el núcleo organizador de la reforma intelectual y moral de las izquierdas, la revisión del pasado participa de tal esfuerzo voluntario. Y así como otras revoluciones y procesos de cambio no atenidos al sentido moderno de una revolución como abismo merecen reflexiones por parte del activismo de izquierda, la historia de la Comuna recupera su valor como experiencia per se.
Incluso sería viable ejercitar un anacronismo virtuoso que leyera las experiencias revolucionarias del siglo veinte a la luz de posibilidades cercenadas en la Comuna parisina. Sin constituir a la Comuna en un nuevo mito inmune a la crítica, por ejemplo, podríamos debatir hasta qué punto la constitución de nuevas formas de organización política y social en 1871 fueron más que una ingenua convicción de redireccionar el Estado capitalista en un sentido antiburgués. Como es sabido, la ausencia de una crítica radical del Estado en tanto forma asociada internamente a las relaciones sociales capitalistas acosaron tanto a las revoluciones socialistas que hipertrofiaron el poder estatal como a los instrumentalismos –lo hemos vivido en América Latina en los últimos tres lustros– que creyeron gestionar “por izquierda” o de manera “progresista” una estructura condicionada por el sistema general de la dominación capitalista. El Estado concluye, generalmente a través de líderes “providenciales” tornándose el garante de un orden capitalista de cuyo funcionamiento más o menos eficiente depende. En efecto, aunque no fuera representado teóricamente, en la práctica la Comuna puso en vilo la naturalización ideológica del Estado. Los ensayos y errores de una gestión colectiva, democrática y popular de las cosas públicas abrió vías todavía dignas de reflexión en la política transformadora.
La Comuna de París no fue, entonces, un ensayo de la Revolución de Octubre, ni esta realizó una proyección fracasada en la ciudad capital de Francia. La Comuna habilita meditaciones específicas. Porque si la experiencia soviética constituye un tema ineludible para repensar la estrategia de izquierda, no puede ser considerada –según ocurrió durante buena parte del siglo pasado– como el centro de gravedad y modelo de toda la política revolucionaria. Me parece que incluso hacer el duelo de la historia soviética constituye una tarea crucial para emancipar a la propia izquierda de obsesiones que la paralizan en refugios imaginarios. Por supuesto, no para olvidar el acontecimiento ruso, sino, este es el sentido más profundo del duelo en política, para incorporarlo a un panorama más amplio desde el que nutrir los horizontes de la ciudad futura.
Con sus propias victorias, errores, dramas y legados, la breve trayectoria de la Comuna desafía al pensamiento crítico. No se ofrece como un tema histórico asimilable a primera vista y sin esfuerzos. En cambio, demanda una reflexión. Por ejemplo, respecto de si es válido comprenderlo en comparación con otras experiencias, tal como fue muy usual hacerlo durante el siglo veinte. Otro ejemplo podría ir a contramano de lo que acabo de señalar en el párrafo y la oración precedentes: tal vez la Comuna comparta con Octubre de 1917 más de lo que creemos si pensamos que en ambos casos se dio un asalto al poder central en crisis, un dominio monárquico quebrantado, mientras en nuestro mundo global y de capitalismo tardío –incluso en América Latina, Asia y África– las revoluciones deberán ser más próximas a la estrategia de Antonio Gramsci que a las de Auguste Blanqui y Vladimir I. Ulianov. Pero también sería justificable sostener que para captar la singularidad de la Comuna debemos despojarnos de un deber ser para privilegiar el discernimiento de su audacia, creatividad y drama. Ese es el punto de vista que he intentado justificar. Como sea, el perfil de las interrogaciones estratégicas señaladas expresan por qué este no es un texto atenido al “pasado histórico” ya clausurado. Vive en los debates necesarios en la reconstrucción de la izquierda. Por eso estimo que el libro de Lissagaray es una herramienta provechosa para la formación política y el debate de las nuevas generaciones socialistas.
.Otoño de 2016
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