23/11/2024

Descifrar a China III. Proyectos en disputa

Por Revista Herramienta

El status capitalista o socialista de China quedará definido por luchas políticas y batallas populares. Esa disyuntiva se procesa en una formación intermedia, con clases dominantes que no controlan el poder del estado. Los virajes económicos del país han expresado intereses contrapuestos y no continuidades socialistas. La coexistencia inicial con el mercado difirió del proceso posterior de restauración.

Los intérpretes de una regresión capitalista concluida omiten que la fusión entre burguesía y funcionarios no se ha consumado. El legado socialista es un gran escollo a esa integración, en un régimen muy distinto a cualquier variedad de capitalismo de estado. Hay varias corrientes en pugna y despunta la renovación socialista que propicia la Nueva Izquierda.

Existen sólidos fundamentos para caracterizar que en China no impera un régimen capitalista, ni tampoco socialista. Al cabo de varias décadas prevalece una formación intermedia con signo indefinido y desenlaces pendientes. La nueva clase capitalista no ha logrado el control del estado, que permanece en manos de una capa política autónoma de la burguesía.

Ese status singular de una formación burocrática puede desembocar en varios resultados. Un curso futuro estaría signado por la consolidación definitiva del capitalismo y otro contrapuesto por una recreación de la transición socialista. Ambos caminos dependerán de circunstancias externas, luchas políticas y acciones del movimiento popular. Esta mirada es compartida por varios enfoques, inspirados en evaluaciones convergentes.

Una tesis afín a nuestra visión destaca que la economía china no está sujeta al regulador pleno de la ganancia, mantiene sectores estratégicos en manos del estado, garantiza el control de los capitales y procesa una irresuelta disputa entre sectores pro-capitalistas y críticos de ese devenir. Remarca el continuado predominio del Partido Comunista sobre los centros neurálgicos de la economía y explica las altas tasas de crecimiento por la preeminencia de activos del sector público (Roberts, 2017, 2016a: 209-212, 2018, 2016b). Este retrato resalta los distintos rasgos de un régimen no capitalista, sin proveer una denominación específica para ese sistema.

Las categorías actuales no ofrecen un término satisfactorio para dar cuenta del modelo chino. Algunos estudiosos utilizan el término de “managerialismo” para destacar la primacía del funcionariado en la gestión de la economía. Ilustran cómo los administradores comandan ese desenvolvimiento, mediante supervisiones y asociaciones con el segmento capitalista (Duménil; Lévy, 2014, 2012).

Otros pensadores proponen combinar los componentes capitalistas y socialistas del esquema chino en la sintética noción de “social-capitalismo” (O’Hara, 2006).. La dificultad para encontrar un nombre adecuado deriva del carácter inédito del contexto actual. Las categorías utilizadas por los marxistas entre 1917 y1989 -socialismo, comunismo, estado obrero burocratizado, colectivismo burocrático- se contrastaban con el capitalismo liberal o keynesiano de la época, con la mira puesta en el objetivo pos-capitalista. Ese contrapunto ya no presenta la nitidez del pasado.

Pero lo importante no es la denominación, sino la caracterización del régimen chino. Allí prevalece una sociedad con clases capitalistas ya constituidas que no ejercen el poder del estado. Como destacan otros analistas esa combinación retrata una restauración no concluida (Heller, 2020). Ese escenario sitúa al país en un área de tránsito variable entre el capitalismo y el socialismo. Prescindiendo de estos dos conceptos básicos, la localización histórica de China carece de guías para evaluar su devenir.

Los enfoques que adoptan estas brújulas ubican el debate en coordenadas reconocibles. Habitualmente se discute si la reintroducción del capitalismo en China altera, cancela o facilita el avance hacia el socialismo. Las miradas intermedias no avalan, ni justifican esa regresión y destacan tanto los límites como la potencial reversión de ese proceso.

¿SOCIALISMO DE MERCADO?

Muchas caracterizaciones de China coinciden en la descripción de una formación intermedia pero evitan esa denominación. Discrepan con ubicarla en el universo pleno del socialismo o del capitalismo, pero optan por situarla en alguna sub-variante de esas dos grandes opciones. Los principales exponentes de la primera corriente identifican al país con el socialismo de mercado.

Esa mirada resalta la naturaleza socialista de China, en una enfática reacción contra la vertiente opuesta. Cuestiona los argumentos “simplistas” e “ingenuos” que localizan al país en el universo del capitalismo (Guigue, 2018).

Pero esa contraposición limita el análisis y no ofrece respuestas al complejo perfil de una formación económico-social, que nunca se adoptó formas acabadas de los dos sistemas en debate. Atravesó períodos de transición al socialismo y ahora de restauración al capitalismo, sin madurar ninguna de esas opciones.

Es cierto que China difiere cualitativamente de las grandes economías occidentales y que no afronta todas las contradicciones de capitalismo (Lo Dic, 2016). Pero ha incorporado muchas tensiones de este sistema y comienza a exportarlas al resto del mundo. No es una economía financiarizada, ni neoliberal, pero debe lidiar con la sobre-inversión, la superproducción y la búsqueda de mercados, para los excedentes generados en su actividad industrial. Esos desequilibrios no presentan ninguna familiaridad con las tensiones de una economía socialista.

Es un error situar a China en un ámbito de socialismo de mercado  por los deslumbrantes resultados que logró en materia de crecimiento. Con ese argumento desarrollista se podría exaltar también el enorme desenvolvimiento logrado por Corea del Sur u otros regímenes brutales del capitalismo asiático.

La identificación actual de China con el socialismo de mercado observa continuidades donde hubo rupturas. Se concibe a la expansión mercantil de los 80 y a las privatizaciones de los 90 como dos momentos de un mismo curso pos-capitalista. En esa presentación se omite la diferencia cualitativa que separa la ampliación del mercado dentro de la planificación con la preeminencia del beneficio, la competencia y la explotación.

La denominación “socialismo de mercado” podría quizás aplicarse al primer momento de esa secuencia, pero no al segundo. En este último período se forjó una clase propietaria de grandes empresas, que choca abiertamente con las metas igualitarias del socialismo.

La presencia de ese sector capitalista no expresa la simple extensión de la gestión mercantil. Indica un punto de ruptura o eventual gestación de una “economía mixta”. No es lo mismo la existencia de múltiples formas de propiedad (pública, provincial, comunal, cooperativa, privada) que la vigencia de normas de privatización. Los millonarios chinos ubicados en el ranking de Fortune no son partícipes de ningún conglomerado socialista.

El desconocimiento de esos datos impide evaluar el sentido de las luchas políticas que se libran en el país. Esas tensiones no expresan sólo las habituales disputas entre fracciones por el manejo poder, que describe la prensa occidental. Tampoco responden a meras oleadas de limpieza de corruptos. En esos conflictos subyace la confrontación por acelerar o contener la restauración capitalista. Con la óptica del “socialismo de mercado” resulta difícil comprender el sentido de esos choques.

El énfasis analítico puesto en contraponer el próspero modelo asiático con su decadente contraparte occidental suele obstruir la evaluación de esas tensiones internas de China. Es totalmente cierto, que sin pilares socialistas China no hubiera podido erradicar la pobreza, en un conglomerado tan gigantesco y en un plazo tan breve (Jabbour, 2020). El capitalismo no permite consumar mejoras de esa envergadura. Pero esa extraordinaria conquista no se obtuvo con una simple y uniforme gestión socialista, que fue mutando de facetas a lo largo de 70 años. El impulso revolucionario inicial sentó las bases para una expansión posterior, que no tuvo signos unívocos, ni benefició exclusivamente a las mayorías populares.

La tesis de la continuidad socialista acepta todas las variantes seguidas por China, como un curso necesario para el desarrollo de las fuerzas productivas. Esa expansión es acertadamente destacada como una condición imprescindible para forjar alternativas al capitalismo (Andreani; Herrera, 2013).

Pero la mirada indiferenciada y acrítica de todos los periodos atravesados por el país, omite que no existe un sólo camino para ese desenvolvimiento. Tasas elevadas de crecimiento pueden lograrse expandiendo el mercado interno o la Ruta de la Seda, apuntalando o restringiendo la tasa de ganancia, favoreciendo o contrarrestando la desigualdad social.

Ese desarrollo puede exigir una enorme incidencia del mercado en la fijación de precios y en la escala de negocios privados. Pero traspasada cierta frontera, ese curso deja de constituir un desvío hacia el socialismo para transformarse en un sendero opuesto de retorno al capitalismo. Si esta disyuntiva no es explicitada, la restauración puede simplemente consolidarse a través de la auto-propulsión que genera el imperio del lucro.

Algunos pensadores suponen con cierta crudeza o ingenuidad que cierto desarrollo capitalista permitirá retomar luego la vía al socialismo, como si esos giros pudieran implementarse con la sencillez de una disposición ministerial. La historia brinda abrumadoras pruebas de la feroz defensa que despliegan los capitalistas para defender sus privilegios. Si afianzan estructuralmente sus beneficios de clase, no renunciarán a esas conveniencias cuando el timbre del socialismo suene en sus portones.

¿CAPITALISMO CONSUMADO?

En el polo opuesto de los teóricos del socialismo de mercado se ubican los pensadores que diagnostican la restauración total del capitalismo. Consideran que China se ha transformado en una pieza más del tablero global y que el status social de la nueva potencia no se distingue de sus pares de Occidente.

Esa visión es frecuentemente presentada en polémica con los analistas, que ponen reparos a la caracterización de un capitalismo completado e irreversible. Los intérpretes de ese cierre remarcan que “ya no hay vuelta atrás”, en la definitiva preeminencia del mismo sistema que impera en el resto del mundo (Sáenz, 2018).

El principal argumento económico para evaluar esa consolidación es la vigencia de todos los mecanismos del capitalismo. Estiman que en China prevalecen las normas de la explotación, la ganancia y la concurrencia (Carccione, 2020).Consideran que allí impera el mercado de trabajo, la propiedad privada de los medios de producción y la competencia entre las empresas (Au Loong, 2018).

¿Pero la ausencia de financiarización y neoliberalismo no obstruye el funcionamiento pleno de esas normas? ¿La alta regulación estatal, las restricciones al movimiento de capitales, la propiedad pública de la tierra, el control oficial de los bancos y las empresas estratégicas no influyen sobre el curso de la acumulación?

Los teóricos del capitalismo consumado relativizan la presencia de esas limitaciones y no explican por qué razón persisten en ese país, los controles que el neoliberalismo erradicó en el grueso del planeta. La privatización, la desregulación financiera, la apertura comercial y la flexibilización laboral fueron introducidas, para oxigenar al capitalismo de los obstáculos al beneficio que interponía el modelo keynesiano previo. En China no se concretó ese giro.

Quienes estiman que esa nación sepultó por completo su trayectoria previa, tampoco aclaran cuándo se produjo el entierro. La caracterización de ese viraje es clave para definir qué significado se asigna al concepto de capitalismo o socialismo.

Algunos pensadores estiman que la restauración ha sido un proceso ascendente desde fines de los años 70, que contó con el beneplácito de toda la dirigencia. Por eso resaltan el consiguiente aburguesamiento de las capas dirigentes (Laufer, 2020). Consideran que la era Deng, la fase de las privatizaciones y el equilibrio de Xi Jinping constituyen distintos momentos de un mismo proceso.

Pero con esta mirada se ignora la diferencia cualitativa que separa a un modelo de gestión mercantil en el marco de la planificación, de otro con expansión de la propiedad capitalista y de un tercero que limita esa extensión. La importancia de esas distinciones desborda la evaluación de China e involucra el proyecto general del socialismo. El ejemplo asiático justamente interesa para considerar ese futuro.

Quienes rechazan en forma indiscriminada todas las políticas económicas de últimas décadas, implícitamente objetan la reintroducción del mercado. No registran que esa gestión fue compatible con la Nueva Política Económica (NEP) de Lenin en los años 20 y resulta insoslayable para cualquier proyecto pos-capitalista en los países subdesarrollados. ¿O acaso era mejor el esquema opuesto de planificación compulsiva y centralizada de la URSS en 1950-60?

El debate sobre China entre los marxistas no es meramente descriptivo. Exige opiniones sobre esas alternativas, para explicitar cuál es el proyecto económico socialista concebido por cada analista.

BURGUESÍA Y FUNCIONARIOS SIN FUSIÓN

Los teóricos del capitalismo completado consideran que esa concreción se consumó con gran protagonismo del estado. Estiman que los conductores del sistema anterior encabezaron la restauración, transformando a la antigua crema de Partido Comunista en la nueva elite del capitalismo (Carccione, 2020).

Pero esa mirada registra identidades donde prevalecen separaciones. La nueva clase burguesa y la burocracia que controla el estado permanecen como dos sectores diferenciados. El primero no capturó el poder y el segundo no se transformó en un  mero grupo de propietarios enriquecidos.

La continuidad de esta distinción no invalida que varios millonarios ocupen altos cargos oficiales o que las familias de muchos jerarcas exhiban un nivel de vida ultra-acomodado. Lo que interesa conceptualmente no ese cómputo de riquezas, sino el papel objetivo que cumple cada sector en una formación económico-social.

Lo que distingue a China de Rusia o Europa de Este es la continuada diferencia entre la estructura de la sociedad y el estado, que mantiene a la clase capitalista alejada del control del poder político. Esa brecha podría disiparse con el tiempo, pero aún no se ha disuelto. Quienes estiman que la fusión ya se ha consumado aceptan el contraste entre la trayectoria seguida por China y el fenecido “bloque socialista”, pero sin extraer conclusiones de ese contrapunto.

También subrayan la gravedad de la crisis capitalista contemporánea y enfatizan los límites históricos de este sistema. Pero eluden indagar cómo ha podido un régimen social en declive expandirse con tanta facilidad e intensidad, en el país más poblado del planeta. No es muy lógico remarcar la asfixia objetiva que afronta el capitalismo occidental y describir sin ningún asombro, cómo ese mismo sistema florece en la principal nación asiática.

La presentación del crecimiento chino como un resultado del empalme funcional con el capitalismo global ilustra tan sólo una cara de la moneda. El país logró su extraordinario desarrollo como un efecto combinado de pilares socialistas, regulaciones estatales y restricciones a la financiarización. La creciente afluencia del capitalismo no frenó esa expansión, pero introdujo grandes desequilibrios de sobreinversión, sobreproducción y desigualdad.

Es muy controvertido suponer que el capitalismo penetra sin ningún escollo bajo el comando consciente del Partido Comunista. Se extrema un razonamiento inspirado en ironías de la historia, al imaginar que la restauración avanza naturalmente por ese insólito carril. No parece muy sensato considerar que los textos de Marx, Lenin o Mao sean utilizados para implantar el sistema que esos escritos repudian. Más lógico es lo ocurrido en Rusia y Europa del Este, dónde se alaba al capitalismo incinerando esos libros. La permanencia del marxismo como literatura oficial en China ilustra lo obvio: la restauración no ha concluido y afronta resistencias.

LUCHA, REPRESIÓN Y LEGADO

La tesis del capitalismo completado atribuye ese resultado a una derrota histórica de la clase obrera. Considera que esa regresión se afianzó a fines de los 80 con Tiananmén, se consolidó con los grandes despidos en empresas estatales durante los 90 y se reforzó definitivamente con un sistema político dictatorial (Au Loong, 2016). Esa visión es coherente con el presupuesto que el capitalismo avanza con tasas crecientes de explotación y pérdidas de conquistas sociales.

Pero ese diagnóstico choca con incontables evidencias de mejora del salario, reducción de la pobreza y expansión del consumo. El enorme crecimiento económico ha sido acompañado de un incremento mayúsculo de la desigualdad, pero sin la tragedia social imperante en los países bajo gestión neoliberal. Las condiciones generales de vida en el país han seguido un rumbo muy contrapuesto, por ejemplo, al observado en América Latina.      

Estos avances no retratan los méritos del retorno capitalista. Ilustran la fuerza social de los trabajadores y el impacto de sus demandas efectivas o potenciales. En las últimas dos décadas emergió un nuevo proletariado, con expresiones de resistencia y alta capacidad para hacer valer sus exigencias.

Los propios teóricos de la restauración culminada describen esas protestas como la “peor pesadilla” de la burocracia (Yunes, 2018). Recogen registros de la significativa capacidad exhibida por los operarios para imponer sus derechos (Hernández, 2016)

Esos informes indican que los gerentes de las empresas y los altos funcionarios actúan con cautela, frente al revulsivo potencial de la clase obrera. Esa conducta añade otro argumento a favor de la tesis de un modelo capitalista no concluido.

La misma evaluación se extiende a la caracterización del régimen político. Es evidente que en China no rige una democracia socialista. Esa meta se encuentra muy lejos de su implantación y son numerosas las evidencias de inadmisibles restricciones a los derechos democráticos. Pero los teóricos de la restauración plena no se limitan a constatar o criticar este hecho. Postulan la vigencia de una descarnada dictadura que funciona con normas cuartelarías y consecuencias sanguinarias. Estiman que ese sistema es análogo a la tiranía derrotada por la revolución socialista (el Koumintang) o a la terrorífica junta militar coreana de 1961-1987 (Au Loong, 2016).

China no sólo padecería un retorno del capitalismo, sino también una regresión a la tragedia política de la primera mitad del siglo XX. El país estaría bajo el control de una clase dominante despiadada, que sojuzgaría a los desposeídos mediante un sistema político análogo a las formas pre-modernas que utilizaban los emperadores y mandarines.

Pero resulta muy difícil congeniar estas descripciones con la modernización que ha protagonizado el país y la consiguiente complejidad de su estructura político-social. Si la imagen de un capitalismo meramente destructor contrasta con los avances en el nivel de vida, la presentación de un tirano al comando de 1500 millones de personas, no condice con la variedad de tendencias políticas actuantes en China. Ese contexto es imperceptible con mirada atadas a un razonamiento convencional de contraposición de totalitarismos con democracias (Mobo, 2019).

La presentación de China como una simple dictadura capitalista también presupone que el legado socialista ha sido completamente demolido. Se estima que esa tradición ha quedado profundamente desacreditada, en un marco de viraje nacionalista de la intelectualidad y apatía política de la juventud (Au Loong, 2016).

Pero ese retrato no coincide con la aparición de nuevas vertientes de izquierda, ni con la continuada gravitación del marxismo. Esa corriente de pensamiento mantiene actualmente mayor vivacidad en China que en sus tradicionales centros de Europa. Ese dato no es irrelevante e indica un escenario mucho más promisorio, que el expuesto por los diagnósticos pesimistas.

¿UN TRANSITORIO CAPITALISMO DE ESTADO?

La restauración no está concluida, pero es una tendencia en curso que podría efectivizarse a través de ciertos episodios decisivos. La sustitución china de Occidente en el comando de la globalización constituiría uno de esos desencadenantes. No se sensato suponer que una formación burocrática asumirá el timón de capitalismo mundial, sin ejercitar a pleno las reglas de la ganancias, la competencia y la explotación. Su captura del liderazgo mundial bajo las normas imperantes en la actualidad, no sería otro jalón del renacimiento histórico de China. Constituiría un punto de viraje hacia la consolidación definitiva del capitalismo.

Otra variedad de ese curso se verificó en los momentos demayoreuforia de“chinamerica”. En el cenit de esa asociación algunos analistas concibieron, que las monumentales acreencias asiáticas de Estados Unidos se convertirían en propiedades del gigante oriental. Supusieron que grandes empresas norteamericanas quedarían bajo el control de socios o gerentes chinos. Estimaron que esa conversión podría constituir el primer paso hacia la conformación de la tan debatida, pero inexistente clase dominante transnacional.

En los hechos la concreción de ese proceso fue abortada por el acoso imperialista que inició Obama y reforzó Trump. Esa escala de agresiones dio lugar a la reacción defensiva de Xi Jinping y a un cambio de escenario. El contexto de amigable globalización ha quedado sustituido por un perdurable marco de tensiones.

El resultado de esa confrontación es incierto. Puede abrir caminos de internacionalización capitalista de China, con sus empresas rivalizando más intensamente por lucros, mercados y cuotas de plusvalía. Pero también puede desembocar en choques geopolíticos, depresiones económicas y protestas populares, que algunos pensadores identifican con el debut de un escenario pos-capitalista (Dierckxsens; Formento; Piqueras, 2018). La actual formación intermedia china con sus clases adineradas, su regulación estatal y su retórica oficial marxista redefinirá su perfil en el escenario que se avecina.

El status transitorio de esa formación económico-social es destacado por muchos pensadores. A falta de una denominación más adecuada, algunos utilizan el término de “capitalismo de estado” para tipificar ese régimen. Recurren a ese concepto para resaltar el papel del estado como un gran timonel de la economía, en la fijación de todos los parámetros y las restricciones de la acumulación (Brenner, 2019).

Pero justamente por ese motivo el término es inadecuado. El capitalismo de estado obviamente presupone que el capitalismo ya impera con plenitud en la sociedad y en el aparato estatal. Opera a través de ese organismo para forzar el cumplimiento de las metas de inversión, acumulación o desarrollo que ambiciona la clase dominante. Fue la dinámica que imperó por ejemplo en Japón.

Lo que distingue a China de ese antecedente ha sido la preexistencia de una revolución socialista, que cortó una trayectoria inicial del capitalismo. Ese componente socialista estuvo ausente en todas las versiones que adoptó el capitalismo de estado a lo largo del siglo XX.

Esa singularidad es registrada por otro enfoque, que utiliza el mismo concepto para destacar que China retomará un desemboque en el socialismo (Amin, 2013). Sugiere que el capitalismo de estado constituye un eslabón hacia ese objetivo. Pero también da a entender que formas de capitalismo regulado son indispensables para la paulatina gestación de una sociedad igualitaria. Lo que resulta muy difícil de imaginar es cómo el socialismo emergería de una secuencia de capitalismos de distinto molde. La tesis de un status intermedio evita esos inconvenientes.

CONFRONTACIÓN DE INTERESES Y PROGRAMAS

China no es una sociedad uniforme, acallada y sometida. En el propio Partido Comunista coexisten millones de personas, que confrontan propuestas y posturas a través de distintos canales.

Las discrepancias que salieron a la superficie durante la pandemia constituyen un indicador de esos contrapuntos. En esa emergencia actuaron junto al oficialismo distintas asociaciones que no pertenecen al partido hegemónico. Es importante conocer esas actividades para superar los estereotipos que difunden los medios de comunicación, en su presentación de una sociedad simplemente esclavizada a los mandatos de una autocracia (Prashad, 2020).

Esa imagen no evalúa a Estados Unidos con la misma vara. Omite que en ese país impera en los hechos una dictadura bipartidista de la misma elite, que intercambia periódicamente el timón presidencial entre exponentes Demócratas y Republicanos. Esa manipulación no impide la existencia de un escenario multifacético de tendencias políticas de variado tipo. La misma (o mayor) diversidad impera en China.

La tesis del monolitismo asiático choca con el simple registro de las corrientes políticas del país. Una analista distingue seis vertientes significativas. Los neoliberales proponen expandir las privatizaciones, reducir el estado de bienestar y anular las leyes de salario mínimo. Los socialistas democráticos propician una economía mixta gestionada con formas políticas multipartidarias. La Nueva Izquierda defiende las empresas públicas, cuestiona la inserción en la globalización y rechaza desigualdad. Los milenaristas retoman los ideales de Confucio, para postular una reorganización del país con parámetros éticos. Las marxistas singulares exigen combinar normas de eficiencia con ideales altruistas y sus colegas tradicionalistas retoman ideas de Mao, para priorizar la defensa del país y la continuidad de las empresas estatales (Enfu, 2012).

Ese retrato sugiere una diversidad que no es perceptible con las anteojeras del institucionalismo burgués. Refuta la imagen de homogeneidad en una nación que alberga a un sexto de la población mundial. No es la brecha cultural o la barrera idiomática lo que impide tomar contacto con esa realidad. La obstrucción deriva de un prejuicio que contrapone el autoritarismo asiático con la floreciente diversidad occidental.

Los pensadores que tuvieron más familiaridad con la vida política china, resaltaron en los últimos años la intensa confrontación entre la corriente neoliberal y antiliberal. Describieron la pugna entre los partidarios del librecomercio globalista y los promotores de la regulación estatal (Amin, 2013).

Pero un proceso más interesante se desarrolla en torno en torno a la denominada Nueva Izquierda. Esta corriente surgió a mitad de los años 90 cuestionando los proyectos de privatización y postulando la redistribución del ingreso, mediante un curso de modernización alejado del patrón capitalista (Ban Wang; Jie Lu, 2012).

La Nueva Izquierda denuncia el fetichismo del crecimiento, defiende el sistema de seguridad social y condena la amnesia de la herencia revolucionaria. Auspicia la acción colectiva y estima que Tian An Men fue una rebelión contra la corrupción y la injusticia (Keucheyan, 2010: 177-185).

Los partidarios de esta corriente también objetan la mirada angelical de los cultores de Confucio (Rofel, 2012). Critican la despolitización y reivindican las protestas populares (Wang Hui, 2015). Promueven, además, una revisión de la Revolución Cultural alejada de la demonización prevaleciente, cuestionando el énfasis unilateral en las facetas negativas de ese episodio (Mobo, 2019).

La evaluación del maoísmo es uno de los principales temas en debate en la Nueva Izquierda. Algunos analistas destacan la existencia de varias corrientes herederas de Mao. Una vertiente de peso en las estructuras oficiales prioriza la defensa nacional frente a la agresión de Estados Unidos. Otra se desenvuelve fuera de ese ámbito y propicia la organización autónoma de los sindicatos (Quian Benli, 2019).

La Nueva Izquierda convoca a renovar el proyecto socialista, en confrontación con el presupuesto de conveniencia (o inexorabilidad) de una etapa capitalista. Estima que la instauración de ese sistema entraña consecuencias nefastas y despliega una intensa batalla contra la cultura de la mercantilización (Lin Chun 2013:197-215).

Los exponentes de esta mirada denuncian los desequilibrios que ha introducido el capitalismo, reconociendo las mejoras registradas en el nivel de vida y la complejidad creada con la gestación de una nueva clase media urbana (Lin Chun 2009).

Objetan la primacía asignada a la expansión externa, destacando que China no necesita transformarse en una potencia mundial, ni actuar como faro del libre-comercio. Debe priorizar el cúmulo de mejoras pendientes en la esfera doméstica (Lin Chun 2019). Señalan que en lugar de comprometer a la economía con riesgosas inversiones foráneas convendría canalizar el ahorro excedente hacia los circuitos locales, para revitalizar las empresas estatales e incrementar los gastos sociales.

Esta orientación privilegia la actividad económica interna buscando una reconciliación entre el socialismo y el mercado (Lin Chun 2009). En el plano externo promueve retomar las ideas antiimperialistas que el país alentaba antes de amoldarse a la euforia de globalismo (Lin Chun 2019).

Este programa de la Nueva Izquierda es coherente con un diagnóstico de limitada reconversión capitalista de China. La implantación definitiva de ese sistema puede ser contenida mediante un curso opuesto de renovación socialista basado en el protagonismo popular.

Lo que está en juego es una confrontación de intereses. La discusión sobre la naturaleza capitalista, socialista o intermedia de China no es una controversia académica sobre la clasificación de la nueva potencia. Sintetiza distintas miradas y propósitos para el país que definirá el curso del escenario global.

18-9-2020.

Claudio Katz es Economista, investigador del CONICET, profesor de la UBA, miembro del EDI. Su página web es: www.lahaine.org/katz

REFERENCIAS

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