21/11/2024
Por Revista Herramienta
“Una naturaleza devastada y un tejido social mundial desgarrado por el hambre y por la exclusión anulan las condiciones para reproducir el proyecto del capital dentro de un nuevo ciclo. Todo indica que los límites de la Tierra son los límites terminales de este sistema que ha imperado durante varios siglos.
El camino más corto hacia el fracaso de todas las iniciativas que buscan salir de la crisis sistémica es esta desconsideración del factor ecológico. No es una “externalidad” que se pueda tolerar por ser inevitable. O lo situamos en el centro de cualquier solución posible o tendremos que aceptar el eventual fracaso de la especie humana. La bomba ecológica es más peligrosa que todas las bombas letales ya construidas y almacenadas”.
Leonardo Boff, “El camino más corto hacia el fracaso”, Rebelión, abril 26 de 2009.
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n estos momentos el capitalismo enfrenta una nueva crisis, similar a otras presentadas con anterioridad, en cuanto a que es sistémica y cíclica, pero diferente por su naturaleza y profundidad, puesto que afecta todos los ámbitos de la vida social. La crisis está relaciona con la caída de la tasa de ganancia, hecho que se viene presentando desde finales de la década de 1960. Esta caída se ha tratado de contrarrestar con el incremento en la explotación de los trabajadores en el mundo entero, o, en otros términos, mediante la transferencia sistemática de las rentas de los trabajadores a los capitalistas, una situación que se acentúa con la crisis actual.Como dice Josep Fontana: “En apariencia, por lo menos, el sistema capitalista parece consolidado en su variante depredadora actual, gracias a que la propia crisis ha contribuido a que se acepten incluso sus métodos más abusivos”[1].
La crisis que afecta al capitalismo no puede ser entendida como una simple crisis financiera que será superada en forma rápida, porque en el plano económico abarca todo el sistema, desde la producción hasta la realización de las mercancías. Es una crisis civilizatoria, porque un modelo de organización de la sociedad, construido hace más de doscientos años, da muestras de caducidad histórica. El capitalismo como sistema se puede recuperar, con un terrible costo para los trabajadores y los sectores más empobrecidos de la población, como se evidencia con el aumento de las desigualdades sociales y la acentuación de la destrucción de los ecosistemas, sobre todo en el mundo periférico, con su reconversión generalizada a proveer bienes primarios. Pero esa recuperación no significa que la crisis civilizatoria haya sido remediada, porque esta no es un asunto puramente coyuntural y pasajero.
La crisis civilizatoria supone la confluencia crítica de varios tipos de crisis: la crisiseconómica, que abarca todo el aparato productivo hasta llegar a la órbita financiera; la crisis energética, por el agotamiento del petróleo y la inexistencia de una fuente alternativa que lo reemplace; la crisis ambiental, con la destrucción de ecosistemas y desaparición de especies vivas en forma alarmante; la crisis alimenticia, manifestada en que el hambre y la desnutrición se han extendido por el planeta, al tiempo que productos de la dieta básica de la gente común y corriente han sido transformados en materias primas para la producción de agro-combustibles; el trastorno climático, ya que estamos asistiendo a un cambio drástico en el clima del planeta, causado por el sobreconsumo propio de la sociedad capitalista, principalmente de combustibles de origen fósil.
Pensar la situación actual como una crisis civilizatoria significa considerar al capitalismo en términos holísticos y no desde una perspectiva reduccionista de tipo económico, porque como lo ha dicho István Mészáros, “no hay otra cosa más idiota que describir la presente crisis como tan sólo otra crisis cíclica tradicional del capitalismo productivamente insuperable, que será barrida del camino en uno o dos años”[2]. Esto no implica desconocer que la raíz del asunto se encuentra en la lógica de la acumulación de capital, con su doble proceso de explotación de los trabajadores y destrucción de la naturaleza.
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La crisis ha tenido como efecto positivo que otra vez se haya vuelto a hablar de capitalismo y que el vocablo sea escuchado por primera vez por importantes sectores de la población, sobre todo por los más jóvenes, como ha acontecido en Alemania, en donde se ha vuelto a editar El Capital, y algunos personajes que no son ni marxistas ni revolucionarios han reconocido que después de todo Carlos Marx no estaba tan equivocado en su crítica al capitalismo. Este es un gran avance, aunque no lo parezca ni se le aprecie en su justa dimensión, y lo es porque “cuando la gente empieza a hablar de capitalismo, podemos estar seguros de que el sistema capitalista pasa serios apuros, pues es un claro indicio de que el sistema en sí ha dejado de ser tan natural como el aire que respiramos y que puede volver a ser considerado como el fenómeno bastante reciente (en términos históricos) que es”[3].
Este efecto positivo de la crisis en términos del lenguaje también debería hacerse extensivo al análisis de la destrucción de la naturaleza y de los ecosistemas, que es un resultado directo de la expansión del capitalismo hasta el último rincón del planeta. Para ello, proponemos hablar de Capitaloceno, como forma de recalcar que el ecocidio en marcha no puede ser atribuido, como usualmente se hace, al homo sapiens en forma genérica, cuando se utiliza el vocablo de Antropoceno, en la medida en que eso significa librar al capitalismo de la responsabilidad que le concierne en la debacle ambiental, sin precedentes en varios millones de años, así como en las bruscas modificaciones climáticas que hoy afectan a nuestro planeta y a sus diversas formas de vida.
A pesar de su corta existencia, el capitalismo ya ha dejado una impronta de tal magnitud que alcanza dimensiones geológicas, en razón de lo cual no es exagerado denominar a esta época como capitaloceno. Si no hacemos nada para transformar al capitalismo, este va a terminar siendo el nuevo meteorito, de origen social y económico, que va a destruir a la humanidad y a diversas formas de vida, en forma similar a como un meteorito cósmico destruyó a los dinosaurios hace 65 millones de años. Y esa lógica destructiva subyace al capitalismo, a partir de sus tendencias dominantes: su lógica de la ganancia, de la acumulación sin límite, del pretendido crecimiento infinito, del desarrollo de las fuerzas productivas-destructivas, de mercantilizar y convertir en valor de cambio lo que encuentra a su paso… Son esas lógicas las que deben ser modificadas, si se quiere imaginar un futuro para la humanidad. De no ser así, las perspectivasvan a ser tan sombrías, como tenebroso es nuestro presente.
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La lógica intrínseca del capitalismo, que abarca a la tecnociencia, se apoya en la falacia de que no existen límites físicos, naturales o sociales y, que en consecuencia, todo es posible, como viajar a planetas situados a millones de kilómetros de distancia o incluso el proyecto de sembrar patatas en Marte, divulgado recientemente desde los Estados Unidos por la NASA. Esa quimera se presenta como si fuera un proyecto viable y se anuncia que las papas serían llevadas por los primeros exploradores que viajen hacia Marte en la próxima década[4]. Este es un ejemplo de los delirios de los tecno-científicos, que sueñan con conquistar y colonizar nuevos mundos, mientras el capitalismo arrasa con nuestro planeta tierra, en una lógica que puede denominarse como propia del antropofugo, es decir, del hombre que intenta huir de su condición de antropoide, para rebasar los límites naturales, como si no existiesen y todo fuese posible. En este caso, se quiere abandonar nuestra habitación terrestre, luego de haberla convertido en un erial.
Entre los especuladores con viajes de colonización interplanetarias se encuentran prestigiosos científicos, como Stephen Hawking quien ha dicho que “dentro de 50 años estaremos viviendo en la luna y camino a Marte", como la única forma que la humanidad sobreviva a los problemas que existen en la tierra, asolada por el aumento de la población y la escasez de los recursos. Este es un claro ejemplo de arrogancia de los cultores de la tecno-utopía, para los cuales es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo.
No nos debe extrañar el negacionismo de los límites por parte del capitalismo y sus voceros, porque en última instancia es una forma de justificar el mantenimiento de su irracional modelo de acumulación, que se apoya en la aberración de un crecimiento infinito. Como ya lo dijo hace cuarenta años Adrian Berry, con un increíble cinismo y arrogancia tecnocrática:
contrariamente a la creencia del Club de Roma, no hay “límites al crecimiento”. No hay ninguna razón por la que nuestra riqueza global, o por lo menos la riqueza de las naciones industriales, no siga creciendo indefinidamente a su promedio anual actual de un 3 o un 5 por ciento. Aunque se demuestre finalmente que los recursos de la tierra son finitos, los del Sistema Solar y los de la Gran Galaxia que lo rodea son, para todos los fines prácticos, infinitos[5].
Esa lógica escapista de los límites, la expresan mejor que nadie los economistas neoliberales, porque, como lo dijo Kenneth Boulding “quien crea que el crecimiento exponencial puede durar eternamente en un mundo finito, o es un loco o es un economista”.
La categoría de “límites” es un extraordinario instrumento teórico para entender y enfrentar el capitalismo y desde ese punto de vista podría definirse a la ecología como el pensamiento de los límites, porque analiza “las constricciones estructurales que para las acciones y los proyectos humanos se derivan de la finitud y vulnerabilidad de la biosfera, del carácter antrópico del universo y de las características orgánicas, psíquicas y sociales del ser humano”[6]. Más específicamente, hay que hablar de tres límites fundamentales:
1). Nuestra dependencia de procesos termodinámicos y fisiológicos emplazados bajo el signo del deterioro entrópico; 2) la finitud de las fuentes de recursos naturales, y la limitada capacidad de los sumideros biosféricos para “reciclar” la contaminación; 3) la irreversibilidad de la pérdida de biodiversidad y de la destrucción de ecosistemas (dicho de otra forma, la limitada capacidad de la naturaleza para “autorrepararse” después de agresiones graves)[7].
La ignorancia de los límites puede considerarse como la nueva utopía del capitalismo que se expresa en la apología de la huida en todos los sentidos: huida de los límites del crecimiento económico, presumiendo en forma arrogante de utilizar nuevas fuentes de energía (la nuclear, por ejemplo) y de superar la entropía (inventando nanotecnologías); huida de la tierra, hacia el cosmos; huida de la naturaleza humana, considerando que el cuerpo humano adolece de defectos de construcción, hacia el poshombre (mediante la ingeniería genética y la simbiosis del cerebro humano con la máquina); y, huida de la sociedad y de la vida real hacia el ciberespacio[8]. Ante esa arrogancia, el aporte de la ecología, que debe ser asumido por la tradición marxista, radica en vivir dentro de los límites.
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Un término particularmente útil para estudiar, comprender y enfrentar las consecuencias ambientales de la expansión mundial del capital es el de imperialismo ecológico. En esta perspectiva, se tienen en cuenta las características económicas, políticas y militares del imperialismo moderno, entre las que se destacan el reparto del mundo con el fin de apropiarse de materias primas, abrir nuevos mercados y contrarrestar la caída de la tasa de ganancia; la formación de grandes grupos monopólicos de tipo nacional que luego se expanden por el planeta con el respaldo de sus respectivos Estados; la disputa entre grandes potencias imperialistas por el dominio y sometimiento de pueblos y naciones por parte de diversas potencias europeas y de los Estados Unidos; la polarización mundial entre centros dominantes y periferias dominadas. En resumen, se enfatiza que la cuestión ecológica en el marco del capitalismo y del imperialismo requiere de una mirada global, inscrita en el marco de una economía mundial dividida en estados nacionales que compiten entre sí y entre sus respectivas corporaciones, una división internacional del trabajo en la cual hay una polarización jerárquica entre centros y periferias y, sobre todo, un sistema mundial de dominación, expoliación y dependencia.
Apoyándose en la crítica de la economía política y en aportes sustanciales de la crítica ecológica al capitalismo se intenta dotar de contenido a la noción de imperialismo ecológico. Entre sus características principales se encuentran: destrucción acelerada de ecosistemas en los países periféricos, como resultado de la mercantilización creciente y de la conversión de la naturaleza en la fuente material y energética que impulsa las innovaciones tecnológicas del capitalismo contemporáneo; acentuación del saqueo de materias primas y bienes comunes de tipo natural, en la medida en que los países dominantes, así como los mal llamados “países emergentes”, libran una lucha mundial por el control de los recursos, indispensables para garantizar los procesos endógenos de acumulación capitalista; biopiratería y saqueo de la diversidad biológica y cultural de los países dominados, ya que la moderna biotecnología requiere del “capital natural” que se encuentra en las selvas y bosques del sur del mundo, como forma de ahorrar costos y de generar nuevos productos de consumo en diversos campos (alimenticio, farmacéutico, recreativo… ) mediante la expropiación de saberes y conocimientos tradicionales de los pueblos aborígenes y campesinos; el traslado de desechos tóxicos (nucleares y radiactivos) de los centros hacia las periferias, con el fin de desprenderse de la basura que deja la producción mercantil cuando los productos han perecido, basándose en una concepción propia del racismo ambiental y de la ecología NIMBY (Not In MyBackyard); el desconocimiento de la deuda ecológica que el imperialismo le debe al mundo periférico, con motivo de la destrucción durante varios siglos del medio natural de nuestros territorios; intercambio ecológico desigual, como complemento al intercambio económico desigual, que resulta del hecho que la exportación de productos primarios de un país periférico hacia otro central no tiene en cuenta la destrucción natural que esto conlleva, tal como el agotamiento de un mineral, el envenenamiento de las aguas o la contaminación del aire; violación de las aguas territoriales de los países dependientes por parte de las flotas pesqueras de las grandes potencias, con el objetivo de apropiarse de importantes reservas proteinitas, que destruyen la biodiversidad marina y que empobrecen a los pescadores locales y artesanales, para satisfacer el apetito insaciable de los consumidores del mundo opulento; tráfico forzado de especies animales y vegetales, lo que se constituye en uno de los negocios más rentables del mundo, y enriquece a unos cuantos traficantes y empresarios, cuya finalidad es llevar especies hacia el Norte, como mascotas y como vehículo de experimentación tecnocientífica.
Como la dominación imperialista siempre ha generado diversas formas de rebelión y resistencia de los dominados, en el caso del imperialismo ecológico las cosas no son diferentes. En ese sentido, están emergiendo luchas de los trabajadores, campesinos y pobres del sur del mundo por defender los ecosistemas y los bienes comunes de la voracidad capitalista e imperialista, con lo cual configuran un horizonte de luchas anticapitalistas que se inscriben en el ecologismo de los pobres.
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Es imprescindible emprender una crítica, dialéctica y razonada, de la ciencia y de la tecnología, resaltando su carácter de fuerza productiva-destructiva y su conversión en un dispositivo esencial para el funcionamiento del capitalismo contemporáneo. Eso implica recuperar las críticas que desde diversas perspectivas se le han hecho a la tecnociencia, mostrando tanto sus límites –para romper con esa visión tecnocrática que la presenta como panacea para remediar los males de la sociedad y de los seres humanos–, como sus consecuencias ambientales.
La crítica debe dirigirse a la “racionalidad instrumental” y no a la razón en general –que es la propuesta del posmodernismo–, puesto que ésta última sigue siendo fundamental en la reconstrucción de cualquier proyecto de radicalidad social, tan necesario hoy como nunca antes. Desde la ecología crítica cobran inusitada validez otros aspectos desdeñados por el racionalismo extremo, tales como la sensibilidad, la pasión, el romanticismo, los sueños y las esperanzas, todos los cuales son necesarios a la hora de proponer una relación con la naturaleza que no sea depredadora ni mercantilista.
Renán Vega Cantor-Bogotá, Colombia, mayo 15 de 2017
NOTAS
[1]. Josep Fontana, El futuro es un país extraño. Una reflexión sobre la crisis social de comienzos del siglo XX, Editorial Pasado & Presente, Barcelona, 2013, p. 133.
[2]. István Mészáros, La crisis estructural del capital, Ministerio del Poder Popular para la Información y la Comunicación, Caracas, 2009, p. 227.
[3]. Terry Eagleton, Por qué Marx tenía razón, Ediciones Península, Barcelona, 2012, p. 12.
[4]. Ver: “Científicos encuentran una papa que podría crecer en Marte”, El Excélsior, marzo 11 de 2017.
[5]Adrián Berry, Los próximos diez mil años, Alianza Editorial, Madrid, 1977, p. 65.
[6]. Jorge Riechmann, Un mundo vulnerable. Ensayos sobre ecología, ética y tecnociencia, Los Libros de la Catarata, Madrid, 2000, p. 55.
[7]. Ibíd.
[8]. Jorge Riechmann, Gente que no quiere viajar a Marte. Ensayos sobre ecología, ética y autolimitación, Libros de la Catarata, Madrid, 2004,p. 36.