23/11/2024
Por Revista Herramienta
Lo delicado sería así lo más grosero: que nadie pase hambre.
Adorno, Mínima Moralia
Crítica de la razón revolucionaria
Puede decirse sin temor a error que no existe ningún evidente consenso sobre cuál sería la apariencia que podría tener la superación del capitalismo. Recorriendo el campo de escenarios imaginados, se encuentra de todo, desde ofertas neo- socialdemócratas apuntadas a alejar progresivamente al capitalismo, hasta visiones apocalípticas de hundimiento social signado por una redistribución espontánea de bienes. Tampoco existe una definición simple e indiscutida del comunismo. En principio, podría ir desde el antiguo colectivismo de Esparta a la recapitulación de modos de vida de cazadores y recolectores, desde el Estado burocrático perfeccionado a los Consejos obreros federados, desde las visiones cibernéticas de Stafford Beer hasta el regreso a los bienes comunes pastorales.
Marx, por supuesto, se resistía a dar contenido positivo al término, que utilizó sobre todo en el contexto del desarrollo histórico del movimiento de igual nombre. Afirmó preferir el “análisis crítico de lo real” a “formular recetas de cocina para el bodegón del porvenir” (Marx, 2014: 17). Y los marxistas de diversas tendencias frecuentemente han recurrido de una u otra manera a ese precedente para justificar la focalización no en un porvenir especulativo, sino en el “verdadero” presente. En el medio de “extrema-izquierda” que predomina en Endnotes hay un fragmento de la Ideología de Marx que suele funcionar como una especie de mantra: “el comunismo no es un estado que debe implantarse, un ideal al que haya de sujetarse la realidad. Nosotros llamamos comunismo al movimiento real que anula y supera al estado de cosas actual” (Marx, 1975: 37).
Esta orientación hacia las luchas mismas no carece de razón: si se supone que el comunismo es algo que debe ser producido por la lucha de clases y no (valga el ejemplo) por la tecnocracia fabiana, es lógico tratar de que el pensamiento sobre el comunismo sea inmanente a esa lucha. Además, es un enfoque que en general ha llevado a análisis perspicaces de las luchas contemporáneas. El problema es la posibilidad de un rápido deslizamiento hacia formas de razonamiento más bien “teológicas”, porque sin un criterio para identificar las luchas y sus límites se tropieza con un problema circular. Si se toma algo misterioso -como el comunismo- y para desmitificarlo se remite a las “luchas”, existe el peligro de encontrar luchas misteriosas. Porque siempre hay un criterio implícito que permite diferenciar algunas luchas de otras sin entrar a considerar si aportan claridad sobre las cuestiones de la revolución. Nuestro sentido especulativo de lo que podría ser el comunismo nos da ya una orientación sobre las luchas específicas y su contenido. Aunque no reflexionemos directamente -inclinándonos tal vez por una especie de empirismo de la lucha de clases- la relación que tenemos con “las luchas mismas” no deja de estar mediatizada. Nuestros presupuestos fundamentales siguen plenamente activos, sin ser examinados.
Esta especie de abstracción exasperante en torno a la cuestión especulativa de la revolución no es sólo un problema de la teoría en la extrema izquierda, aunque en este caso es posible que el predominio de la retórica revolucionaria lo haga más visible. Esquemas de pensamiento semejantes aparecen tendencialmente en cualquier pensamiento que se preocupa, aunque sea implícitamente, por trascender este mundo. ¿Cuál es el mundo que queremos superar? ¿Qué es lo que comprende? ¿Todo o sólo algunas cosas? Y en este caso, ¿basta con hacer una lista de lo que hay que conservar y lo que es preciso tirar? ¿Deberíamos denominar a ese mundo como capitalismo, sociedad de clases o patriarcado? ¿O todo lo anterior? Sea cual fuere la elección, es difícil decir de manera concluyente qué lo constituye. Si tomamos al capitalismo, ¿qué incluye? ¿El mercado? ¿El intercambio como tal? ¿La acumulación? ¿La mercancía? ¿Las infraestructuras concretas y los bienes? ¿Las tecnologías y estructuras organizativas? Es difícil trazar límites determinados. Y si no podemos decir con claridad qué es preciso superar, la visión del mundo que debería sucederlo se torna aún más imprecisa. Esto deja las cuestiones de lucha y de estrategia suspendidas en un espacio informe, que generalmente no puede cubrir, ni siquiera especulativamente, el foso entre las situaciones inmediatas y las utopías proyectadas.
Entonces cualquier sugestión puede parecer tan buena como otra ¿Por qué no incorporarse al ejército, como preconiza Fredric Jameson (Jameson, 2016)? ¿Hacerse arrestar, de modo que se extienda la rebelión? ¿Lanzar un programa de SEL con Kojin Karatani (2005)? ¿Instalarse en una aldea rural con el Comité Invisible (2009)? ¿Colonizar un partido político como la DSA estadounidense o el Momentum británico? ¿Ponerse a trabajar en un proyecto de tecnología alternativa? Por supuesto, siempre está la parte de la lucha de clases inmediata ¿pero cómo salir de la simple regulación de la relación capital-trabajo? Es posible que sólo un derrocamiento total y simultáneo podría hacerlo, un levantamiento mundial espontáneo en el fin de los tiempos… En todas partes, encontramos la misma frágil relación entre un concreto relativamente arbitrario y un impreciso horizonte especulativo. La omnipresencia de este tipo de problema sugiere que no enfrentamos sólo un conjunto de malas ideas, de ilusiones estratégicas o de otro tipo, sino un problema conceptual objetivo: los intentos de imaginar una transición hacia un mundo postcapitalista tienden a quedar arruinados por esquemas de pensamiento muy bloqueados.
A riesgo de parecer simplistas, sugerimos que esto se debe a que generalmente el mundo actual es concebido como una totalidad indeterminada que puede incluir cualquier cantidad de cosas. Un presente capitalista de magnitud y alcance indeterminados, engendra pues una noción especulativa de revolución –entendida como superación de todo lo incluido en esa totalidad- también indeterminada. Para imaginar la revolución, tratamos de imaginar cómo el mundo extremadamente complejo que el capitalismo nos ha legado podría ser totalmente reemplazado, y este pensamiento parece imposible o absurdo. ¿Debemos, por ejemplo, preparar anticipada y detalladamente mecanismos de distribución que deberían de alguna manera rivalizar con el mercado capitalista sin reproducir sus relaciones sociales? ¿Y hacerlos funcionar exacta y exitosamente en un momento en que el modo de producción, el sistema jurídico y el Estado-nación se hunden? ¿Por dónde podríamos comenzar?[1]
La oposición mercado/planificación es uno de los principales recursos históricamente utilizados para abordar este tipo de problema: en las primeras décadas del siglo XX, una era de “anarquía” del mercado y consolidación de burocracias estatales, en vísperas de la movilización total de una economía de guerra, el plan de un Estado centralizado apareció como la respuesta evidente a la cuestión cómo reemplazar al mundo capitalista. Esto implícitamente dependía de la imaginación de que la totalidad capitalista que estaba en juego en gran medida estaba limitaba al interior de Estados determinados; como si fuera esencialmente un mecanismo distributivo para la asignación de materias primas a las fábricas y la asignación de los productos de esas fábricas a los ciudadanos.
Al considerar los intentos de hacer funcionar esos planes centrales en la Unión Soviética y otras partes, es claro que chocaron con problemas insuperables. La máquina de planificación en general no funcionó, hubo superproducción inútil de algunos bienes y materias primas y sub-producción crítica de otros (Ticktin, 1992; Arthur, 2002). Frente a lo que no puede dejar de ser calificado como el desastre de la economía soviética, existe la tentación de pensar que las críticas de Ludwig von Mises y F.A. Hayek eran justas: ningún sistema de planificación simple parece capaz de una coordinación tan eficaz como la actividad espontánea de los actores del mercado[2]. Pero leer esto como un simple problema de “información”, como muchos tienden a hacer, oculta algo de importancia fundamental. Como afirma con convicción Jasper Bernet en este número, el problema con el que tropezaron los planificadores en la Unión Soviética no era esencialmente un problema de información sino de disciplina.
Los planificadores no disponían de ningún medio eficaz para concretizar las informaciones de las que disponían, porque a diferencia del mercado -que impone a los participantes una disciplina por default- no tenían ningún medio sencillo de hacer ejecutar las órdenes[3]. La gente estaba obligada a trabajar para ganar dinero a fin de sobrevivir, pero no podía ser, como en el capitalismo, amenazada con el desempleo cuando era encontrada en falta. Los trabajadores renuentes eran simplemente desplazados, lo que provocaba una elevada tasa de rotación de personal y ausentismo endémico. Si se reconoce la centralidad de esta cuestión del control, es evidente que ninguna capacidad de cálculo hubiera podido resolver el problema -como plantearon algunos planificadores soviéticos tardíos y algunos socialistas han vuelto a plantear en los últimos años (Phillips y Rozworski, 2019).
Pero la oposición mercado/plan plantea otros problemas. Por supuesto, el mercado capitalista jamás fue un simple mecanismo de distribución interna en los diferentes países; su alcance jamás fue co-extensivo con el del Estado planificador, y no es evidente que el plan pudiera jamás reemplazarlo realmente con éxito (ni, de hecho, viceversa). Por lo tanto, en todas partes los mercados reales de capitales están atravesados por la planificación, tanto en el sentido de que las empresas que producen para el mercado planifican su producción, como el sentido de que la planificación política estatal regula continuamente y, en cierto sentido, crea los mercados. En la actual coyuntura, es difícil imaginar alguna planificación en la que la pura contabilidad del mercado pueda gestionar por sí misma una economía mundial extremadamente compleja y variada, gran parte de la cual está planificada para llegar más allá de las fronteras de los estados individuales, y la balanza de pagos no descansa sobre la gestión de la “economía nacional” sino más bien de una sumatoria de deudas precarias.
La “planificación” no se presenta pues como solución efectiva al problema de la transición. Pero el hecho es que no debemos oponernos a la planificación como tal (es difícil incluso imaginar qué significaría eso, dado que la planificación parece ser un aspecto genérico del comportamiento humano). El problema es que, aunque lo quisiéramos, la actual coyuntura no ofrece un Estado planificador comparable al de comienzos del siglo XX ni un único punto de vista para atacar a la economía en su conjunto y de una sola vez. Y esto nos lleva de nuevo al punto de vista del capitalismo como totalidad indeterminada. La razón por la que tenemos tendencia a pensar en el capitalismo de esta manera es que, para los simples mortales, el mundo capitalista realmente aparece como una cosa de amplitud y alcance indeterminados. No puede ser mental o estratégicamente reunido en una totalidad que se distinga de la más brumosa de las imaginaciones, dejándonos sumidos en la confusión cuando tratamos de imaginar su superación.
Encontrándonos nuevamente en medio de este enigma, quisiéramos sugerir que es posible comenzar a encontrar una solución si se cambia el enfoque. Esto implica simultáneamente ampliar la perspectiva -considerando al capitalismo y al comunismo en el tiempo muy largo de la historia humana- y reducir el campo de acción -en lo que podría llamarse “reducción fisiocrática”.
Aunque el capitalismo sea realmente, en muchos aspectos, el objeto sublime y terrorífico que los teóricos críticos suelen presentar, sus características y pre-condiciones son muy simples: está basado en el principio de que la mayoría de la gente debe vender su trabajo por un salario, y la condición para ello es que esas personas ya no tengan acceso a sus propios medios de subsistencia. Aunque estos medios sean muchos y la definición misma de “subsistencia” sea por supuesto variable, es útil -desde el punto de vista analítico y también estratégico- concentrarse en lo que siempre será un importante subconjunto de necesidades de subsistencia en cualquiera de los mundos: el alimento.
Después de todo, como han subrayado algunos de los críticos más agudos (Bordiga, 1978; Wood, 2002), el modo de producción capitalista no nació en la ciudad sino en el campo, y es en la agricultura donde perpetuamente debe buscar nuevamente las condiciones más elementales de su reproducción. Esta reproducción implica un intercambio metabólico entre la vida humana y la corteza terrestre que no tiene precedentes en la historia humana o incluso planetaria. Desde el punto de vista humano, la particularidad del capitalismo es que marca una ruptura en la historia de la especie pues por primera vez la mayoría de la gente no está en condiciones de producir su propio alimento. Desde el punto de vista planetario, marca el advenimiento o aceleración de un periodo geológico en el curso del cual la biosfera fue fundamentalmente modelada por la actividad de una única especie.
Por supuesto, el capitalismo no fue la primera, sino la segunda revolución agrícola en la historia de la humanidad. La primera había sido la revolución neolítica que, en un tiempo relativamente corto, dio nacimiento a sociedades de clases agrarias en las que la mayoría de la gente pasó a ser agricultores explotados. La segunda revolución, simultáneamente aceleró y revirtió a la primera, en el sentido de que el capitalismo ha extendido finalmente la agricultura sedentaria a todos los rincones del mundo, al mismo tiempo que desplazó a la mayor parte de la población desde los campos hacia las ciudades. Y lo logró haciendo que masivamente la gente pasara a depender para su propia reproducción de los mercados antes que de la tierra.
Una condición mínima del comunismo sería poner fin a la dependencia del mercado, a través de establecer el acceso seguro y no mercantilizado a los medios de reproducción. Podríamos entonces definir al comunismo como la tercera gran revolución agrícola, que supere la dominación impersonal del mercado sin restablecer la dominación personal de los Señores sobre la extracción, ni la de los Estados (lo que Lenin denominaba “grupos de hombres armados”). Pero si, siguiendo a Marx, definimos al comunismo como negación de la negación, mucho depende de cuál sea la negación que corresponde negar, es decir, cual revolución agrícola. ¿Hablamos solamente del ismo capital? ¿O de la superación de las sociedades de clases como tales? Para resolver el problema, debemos examinar las dos primeras revoluciones agrícolas más detenidamente.
La primera revolución agrícola se produjo entre 8.000 y 6.000 A.C. en torno a los valles fluviales y las costas mediterráneas de la Mesopotamia. Un poco más tarde y aparentemente de manera independiente, ocurrieron revoluciones similares en al valle del Indo, en América Central y en el delta del rio Amarillo. Muchos arqueólogos afirman hoy que el origen de estas “transiciones neolíticas” no fueron nuevas técnicas de domesticación y crianza, ni el arado, ni tampoco la práctica de la agricultura sedentaria, todo lo cual precedió en varios millares de años a las primeras revoluciones agrícolas[4]. Por el contrario, las principales innovaciones de esta época fueron el Estado cobrador de impuestos y la esclavitud (Clastres, 1987; Scott, 2017). Estas instituciones estaban ligadas de manera simbiótica, porque la primera y principal base impositiva del Estado eran los cereales y se requería de alguna forma de esclavitud para obligar a que masivamente las personas hicieran el penoso trabajo agrícola (Bowles y Choi, 2013).
James Scott califica a estos primeros Estados agrarios como “campos de reinstalación multi-especies del fin del Neolítico” (2018: 18). La proximidad de animales y hombres produjo el surgimiento de las enfermedades más virulentas conocidas por la ciencia médica: cólera, viruela, paperas, rubeola, gripe, varicela, tal vez incluso la malaria. El resultante aumento de la mortalidad hizo necesario el continuo reaprovisionamiento de mano de obra local recurriendo a raids de esclavos[5]. Así, junto con el lenguaje escrito (para llevar las cuentas fiscales) la otra tecnología característica de la época fue el muro, construido no solamente para impedir que los “bárbaros” entraran, sino también para mantener adentro a los “civilizados” (Scott, 2017: 118-20).
Si el comunismo debe representar la abolición no solamente del capitalismo sino de la sociedad de clases en sí, la revolución comunista debe entonces ser considerada la negación de la primera revolución agrícola. Pero considerando la larga historia de la humanidad, resulta difícil ver qué es lo que valdría la pena conservar en esta “negación determinada”. Al decir de todos, antes de la revolución neolítica, los seres humanos vivían más tiempo y de manera más interesante, con arreglos sociales más igualitarios y menos opresivos -y, sobre todo, tenían mucho más tiempo libre- (Sahlins, 1972; Flannery y Marcus, 2012). Podría entonces seguirse a pensadores primitivistas como Jacques Camatte (1995), concibiendo a la revolución comunista como la negación indeterminada de la primera revolución agrícola, corrigiendo una equivocación histórica mundial. Sin embargo, hoy esto implicaría una muerte masiva, porque las prácticas agrícolas neolíticas no podrían mantener a la población humana generada por la segunda revolución agrícola.
La segunda revolución agrícola, que comenzó en Inglaterra a partir de los siglos XV y XVI, simultáneamente aceleró y revirtió a la primera. La aceleró en la medida en que su propagación terminó completando la extensión de la agricultura de cereales con rendimiento excedentario en los cuatro puntos cardinales. Estos cultivos de renta fueron plantados en todos los lugares en que podrían ser rentables y generalmente los territorios fueron transformados para hacerlo posible. Con la extensión de la agricultura imponible, se extendió el Estado territorial[6]. La segunda revolución agrícola terminó finalmente por eliminar la periferia “bárbara”, que durante millares de años había coexistido en simbiosis con las civilizaciones agrarias. Por último, como veremos más adelante, también actuó como acelerador de la destrucción ecológica ya latente en la revolución neolítica.
Pero también revirtió un efecto social primario de aquella revolución, en la medida que el crecimiento exponencial de la productividad agrícola liberó a la mayor parte de la población de la tierra del trabajo efectivo del cultivo de cereales. En todos los lugares en los que el capitalismo se implantó, las poblaciones terminaron siendo separadas de la tierra y desplazadas hacia las ciudades, donde su incapacidad para alimentarse sin dinero pasó a ser la base de un nuevo sistema de extracción de excedente. Así, mientras que en la historia humana, del 6.000 A.C. al 1.800 D.C. pudo existir un aumento relativamente constante en la proporción de la población dedicada a la agricultura sedentaria, este porcentaje disminuyó luego fuertemente. Actualmente, solo el 28% de la población mundial trabaja en la agricultura. Y en la mayor parte de los países desarrollados esta proporción es inferior al 5%. Sin embargo, debido al crecimiento exponencial de la productividad, este 5% es generalmente más que capaz de alimentar al restante 95%.
La segunda revolución agrícola, al igual que la primera, frecuentemente se confunde con un conjunto específico de técnicas -rotación de cultivos, drenaje de pantanos, mejoramiento de abonos y maquinaria, etcétera. Es verdad que el rápido desarrollo tecnológico es en gran medida una característica distintiva de esta revolución. Pero el motor del desarrollo no fue en sí el avance técnico o biológico sino más bien la transformación en las relaciones de propiedad rural que condicionó el acceso de la tierra a la competencia en los mercados agrícolas. La creciente dependencia de los productores a los mercados generó poderosas incitaciones a descubrir innovaciones que permitieran reducir costos, y obligó a que los agricultores se adaptaran a las innovaciones adoptadas en otros lados o murieran.
Apoyándose en una lectura simplista de Marx sobre “la acumulación llamada primitiva”, muchos marxistas atribuyen los orígenes del capitalismo en Inglaterra al “cercamiento” -la abolición del sistema tradicional de agricultura “a campo abierto” con tierras comunes asociadas. La primera ola de cercamientos fue impuesta por los propietarios a partir del siglo XVI, y la segunda por las leyes del parlamento a fines del siglo XVIII y comienzos del XIX. Sin embargo, Robert Brenner (2007) ha mostrado que el cercamiento no era más que un instrumento entre otros en el arsenal de estrategias de los propietarios y el Estado que desembocó en la erradicación de la agricultura campesina en Inglaterra. La principal transformación fue el reemplazo de los alquileres habituales por alquileres determinados por el mercado, consecuencia involuntaria de la luchas entre Señores y campesinos tras la peste negra de los siglos XIV y XV. La capacidad de los campesinos ingleses para resistir la transformación llevó a los Señores a abolir las habituales rentas fijas y los derechos de sucesión de que gozaban los campesinos tradicionalmente. Esto permitió que las rentas se adaptaran a la productividad en respuesta a la competencia de la movilidad creciente del trabajo y el capital, obligando a que campesinos y Señores abandonaran las estrategias de reproducción que habían caracterizado las relaciones rurales durante millares de años (Brenner, 2007; Wood, 2002).
La competencia entre los propietarios obligó a que mejoraran sus tierras a fin de atraer a los locatarios más productivos, en tanto que la competencia entre los campesinos hizo que abandonaran el enfoque “primero la seguridad” que consistía en producir para la subsistencia y comercializar sólo el excedente. En lugar de eso, fueron obligados a especializarse en los cultivos que pudieran generar el mejor retorno de la inversión. La especialización significaba que debían comprar más insumos, creando así un mercado interno en expansión para productos manufacturados y suministros agrícolas. Y fue esencial que debieran dejar de repartir las explotaciones entre los hijos, porque ni propietarios, ni locatarios, podían permitirse perder eficacia con parcelas más pequeñas (Seccombe, 1995). Esta condición subyacente fue la que hizo que los cercamientos fueran simultáneamente posibles y deseables para los agricultores capitalistas y el Estado. Los cercamientos a su vez aumentaron la población de trabajadores desplazados, algunos de los cuales fueron empleados por agricultores capitalistas, mientras que otros fueron derivados hacia las ciudades en expansión donde pasaron a ser el forraje de la emergente economía industrial. La segunda revolución agrícola no tomó sin embargo la misma forma afuera de Inglaterra[7]. En las colonias del Imperio británico, la tierra fue transformada en mercancía desde el comienzo del proceso de colonización, paralelamente a la eliminación de las poblaciones indígenas, de modo que los agricultores pasaron a ser dependientes del mercado desde que no pudieron ocupar tierras en las fronteras (post 1982). En la mayoría de los otros casos, el Estado, absolutista o burgués, fue el que trató de imponer una revolución agrícola desde arriba (Isett y Miller, 2016). La única forma de rivalizar con las potencias capitalistas en ascenso que eran Inglaterra, Holanda y los Estados Unidos era derrotarlos en su propio juego, y el nivel más elemental de ese juego se daba en la agricultura: no se podían obtener fábrica de municiones, de acorazados o de ferrocarriles sin el aumento de la productividad agrícola que se necesitaba para alimentar a los ejércitos de obreros que los construían y no se podía ni siquiera reunir tales ejércitos a menos que la mayor parte de la población ya no estuviese ligada a la tierra. Por lo tanto, los planes del Estado para una revolución agrícola impulsada desde arriba chocaron con la oposición de los poderosos propietarios terratenientes que corrían el riesgo de perder su poder directo sobre los campesinos. Por eso, la segunda revolución agrícola generalmente requirió la supresión o el exterminio de la clase de propietarios terratenientes. En Europa occidental, se necesitaron para ello dos guerras mundiales; en Rusia y en China, fueron necesarias insurrecciones campesinas victoriosas (aunque debieron ser brutalmente reprimidas para que la revolución pudiera despegar); en Asia oriental, fue necesaria una campaña de terror iniciada por las fuerzas de ocupación japonesas (Allen, 2011)[8].
Antes se evocó a la segunda revolución agrícola como una separación entre el pueblo y la tierra. Pero con esta terminología se corre el riesgo de naturalización del lazo anterior. Como hemos sostenido, ese era de hecho un lazo dadivoso enraizado en el poder coercitivo de los primeros Estados agrarios. El capitalismo, la segunda revolución agrícola, desató ese lazo creando al mismo tiempo otro nuevo. Los seres humanos fueron liberados de la tierra, creando así una potencial abundancia de “tiempo libre”, de tiempo que ya no era servilmente consagrado a la satisfacción de esa primaria necesidad humana. Pero todo el tiempo libre fue inmediatamente ocupado por una nueva forma de dominación: el trabajo asalariado. Y esta forma impersonal de dominación estaba de hecho basada en esa “liberación” anterior porque, al no tener acceso a los medios de subsistencia, los proletarios estaban obligados a vender su trabajo para sobrevivir. El mandato de San Pablo “el que no quiera trabajar, que no coma” (segunda carta a los Tesalonicences) permitió de esta manera superar la carencia material de alimentos.
Si, según Brenner y Bordiga, el capitalismo es fundamentalmente la segunda revolución agraria y se considera al comunismo la negación disuasiva del capitalismo, la separación de los seres humanos de la tierra que forjara el capitalismo puede ser considerada esencialmente como algo a realizar en el marco de una revolución comunista en la que el excedente agro-cultural existente fuese redistribuido -por el plan, por ejemplo, y no por el mercado- cortando así el nuevo lazo de dependencia salarial. Semejante negación determinante preservaría así una liberación implícita en la secreta revolución agrícola.
Pero esta separación no es por supuesto ninguna liberación, sólo refuerza los lazos del Estado reemplazando con una dominación impersonal la dominación personal. Es, en definitiva, la privación más profunda de no tener ya acceso directo a los propios medios de subsistencia. Incluso en una situación nominalmente postcapitalista, las poblaciones que no tienen ese acceso corren el serio riesgo de ser explotados y dominados por quien esté en condiciones de intervenir en el aprovisionamiento de alimentos. Una revolución que haya vencido al capitalismo y simplemente redistribuya los excedentes agrícolas podría entonces recaer en el capitalismo -o tal vez en otra forma aún más antigua de sociedad de clases. Es una de las razones por las que una verdadera superación del capitalismo no podrá limitarse a la reconversión del complejo agro-industrial existente (Phillips y Rozworski, 2019), sino que debería también hacer entrar en juego sus fundamentos neolíticos. Para evitar la aparición de un nuevo sistema de dominación (e incluso para derrotar a la contrarrevolución, como veremos más adelante), las gentes deben asegurarse el acceso directo a sus propios medios de subsistencia -sin depender ni del mercado ni del Estado- y es crucial señalar que hoy en día, esto puede significar algo más parecido a la relación pre-neolítica con la tierra, aunque sobre una base técnica y demográfica completamente diferente.
Todo eso supone que la preservación del complejo agro-industrial podría ser una opción. Pero esta hipótesis está cuestionada por la actual vía de destrucción ecológica. La segunda revolución agrícola frecuentemente está asociada a una brecha en la interacción que Marx llamaba “metabolismo entre el hombre y la naturaleza” (Marx 2014: 223). Marx, que se inspiró en los trabajos del químico alemán Justus von Liebig, entendía esto, sobre todo, como disminución de la fertilidad de los suelos[9]. El agronegocio del siglo XX enfrentó el problema con abonos químicos, luego de que los fabricantes de municiones en la Primera Guerra Mundial descubrieran el proceso Haber-Bosch, que utiliza gas natural para transformar el nitrógeno atmosférico en amoníaco. Con un lote de nuevos pesticidas y varios cultivos del alto rendimiento, la resultante fue la “revolución verde” que se desplegó en los países en vías de desarrollo durante la posguerra y que ha sido considerada como una contrarrevolución petroquímica (Bernes, 2018), cuya subsistencia está ligada a los flujos del petróleo y al poderío militar que la sostiene. Pero esta solución al problema de la caída en la fertilidad de los suelos abrió una brecha metabólica mucho más importante. Se suele estimar que la agricultura es responsable de más de la mitad de las emisiones de gas con efecto invernadero, que incluyen el metano y el óxido nitroso, así como al CO2 (Isett y Miller, 2016). La deforestación que busca desbrozar tierras para la crianza de ganado y los cultivos impide la reabsorción del carbono, y el transporte a distancia de alimentos e insumos alimenticios y agrícolas de todo el mundo (pese a que podrían ser producidos localmente) arroja enormes cantidades de carbono a la atmósfera. Al mismo tiempo, los pesticidas contaminan el suelo y matan los insectos y la evaporación del nitrógeno acidifica el agua y genera proliferación de algas tóxicas.
Volviendo a reunir la gente con la tierra, el comunismo ofrecería a la humanidad la mejor chance de superar esta brecha metabólica, que indudablemente estaba ya latente en las agotadoras tendencias al monocultivo del neolítico. Esta reunificación no debe ser una abolición apocalíptica de la ciudad como la de los Khmers Rojos, ni el pequeño viaje de William Morris por el valle del Támesis para gozar con la cosecha de uvas. La “abolición de la distinción entre campo y ciudad”, que era una de las claves en el programa el 10 puntos del Manifiesto Comunista -en acuerdo con la mayor parte de los socialismos del siglo XIX- era una respuesta razonable a las miserables condiciones de la vida urbana en la época. Pero si alguna desconcentración espacial puede ser necesaria desde el punto de vista ecológico, es difícil imaginar una masiva reconversión de 4.200 millones de citadinos en labradores o agricultores.
Dada la evidente irracionalidad y despilfarro del actual sistema, muchos ecologistas sostienen que la solución consiste en dejar a la agricultura por fuera del negocio y la ganancia por fuera de la agricultura. Pero la verdad es que en la mayor parte de los países desarrollados la agricultura está ya muy planificada, y que la destrucción ambiental es también frecuentemente resultado de esa planificación (sobre todo porque está integrada en la logística mundial). El medio evidente para reducir el impacto ecológico de la agricultura es reducir la producción de carne y cultivar muchos más géneros alimenticios a nivel local, reduciendo tanto la dependencia de combustibles fósiles como de abonos sintéticos. Es difícil esperar esto del mercado o de la planificación estatal en su forma actual, pero puede ser una necesidad no solamente desde un punto de vista ecológico sino también revolucionario.
En la teoría marxista, la “cuestión agraria” frecuentemente fue considerada un rompecabezas propio del final del siglo XIX: ¿por qué la población campesina de Europa continental no disminuía como en Inglaterra? Pero para Kautsky y otros era, de hecho, una urgente cuestión de estrategia revolucionaria. Los campesinos habían hambreado a las ciudades durante la Revolución Francesa, lo que proyectó una gran sombra sobre el pensamiento y la práctica revolucionaria del siglo XIX. Véase lo dicho por Kropotkin (1995: 54) sobre la Comuna de París:
En 1871, la Comuna pereció por falta de combatientes. Había tomado medidas para la separación de la Iglesia y del Estado, pero en cambio menospreció, hasta que fue demasiado tarde, tomar medidas para proveer pan a la población.
La comuna vio su error, y abrió cocinas colectivas. Pero era demasiado tarde. Ya sus días estaban contados y las tropas de Versalles sobre las murallas.
La propuesta de Kropotkin era dejar tranquilos a los campesinos y poner a la ciudad a trabajar para alimentarse. “En vez de pillar las panaderías un día y morirse de hambre al día siguiente, los habitantes de las ciudades insurgentes tomarán posesión de los almacenes, mercados y ferias de animales” (Kropotkin, 1995: 191)[10].
Según Preobrazhensky (2014), la jardinería urbana fue adoptada provisoriamente en Moscú y San Petersburgo durante el invierno de 1917, cuando las requisas forzadas en los campos fracasaron. Pero no fue más que una solución de emergencia y jamás fue considerada como parte de la vía rusa hace socialismo (Shanin, 1983). La solución de Stalin fue la solución ortodoxa bolchevique; Trotsky lo exhortaba a tratar más duramente a los campesinos. Los anarquistas se opusieron, pero cuando les llegó el turno en España también recurrieron a la violencia para requisar cosechas y plegar a sus exigencias al campo recalcitrante (Seidman, 2002).
En cierta forma, la historia nos ha resuelto el problema. El campesinado es minoritario todas partes y en disminución, y produce un porcentaje aún menor del aprovisionamiento alimenticio mundial. Pero la preocupación estratégica fundamental no desapareció. La “cuestión agraria” ha pasado a ser una “cuestión logística”. Hoy somos hasta tal punto dependientes de las cadenas de aprovisionamiento internacionales para alimentarnos que cualquier idea de tomar un territorio y sustraerlo a la dominación del capital parece inútil o loca (Bernes, 2018: 335).
¿Cómo prescindir de las cadenas de aprovisionamiento mundial sin morir de hambre? Aunque no tengamos respuestas detalladas, y suponiendo que la revolución no estallará en todas partes al mismo tiempo, es claro que la necesidad estratégica y ecológica implicará una relocalización de la producción de alimentos, así como un “reverdecimiento” de la ciudad. Por lo menos en toda una fase de transición, la seguridad alimenticia será una preocupación secundaria, pues el actual despilfarro de la división mundializada del trabajo agrícola deberá ser reemplazada por una ineficacia opuesta: la redundancia integrada de alimentos producidos localmente.
No se trata de defender un comunismo de enclaves autárquicos. Seguirá siendo necesaria alguna forma de intercambio a larga distancia. Los minerales y otros recursos no están repartidos de manera igual sobre la superficie de la tierra y deberán ser redistribuidos globalmente en un mundo comunista. Y formas localizadas de reproducción garantizadas, mientras no se restrinjan a la población nacida en lugar, podrían, por el contrario, intensificar la cooperación mundial a gran escala en torno a grandes proyectos como la prevención del catastrófico cambio climático.
En efecto, puede especularse con que estos dos elementos: 1) suministro incondicional de productos de primera necesidad y 2) libertad de circulación, son condiciones mínimas de la vida comunista. El suministro incondicional socava el poder de empleadores sobre empleados y de productores sobre no productores, desestructurando el trabajo y terminando con la dominación del mercado en el único sentido que importa. La libertad de circulación, por otra parte, descarta el peligro de que nuevas formas de dominación ocupen el lugar del mercado. En tanto la gente tenga una satisfactoria posibilidad de salida, tendrá cierta capacidad de resistir a nuevas formas de dominación personal.
El primero de estos elementos sostiene al segundo, en la medida que la capacidad para salir depende de la capacidad para encontrar medios de subsistencia donde se vaya. Esto requerirá, por supuesto, planificación -en sentido genérico y abstracto- y algún grado de redistribución espacial. Y siempre habrá problemas de coordinación a resolver. Pero el problema mucho más importante es saber cómo motivar a la gente para hacer funcionar esos planes, en ausencia del mandato de San Pablo.
Así como existe la necesidad, simultáneamente ecológica y estratégica, de cierta relocalización, podemos afirmar especulativamente un imperativo complementario. Las preocupaciones ecológicas y estratégicas tienen que ver con la supervivencia básica. Pero si lo único que el comunismo pudiera ofrecer fuese sobrevivir, él mismo no sobreviviría. Debe proponer realmente el florecimiento humano y no sólo lo estrictamente necesario. Cultivar el alimento que se necesita para vivir -prototipo de cualquier actividad instrumental- podría devenir no solamente un medio para alcanzar un fin, sino un fin en sí y por lo tanto algo que ya no deba ser impuesto bajo amenaza de excomunión de la comunidad humana. La libre producción de la propia existencia, sin trabas ni relaciones de explotación y de dominación, sería experimentar un tipo de libertad casi completamente perdido por la humanidad en la época capitalista.
No es, a juicio nuestro, una simple visión utópica para poner junto a otras en una arbitraria lista de alternativas igualmente improbables: cibernética, primitivista, burocrática, consejista. No es una receta de cocina formalista, pero tampoco es simplemente una onírica esperanza milenaria nacida de la desesperación por superar un presente capitalista sin límites que incluye todo lo que siempre hemos conocido. Se trata de la demanda más burda y más simple: estar alimentados. Esto nos lleva al corazón del problema: del capitalismo, de la sociedad de clases y de su superación. Plantearla permite hacer algo más que imaginar estrategias y tácticas generalmente tan improbables como las utopías a las que apuntan. Ayuda a precisar el marco y las precondiciones de cualquier estrategia que se proponga eficazmente superar este modo de producción. Y aporta sin ambigüedad criterios esenciales sobre lo que el comunismo debería parecer si se quiere derribar a la dictadura del capital. Una vez que se han definido las cosas de esta manera, algunas acciones concretas comienzan a diseñarse. Y algunos tipos de lucha pasan a primer plano, como posibles primeros pasos en la vía de ese porvenir especulativo, mientras otras no pertinentes se diluyen. La tarea es lo bastante clara: ya nadie debe sufrir hambre. Pero para esto habrá que establecer una comunidad humana material sobre las ruinas del capital:
Cuando, después del aplastamiento forzado de esta dictadura cada vez más obscena, sea posible subordinar cada solución y cada proyecto al mejoramiento de las condiciones de vida del trabajo y modelar con ese propósito todo lo que ha surgido del trabajo muerto, del capital constante, de las infra estructuras que la especie humana ha construido en el curso de siglos y continúa construyendo sobre la corteza terrestre, entonces el verticalismo brutal de los monstruos de cemento pasará a ser ridículo y será suprimido, y en las inmensas extensiones de espacio horizontal, una vez que se hayan desinflado las ciudades gigantes, la fuerza y la inteligencia del animal humano tenderán progresivamente a hacer uniformes la densidad de vida y de trabajo en las partes habitables de la tierra; y estas fuerzas serán ahora armónicas, y no feroces como son en la civilización deformada de hoy en día, donde sólo las reúne el espectro de la servidumbre y del hambre (Bordiga, 1978: 168).
Referencias
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* Este artículo fue publicado en Anti-K el 2 de octubre 2020, con la aclaración de que se trata de la traducción de un texto de camaradas de la revista Endnotes difundido en el sitio “Communists in situ”. Traducción desde la versión en francés para Herramienta por Aldo Casas.
[1] En el limitado espacio del que aquí disponemos [conferencia “The Return of Economic Planning”, en Auckland] no es posible aclarar de modo satisfactorio la naturaleza de esta crítica del pensamiento revolucionario y el diagnostico de “totalidad indeterminada”. Un primer esbozo puede encontrarse en la revista Endnotes de 2019.
[2] Hayek no solamente criticó a los planificadores socialistas, también fue muy influido por el debate con ellos, a punto tal que, en una curiosa inversión de su concepción del plan general en tanto mercado centralizado, terminó por reconocer al mercado como un plan descentralizado (Hayek, 1945).
[3] En un sentido, ambas partes en el debate sobre el cálculo estaban interesados en ignorarlo. Hayek y von Mises no querían defender al mercado como una forma de dominación y los planificadores no querían imaginar que los trabajadores socialistas pudieran carecer de motivación.
[4] Analizando el estado de situación de la investigación arqueológica, James Scott (2017) subraya que ahora se reconoce ampliamente que la instalación periódica a largo plazo en zonas muy fértiles (tales como ricas planicies inundables o costas en donde había abundante stocks de peces) era relativamente normal en los pueblos pre-neoliticos. Además, la domesticación de animales y plantas es, en cierto sentido, una característica permanente en la historia humana, así como plantas y animales pueden “domesticarse” mutuamente, adaptándose a la vida en común. La tasa de domesticación y de colonización aumentó entre 8.000 y 6.000 A.C. Pero como estos dos procesos tuvieron una larga prehistoria, no pueden por sí solos explicar los rápidos cambios de la transición neolítica.
[5] La endémica demanda de mano de obra agrícola también le hizo pagar un alto precio a la fertilidad de las mujeres. Algunas de las primeras escrituras babilónicas registradas incorporan el signo de la esclava combinando los signos de "montaña" y de "mujer" (Scott 2017: 158). Además de suministrar a los valles fluviales un flujo de mano de obra esclava, las sociedades nómades "bárbaras" de las tierras altas también actuaron como comerciantes, incluyendo comercio de esclavos, relacionando a los estados agrarios entre sí y a veces como captores conquistadores que pasaron a convertirse en nuevos esclavistas.
[6] Efectivamente, en el siglo XX el Estado territorial, que tuvo su origen en los cereales imponibles, llegaría a extenderse incluso más allá de los límites del cultivo de los cereales, alcanzando hasta las más altas montañas y a los desiertos más áridos, conquista final que Scott (2009) parece atribuir al helicóptero de combate.
[7] Japón y Holanda fueron los únicos países que siguieron la vía inglesa para salir del feudalismo (Brenner, 2001; Isett y Miller, 2016).
[8] En el mundo menos desarrollado, donde los proyectos de reforma agraria desde arriba hacia abajo generalmente fracasaron, una lenta y dolorosa revolución desde abajo hacia arriba finalmente ocupó su lugar, debido a la caída en los precios de los productos básicos y el continuo aumento de la población. En este contexto, la capacidad de los campesinos para vender sus productos se fue reduciendo, al mismo tiempo que se encontraban con que no tenían suficientes tierras para los niños que sobrevivían. En consecuencia, una especie de desposesión demográfica fue la forma más corriente de transición agraria para gran parte de la población mundial, pese a que los desposeídos encuentran cada vez menos lugares para insertarse en las periferias urbanas en expansión (Benanav, próxima publicación). Los propietarios rurales vieron disminuir su poder político y terminaron sucumbiendo a la compra y acaparamiento de tierras por la industria agroalimentaria o se asociaron a ella.
[9] Liebig estaba especialmente preocupado porque la urbanización privaba a los suelos de los desechos humanos. Es una de las razones por las que Engels abogó por superar la separación entre la ciudad y el campo: “Solo fundiendo la ciudad y el campo podrá acabarse con la actual intoxicación del aire, del agua y de la tierra; sólo así se conseguirá que las grandes masas de población que ven su salud envenenada en las ciudades pongan su abono natural al servicio de la agricultura y no, como hoy, al servicio del cultivo de todo tipo de enfermedades” (Engels 1945: 301). En el mismo sentido, Preobrazhensky señala “el enorme agotamiento del suelo, debido al hecho de que la ciudad no devuelve a la aldea, en forma de abono, lo que toma de ella como alimento” (Preobrazhnsky, 2014: 709).
[10] “¡Pero en un mes las provisiones serán insuficientes!”, objetan los críticos imaginarios de Kropotkin. “Mejor así”, dice él. “Esto probará que, por primera vez en la historia, las gentes tuvieron suficiente para comer” (Kropotkin, 1995: 65).