03/12/2024
Por Revista Herramienta
Me preguntas qué es lo que me falta. ¡En realidad, la vida!
(GB: 1, 159)
Rosa Luxemburg fue una botánica entusiasta. La biología no solo la ocupó antes que las ciencias sociales y humanas; no, toda su vida está marcada por la fuerza de atracción que ejercía sobre ella la naturaleza libre. Su obra está recorrida por metáforas de paisajes silvestres y de la fuerza de la vida (ver sobre esto el maravilloso “Herbario de Luxemburg”, de 2016).[1] Las visiones que Luxemburg tiene del socialismo han sido extraídas de la naturaleza, del mundo de los animales y las plantas, de las montañas y las corrientes de agua desaforadas. Y también ella misma –su pensamiento y su acción– se sustrae, cien años después de su muerte, a las clasificaciones frías y a las sistematizaciones petrificadoras. Ni en los jardines geométricamente ordenados de la historia de las ideas del marxismo-leninismo, ni en los bonitos jardines paisajísticos de un liberalismo superficial tiene ella su lugar. El legado de Rosa Luxemburg es la naturaleza salvaje. Perturba porque vitalmente se resiste a todas las reglas rígidas. El legado de Luxemburg pulula siempre con lo nuevo y quiebra los más duros sarcófagos cada vez que los seres humanos resurgen de las carcasas de su obediencia.[2] Pero ¿dónde radica realmente la fuerza explosiva de su obra?
Muchos políticos pueden ser reducidos a un concepto; pero Luxemburg es un espacio de vivas contradicciones. Aunque ella protegió con cuidado su vida personal y preservó sus espacios abiertos hasta en los pequeños detalles, esta vida y su activismo político eran solo dos lados de una sola vida plena. La comprensión del mundo y de sí misma, en Luxemburg, se interrelacionan en forma indisociable. Ella estaba siempre dispuesta a sacrificar su vida; ya como estudiante de bachillerato; luego, en la revolución rusa de 1905-6, en las prisiones rusas y alemanas; también en la revolución de noviembre. Y disfrutó de la vida; con el correr de los años, de manera cada vez más consciente e intensa. Aquel que quiera comprender a Luxemburg, además de sus obras debe leer también sus cartas. No son un mero complemento de sus artículos y libros, sino que tienen el mismo valor que estos. Para Karl Kraus, las cartas desde la cárcel son “un documento único de humanidad y poesía en el ámbito de lengua alemana” (ct. en Hetmann, 1998: 6). En estas cartas, se vuelve claro qué significaba para ella, como socialista, una vida lograda. La interrelación entre los escritos políticos y teóricos, por un lado, y, por otro, las cartas de Luxemburg refleja las tensiones de su vida; quien no ha entendido estas tensiones, no ha entendido nada acerca de Luxemburg. Si vida no puede ser medida solo a partir de sus obras: no fundó ningún Estado, a diferencia de Lenin; ni escribió una obra milenaria, como El capital de Marx. Su influencia política fue limitada y sus escritos económicos son importantes, pero tienen el mismo rango que los de una serie de otros marxistas contemporáneos a ella.
Si se mide a Luxemburg a partir de lo que su obra ha producido de manera inmediata, no se percibe su auténtica importancia perdurable, ya que hay algo que Luxemburg destaca de manera especial: su propia vida. La “obra principal” de Luxemburg, y no solo la filosófica, es “la vida ejemplar desarrollada por ella” (Caysa, 2017: 38). El genio de Luxemburg se expresó en esta vida. Era, al mismo tiempo, una vida sumamente política y sumamente personal, que intervenía prácticamente y reflexionaba teóricamente con coherencia existencial; se volvía hacia las masas como periodista y oradora talentosa y se replegaba completamente en sí misma, dedicándose a la pintura, la música, las plantas y los animales. Una y otra vez se sumergía “de la mañana a la noche” sin hacer ninguna otra cosa, entregada a la escritura, la pintura, la botánica. Entonces se sentía como embriagada (GB: 5, 74, 234). Poco después, corría de una manifestación de masas a otra. Esto no representaba ninguna coexistencia, sino que los polos conformaban antítesis que eran vividas intensamente y que se modificaban recíprocamente. Como escribió Walter Jens, ella intentó vivir una existencia “en la que a partir de la persona privada y el zoon politikon[3] se produjera un ser armónico, marcado por la autoidentidad y por una relación abierta con el mundo” (Jens, 1995: 13). Luxemburg vivió el socialismo como un movimiento solidario-emancipador, en la unidad de la transformación del mundo y la autotransformación. de un modo tal que sigue siendo ejemplar.
En 1918, recién liberada de la cárcel, se dedicó a redactar un artículo a favor de la abolición inmediata de la pena de muerte, y escribió: “Durante los cuatro años de la masacre imperialista de los pueblos, la sangre fluyó en ríos, en arroyos. Ahora, cada gota del precioso jugo debe ser resguardada con reverencia en cuencos de cristal. La más cruda energía para la acción revolucionaria y la más generosa humanidad: solo esto es el verdadero aliento del socialismo. Es preciso derrumbar un mundo; pero cada lágrima que ha sido derramada, aunque pueda ser enjugada, es una acusación, y un ser humano que se precipita a una acción importante y que, por una tosco descuido, aplasta a un gusano, comete un crimen” (GW: 4, 406). Esta doble exigencia para el socialismo: energía para la acción y humanidad, era ante todo una exigencia vivida como propia. Al escribir sobre el socialismo, ella escribía sobre sí misma.
La irradiación duradera que produce Rosa Luxemburg es, ante todo, su propia vida, para la cual se capacitó con gran decisión y con una coherencia aún más grande. El filósofo griego Heráclito habría dicho que es el carácter del ser humano, que, en cuanto “demonio”, define si los seres humanos llevan una vida exitosa o fracasada (Heráclito, 2011: 325).[4] En lo que sigue, me propongo esbozar algunos contornos del modo en que Luxemburg llevó adelante su vida, a fin de describir su “demonio”; a través de algunas consignas, pues precisamente aquí está prohibido cualquier intento de aspirar a una totalidad cerrada.
Si uno lee los escritos políticos y teóricos de Luxemburg, tiene que atravesar el lenguaje del marxismo de la Segunda Internacional, hoy en gran medida fenecido. Muchas palabras clave ya no tienen ninguna correspondencia viva, o esta tiene que ser producida nuevamente. La forma en que ella habla sobre la clase trabajadora o el proletariado, sobre reforma y revolución, sobre partido y socialismo como cosas obvias, pertenece a otra época. Pero si uno atraviesa ese lenguaje, si descrifra la realidad vital que se oculta detrás de él, descubre la base persistente para su irradiación más de un siglo después: su relación de empatía con el mundo. Ella buscaba en todo un “tú” y se dirigía al mundo como “tú”. La fuerza de esta fórmula se derivaba de la fuerza de su propia personalidad, de su “alma”. Le comentó a Jogisches, en una carta:
Es que la forma de la escritura no me satisface; percibo que “en el alma” está madurándome una forma nueva y original que no hace nada mediante fórmulas y clichés, y que los quebranta; naturalmente, solo a través de la fuerza del espíritu y de la convicción. Tengo la necesidad de escribir de tal modo que actúe sobre los seres humanos como el rayo; que les aseste un golpe en el cráneo y, obviamente, no a través del entusiasmo, sino de la amplitud de visión, del poder de convicción y de la fuerza de la expresión (GB: 1, 307).
Existe una persistente paradoja: Luxemburg era al mismo tiempo clarividente y ciega. Tenía un optimismo ilimitado cuando se trataba de la capacidad de comprensión de las trabajadoras y los trabajadores para superar su sometimiento capitalista. Le parecía que cada lucha individual señalaba más allá del aquí y ahora. El acomodamiento con lo dado, el contentamiento consigo mismo le resultaban intolerables. Pudo ver lúcidamente la revolución rusa de 1905 como expresión de la más viva autoorganización y autoempoderamiento de los seres humanos y pasó casi totalmente por alto el papel indispensable de las organizaciones sólidamente articuladas, o los tomó por instrumentos de dominación. Insistía sobre la solidaridad entre las clases por encima de todos los límites entre las nacionalidades, razas y géneros y daba la espalda a los particulares “dolores de los judíos”, a la autonomía de las luchas contra el patriarcado o contra la supremacía de una nación sobre otras. Todo era para ella una lucha socialista conjunta que no debía mostrar ninguna fisura. Por ello, no se encuentran prácticamente en ella respuestas estratégicamente convincentes a cómo podría realizarse –admitiendo estas fisuras, e incluso escisiones– una política solidaria, más allá de la apelación a lo común. Se veía a sí misma como idealista, por mucho que invocara intereses económicos.
Rosa Luxemburg no fue ante todo una estratega, como Lenin; una teórica, como Kautsky; una escéptica, como Bernstein; una intelectual, como Gramsci, sino que, en plena consonancia con el espíritu del Antiguo Testamento y, sin embargo, de manera muy moderna, era una profeta: alguien que “conduce fuera de la casa de la esclavitud” (Veerkamp, 2013: 53). Invoca la indisociable unidad de libertad e igualdad, de autodeterminación y solidaridad, de compasión e intervención activa. Al leer el Emanuel Quint de Gerhard Hauptmann, se encontró consigo misma, tal como escribió:
¿Conoce usted las imágenes de Cristo de Hans Thoma? En este libro, experimentará el poder visionario de Cristo, cómo este recorre campos de cereales, enjuto y nimbado por una luz rojiza; y, en torno a su forma oscura, a derecha e izquierda, ondean blandas olas de lilas sobre las espigas plateadas. Entre otras numerosas cosas me atrapó un problema que no encontré desarrollado en ningún otro lugar y que siento tan profundamente en mi propia vida: la tragicidad del ser humano que predica ante la multitud y que siente que cada palabra, en el mismo instante en que sale de su boca, tiene que volverse burda y petrificarse, y se convierte en una imagen distorsionada en las mentes de los oyentes; y el predicador se ve comprometido con esa imagen distorsionada de sí mismo, se encuentra finalmente rodeado por los discípulos, que braman en torno a él: “¡Muéstranos el milagro! Es lo que nos has enseñado. ¿Dónde está tu milagro?” (GB: 5, 185).
Luxemburg establecía relaciones vivas con aquello que a lo podía conformar como un “tú” que se correspondiera con ella misma. De ahí que su yo y su acción, su individualidad y su obra, su personalidad y su influencia se relacionaran indisociablemente entre sí. No se desvanecía detrás de ello, no se subordinaba a ello, tampoco se fundía con ello, sino que vivía las contradicciones. Buscaba en la realidad lo que se correspondía con ella misma: el placer de configurar el mundo en términos más humanos, con la cabeza levantada; la radicalidad de anhelar la emancipación plena; el amor que aferra completamente a los otros y que capta lo más íntimo; la belleza que hay en cada hoja, en cada canto de ave, en cada armonía; la idea que revela una nueva visión acerca del mundo. Lo que respondía de ese modo a su llamada, pensaba, era para ella un “tú” en la conversación. Todo lo que no le respondía como un “tú” permanecía cerrado para ella, eran sombras de un mundo condenado a la caída. Cuando algo no le parecía vivo y totalmente verdadero, le producía repulsión. Por todas partes, en sus cartas, se encuentran observaciones como esta: “Me horroriza el encuentro con los seres humanos. Querría vivir solo en medio de animales” (GB: 3, 85). Su yo no debía desaparecer en el contacto con el mundo externo (GB: 2, 290). Desde la cárcel escribió, durante la guerra: “En lo que a mí concierne, en el último tiempo, cuando ya no estaba débil, me volví dura como el acero pulido, y de ahora en más no haré la menor concesión ni en las relaciones políticas ni en las personales” (GB: 5, 151). Y, al mismo tiempo, estaba el reverso de la más alta vulnerabilidad, como le escribió a su amigo Hans Diefenbach el 30 de marzo de 1917[5]:
En medio del mi bello equilibrio, laboriosamente construido, ayer, antes de dormirme, volvió a dominarme una desesperación que era mucho más negra que la noche. Y tenemos también un día gris, en lugar de soleado: frío viento del Este… Me siento como un abejorro; ¿ha encontrado alguna vez en el jardín, en la primera mañana glacial de otoño, un abejorro que yace de espaldas en el pasto totalmente entumecido, como muerto, con las patitas contraídas y la diminuta piel cubierta de escarcha? Solo cuando el sol lo entibia lo suficiente comienzan a moverse y a extenderse lentamente las patitas; entonces el cuerpecito se revuelca y finalmente se levanta por el aire pesadamente, con un zumbido. Siempre fue mi ocupación agacharme ante tales abejorros helados y devolverles la vida con el aliento cálido de mi boca. ¡Si el sol quisiera también despertarme, pobre de mí, de este frío mortal! (GB: 5, 195).
El principio supremo de Luxemburg era: “ser siempre yo misma, sin que me importen el entorno y los otros”. Agregaba: “Soy […] idealista y quiero seguir siéndolo, tanto en el movimiento alemán como en el polaco” (GB: 1, 323). Buscaba, en los otros y en el mundo, lo que se correspondía con lo más íntimo de ella misma. Cuando hablaba enfáticamente sobre el socialismo, sobre la inventiva elemental de seres humanos que se habían volcado al movimiento, sobre lo que un partido debe hacer, sobre sociedades precapitalistas y postcapitalistas… siempre comprendía todo esto desde la perspectiva que la entusiasmaba y que despertaba resonancias en ella misma. Y cuando escribía sobre la muerte en una vivienda pobre, sobre las víctimas del colonialismo o de la guerra, sobre un búfalo azotado… expresaba al mismo tiempo el propio sufrimiento. Reflejaba el mundo y se reflejaba a sí misma en el mundo. No había muros de protección y de separación entre ella y el mundo. Desde esta inmediatez, fueron creciendo su enorme fortaleza… y su debilidad enorme. Es necesario tomar conciencia de los límites de su pensamiento, que surgen a partir de esto. Su incondicionalidad chocaba con el mundo real de lo condicionado.
Deberían bastar unos pocos ejemplos de esta simbiosis selectiva de Luxemburg con el mundo, tal como ella lo veía. Así, escribió que el “legado más valioso” de Marx era la unión entre dos antítesis: “profundización teórica, para conducir nuestra lucha cotidiana de acuerdo con el timón firme del principio; y energía revolucionaria decidida, para que la gran época a la cual nos dirigimos no encuentre a un género débil” (GW: 3, 184). Este era un autorretrato. Su admiración por la huelga de masas política era expresada por ella en palabras que se correspondían con lo que ella esperaba de su propia obra: “A partir del torbellino y la tempestad, del fuego y el ardor de la huelga de masas, de las luchas callejeras, surgen, como Venus de la espuma del mar: sindicatos lozanos, jóvenes, vigorosos y alegres de vivir” (GW: 2, 118). En 1915 escribió, sobre el trabajo en las organizaciones socialistas: “Solo que nosotros no mereceríamos que el alma, sedienta de una humanidad libre, haya saboreado las fuentes del socialismo y extraído de ellas una nueva vida, si pudiera bastarnos todo esto y algunas cosas más que esta hora exige de nosotros. Lo que nosotros conseguimos para la organización y a través de ella debe ser llenado, como un cuenco, hasta el borde con el espíritu socialista. A través de esto, y solo a través de esto, recibe su verdadero sentido y su más alta consagración” (GW: 7, 936). Ella se veía a sí misma como alguien que concede expresión a este espíritu. Sin este espíritu, el cuenco era para ella solo una envoltura vacía y, en lo personal, un infierno.[6] Su disposición para aceptar derrotas, y aun su propia muerte, antes que no vivir en identidad con los propios ideales, se derivaba de esta unidad directa de lo más íntimo de su personalidad y el movimiento mundial por el cual abogaba. Se veía como una “tierra de posibilidades ilimitadas” (GB: 5, 157), y buscaba en la realidad aquellos movimientos, aquellas personas, aquellas ideas y formas que buscaban igualmente romper con sus límites.
Precisamente, su correspondencia da testimonio del constante trabajo consigo misma, con sus relaciones con amigas y amigos, con los amados; un trabajo interrumpido por una permanente autorreflexión, y también por la exhortación para que otros sean auténticos y firmes. El giro constante en muchas de sus cartas es: “¡Mantente de buen ánimo!”. Resistir las exigencias del destino significaba, para ella, no permitir jamás que le arrebataran durante mucho tiempo la aptitud para una vida autoconsciente, afirmativa y orientada a disfrutar del momento. Buscaba la más inmediata relación con un “tú” –ya se trate de un abejorro, de una paloma, de una flor, del amado, de la amiga, de un paisaje, del pálido brillo de la luna–; y al mismo tiempo creaba distancia para estar consigo misma. Aquel que caía bajo su hechizo, experimentaba de manera abundante ambas cosas: la generosidad y el rechazo. Todo esto se expresa en la carta a Hans Diefenbach de enero de 1917, en la que escribió: “Ahora bien, le digo, querido Hans, que si mi mejor amigo me dijera alguna vez: ‘Solo puedo elegir entre cometer una vileza o morir de sufrimiento’, le respondería, con férrea serenidad: ‘Entonces, muere’” (GB: 5, 158).
En prisión: consigo y con el mundo
El carácter de un ser humano se manifiesta ante todo cuando se le arrebata el espacio protector de lo privado. Las prisiones son lugares de ese tipo. Aquel que quiera saber algo sobre Nelson Mandela en cuanto personalidad, debe visitar la isla Robben, la isla de la prisión en el Atlántico, a 12 kilómetros de Ciudad del Cabo, donde él permaneció encerrado durante veinte años en una celda de cuatro metros cuadrados. Rosa Luxemburg había sido encarcelada varias veces ya antes de la Primera Guerra Mundial. Durante la guerra, estuvo un año en una “prisión de mujeres” en la calle Barnim de Berlín; y luego, después de una breve interrupción en la primavera de 1916, en “prisión preventiva” en Wronke y Breslau, de donde fue excarcelada recién en noviembre de 1918. Compuso en medio de un “ocio involuntario” (GB: 5, 130), en la prisión berlinesa, entre otras cosas, el Folleto de Junius, así como una discusión con las críticas dedicadas a La acumulación del capital, es decir, la Anticrítica de ese libro. Durante el período posterior en prisión, tradujo la primera parte de las memorias del escritor socialrevolucionario ruso-ucraniano Vladímir G. Korolenko y escribió una introducción para ellas; pudo sacar de contrabando muchos artículos y se ocupó en una medida importante de la Revolución Rusa. El primer efecto de shock, después de la primera reclusión en la prisión de mujeres de Berlín, es comentado por ella de este modo:
Los gendarmes rusos me escoltaron con gran respeto como presa política; los guardianes berlineses, en cambio, me explicaron que no importaba un “bledo” quién era yo, y me metieron en un coche con nueve “colegas”. Bueno, todas estas cosas, a fin de cuentas, son bagatelas, y no olvide nunca que la vida, al margen de lo que pueda suceder, debe ser tomada con serenidad de ánimo y buen humor. Aun aquí poseo ambas cosas en la medida necesaria. A fin de que no reciban, por lo demás, una representación exagerada acerca de mi heroísmo, quiero confesar, llena de contrición, que en el instante en que, por segunda vez en ese día, tuve que quitarme la camisa y dejarme palpar, apenas si pude contener las lágrimas. Naturalmente, estaba interiormente enfurecida conmigo misma por tal debilidad, y sigo estándolo aún ahora. Además, lo que me horrorizó durante la primera noche no fue, por ejemplo, la celda de la prisión o mi súbita separación de lo vivo, sino –¡adivínelo!– el hecho de que tuviera que acostarme en el lecho sin mi camisón, sin haberme peinado. No falta una cita clásica para esto: recuerde la primera escena de María Estuardo, cuando a la protagonista le arrebatan las joyas. “Prescindir de los pequeños ornamentos de la vida”, dice la nodriza de María, Lady Kennedy, es más duro que soportar duras pruebas. (Revíselo; Schiller lo ha dicho más bellamente que yo aquí) (GB: 5, 47).
Tan dignos de atención como sus escritos de prisión teóricos y políticos, y una condición para que pudiera redactarlos, eran su capacidad y su fuerza de voluntad para vivir en la cárcel, y para hacerlo con gran intensidad. Según escribió, ella obedecía a un imperativo: “ante todo, en todo momento hay que vivir como un ser humano pleno” (GB: 5, 177). Hasta donde lo permitían las circunstancias, así como el personal de vigilancia y sus jefes, se empeñó en primer término en transformar la prisión en un lugar de vida, en concederle, bajo las condiciones más adversas, los rasgos de una patria. Intentó continuar hábitos anteriores. Sus viviendas fueron siempre enormemente importantes para ella. Debían corresponderse con ella: estar ordenadas y lo más cerca posible de la naturaleza. También sus espacios carcelarios fueron convertidos en “acogedores”, en la medida en que esto fuera posible. En Wronke, instaló un jardín y siguió con sus prácticas de botánica. Mantenía siempre, en la medida de lo posible, una organización disciplinada de la jornada. En segundo lugar, continuaba el diálogo con amigas y amigos, establecía nuevas relaciones. En tercer lugar, permanecía políticamente activa, intervenía, seguía intentando llegar a los seres humanos con sus palabras y esclarecerlos. Y, en cuarto lugar, aprovechaba el tiempo para hacer reflexiones teóricas y culturales. Gracias a su irradiación personal, pudo lograr, al menos en Wronke, algunas mejoras sustanciales (véanse al respecto los recuerdos del director de la prisión, el Dr. Ernst Dossmann, en GW: 7.2, 971 y 995).
En las cartas desde la prisión, creó un mundo propio para sí misma y para otros. Se exhortaba una y otra vez, combatiendo la ira y la desesperación, con las palabras: “Por lo demás, todo sería más fácil de experimentar si no olvidara simplemente el mandamiento fundamental que me hice para la vida: ¡lo principal es ser bueno! Ser simple y llanamente bueno: esto desanuda y anuda todo y es mejor que toda la astucia y la obcecación” (GB: 5, 183). Estas cartas no fueron “peroratas espirituales”, sino autorretratos realizados, en buena medida, para darse ánimos con ellas y para brindar apoyo a otros. Son productos artísticos de una inmediatez reflexiva. Luxemburg trabajó intensamente para establecer relaciones con los que estaban “afuera”, recreó literariamente el mundo que la rodeaba, o el que ahora le resultaba lejano, no solo para tolerarlo, sino también para poder vivir en él.[7] A Hans Diefenbach le pintó, poco antes de la muerte de este, el idilio de un viaje a la Suiza estival, y cerró con las palabras: “¡Mi Dios, cuán bellos son el mundo y la vida!” (GB: 5, 189).
Decir la verdad
En sus discursos y artículos, Luxemburg repetía una y otra vez: “Como decía Lassalle, sigue siendo el acto más revolucionario siempre “decir en voz alta lo que es” (GW: 2, 36; cf. también la nota al pie en GW: 7.2, 577, con la indicación de la fuente en Lassalle). Volker Caysa colocó esto en el centro de la actitud vital de Luxemburg. Para esto, él emplea el concepto griego de parrhesia, de hablar libremente sobre todo. Este concepto surgió en primer lugar en la antigua democracia de la polis, y fue discutido in extenso por Michel Foucault en sus lecciones dictadas en el Collège de France entre 1982 y 1984. Según escribe Caysa sobre Luxemburg:
En el centro de su filosofía de (arte de) vida, se encuentra una política de la parrhesia, de decir la verdad en forma abierta, libre, riesgosa; de proclamar la verdad desprovista de toda protección, de la protección por parte de la dominación (en este sentido, de la protección por parte del poder), sin asumir los peligros existenciales. Ella declara la verdad sin dejar que la paralice el miedo por la propia existencia: incondicionalmente, por propia cuenta, (casi) sola y también, cuando no puede ocurrir de otro modo, sin el apoyo del partido al que pertenece (Caysa, 2017: 14).
Este decir la verdad poseía, en Luxemburg, varias dimensiones. En primer lugar, se derivaba de esto la exigencia de crear y preservar espacios políticos en los cuales se protegiera como el bien más elevado la libertad de los que piensan de manera diferente. Solo en el espacio en que es posible hablar libremente se desarrollan el autoempoderamiento y la autodeterminación. La democracia no era para ella, por ende, un estadio de transición, y la dictadura del proletariado debía estar marcada por “una prensa libre, no obstaculizada, […] por la libertad de asociación y reunión sin inhibiciones”. De otro modo, preguntaba, ¿cómo habría de ser posible la “dominación de las amplias masas populares” (GW: 4, 358)?
En segundo lugar: el acto de decir la verdad, en Luxemburg, no debe confundirse con un palabrerío irresponsable. En sus lecciones sobre la parrhesia, Foucault destaca, ante todo, el compromiso existencial de los que dicen la verdad: “El parrhesiastiker, el que hace uso de la parrhesia, es el hombre sincero, es decir, aquel que posee el valor de arriesgarse a expresar la verdad, y el que se arriesga a expresar la verdad en alianza consigo mismo; y, por cierto, justamente en la medida en que es quien declara la verdad” (Foucault, 2010: 94). La verdad reside ante todo en la hablante o el hablante mismos. Se trata, en primera línea, de declaraciones personales, garantizadas por la propia actuación.
El legado de Luxemburg consiste, ante todo, en que ella se planteó las contradicciones de la vida como socialista con la coherencia más extrema, más allá del punto en el que la coherencia se convierte en la más grosera imprudencia y puede implicar la muerte. Cuando el fiscal del imperio quiso colocarla de inmediato bajo arresto en 1913, por posible peligro de fuga, ella exclamó, al final de su discurso de defensa: “Un socialdemócrata no huye. Responde por sus actos y se ríe de sus castigos. ¡Y ahora ustedes condénenme!” (GW: 4, 406). Este responder-por-las-propias-palabras la caracterizaba. También en este aspecto era radical. Y solo esto la convirtió en una persona que decía dignamente la verdad. La verdad de sus palabras se fundaba en la verdad de su vida. Decir la verdad era, ante todo, una expresión de la verdad garantizada con la propia vida. Ella lo sostenía con el Apocalipsis de Juan: “Pero por cuanto eres tibio, y no eres frío ni caliente, te vomitaré de mi boca” (Apocalipsis 3, 16).
En tercer lugar, decir la verdad le asigna una responsabilidad al que se ve apelado por ello. Tampoco los demás deben permanecer tibios. Esto valía para ella tanto en el plano político como en el humano. Ella le escribió a Kostja Zetkin, preparándose para su Folleto de Junius:
Hoy estuve en el concierto de la Ópera; el concierto para piano de Beethoven fue maravilloso. Mientras escuchaba la música, volvía a madurar en mí el odio frío contra la escoria humana en medio de la cual tengo que vivir. Siento que tengo que escribir un libro sobre lo que sucede; un libro que no ha sido leído por ningún hombre o mujer, ni siquiera por las personas más ancianas; un libro que caiga sobre este rebaño como mazazos (GB: 5, 28).
Ella quería que, al decir la verdad, fuera posible exhortar a otros a la vida verdadera, e incluso coaccionarlos a ello con la fuerza del lenguaje. Y esto se refería también a las relaciones personales. En una carta a Leo Jogisches, su compañero, del 21 de marzo de 1895, puede leerse:
¡Ay, tú, Gold! ¡Sabes, tengo intenciones muy crueles! Realmente, dejé que me vinieran un poco a la memoria nuestras relaciones y, cuando regrese, te tomaré tan firmemente entre mis garras que comenzarás a gritar; ¡ya verás! Tienes que someterte, tienes que rendirte y doblegarte; esta es la condición para nuestra convivencia futura. Tengo que romperte, que desgastarte los cuernos; de otro modo, no te toleraré. Eres un mal ser humano, de quien estoy ahora tan segura como de que el sol está en el cielo, una vez que he reflexionado a fondo sobre toda tu fisonomía espiritual. Y sofoco esta rabia en ti; estas hierbas no deben proliferar. Tengo un motivo para hacerlo, pues soy diez veces mejor que tú, y condeno muy conscientemente este lado más fuerte de tu carácter (GB: 1, 56 y s.).
En cuarto lugar, decir la verdad era, en Rosa Luxemburg, la producción de una realidad verdadera: relaciones verdaderas, formas de vida verdaderas, política verdadera; aunque sea como pre-apariencia, como dice Ernst Bloch. Su praxis lingüística se entendía como viva anticipación de que lo que podría volverse realidad si los seres humanos vivieran en la verdad. En su escrito Sobre la Revolución Rusa, formuló su visión contra el “socialismo real” de cuño bolchevique que estaba constituyéndose:
El sistema social socialista debe y puede ser solo un producto histórico, nacido de la propia escuela de la experiencia, en el momento de la realización; nacido del devenir de la historia viva, que, exactamente como la naturaleza orgánica, de la que es parte en última instancia, posee el bello hábito de producir siempre, junto con una necesidad social real, también los medios para su satisfacción; de producir siempre, junto con la tarea, al mismo tiempo la solución” (GW: 4, 360).
Este socialismo sería una sociedad de la multiplicidad más viva, algo con lo que coincide entrañablemente en su contenido más íntimo Rosa Luxemburg, de quien escribió Paul Levi en 1922:
Su alma, equilibrada en lo más profundo, no conocía separaciones ni paredes. Para ella, el todo era un proceso vivo de devenir, en el que el momento de la palanca y el tubo de oxígeno no pueden reemplazar al poder de la naturaleza; en el que la lucha, la pugna, el empeño de los seres humanos; en el que la gran lucha que les incumbe al individuo, a los géneros, a los estamentos, a las clases, tenía la forma del devenir. En esa forma, ella no quería que nadie renunciara a pelear porque todo deviene de manera espontánea; en esa forma, ella buscaba la lucha más viva, ya que es la forma más viva del devenir (Levi, 1990: 223 y s.).
En quinto lugar, el decir la verdad de Luxemburg se derivaba del marxismo. Como destacó Peter Nettl: “Ella sabía volver vivo al marxismo, como no lo consiguieron ni Lenin ni Kautsky, ni ningún otro contemporáneo […]. Ella era total, en tanto Lenin era selectivo; era práctica, en tanto Kautsky era formal; era humana, en tanto Plejánov era abstracto” (Nettl, 1967: 24). Luxemburg vivió las contradicciones de ese marxismo. Para ella, no era ni la doctrina pura, ni la orden de los convencidos, ni una ideología formalizada, ni un mero instrumento político, sino praxis vital y la única Realpolitik –revolucionaria– posible. Luxemburg se veía confrontada, como escribió en 1903, con que “es imposible negar una cierta influencia opresiva de Marx sobre la libertad de movimientos teórica de algunos de sus discípulos” (GW: 1.2, 364). Existe un “embarazoso temor de mantenerse, en el pensamiento, ‘sobre la base del marxismo’” (ibíd.). Esto puede “ser, en casos individuales, tan fatídico para el trabajo intelectual… como el otro extremo: el embarazoso empeño, precisamente mediante la eliminación completa del modo de pensar de Marx, en demostrar a cualquier precio la ‘autonomía del propio pensamiento’” (ibíd.). Esto plantea, naturalmente, la pregunta por si, en el marco del marxismo –o de cuál marxismo– podrían sostenerse productivamente las contradicciones vividas por Luxemburg.
La libertad es siempre la libertad de los otros
Orientada en contra de cualquier oportunismo, Rosa Luxemburg reclamaba que la libertad, para que fuera libertad real y no una encubierta coacción a la adaptación, debiera promover activamente la libertad de los otros como seres diferentes. Desde esta perspectiva, anticipó a los movimientos sociales modernos. Aspiraba a un mundo vivo en el que tienen lugar muchos mundos. La igualdad en la libertad es una igualdad de los diferentes. El comportamiento como ser humano libre –así lo entendía y practicaba ella– consiste exactamente en dar a otros la posibilidad de ser libres en cuanto otros. Y antes de que esa libertad sea un derecho, esa libertad es una aspiración a superar, en la propia actuación, todas las circunstancias de explotación y opresión; en una medida importante, es la libertad de los que piensan de otra manera.
Nadie tiene la libertad por naturaleza o por nacimiento. La dignidad del ser humano, así como su libertad, son vulnerables y necesitan ser protegidas. Nadie puede conquistar derechos para sí en forma duradera si no es lo bastante solidario para afirmarlos y hacerlos posibles activamente para otros. De otro modo, él y ellos se convierten en explotadores y opresores. Es preciso, ante todo, conseguir a través de la lucha la libertad y realizarla para que uno sea libre; de no ser así, la libertad es solo arrebatada o vendida.
La libertad, en la concepción de Rosa Luxemburg, está infinitamente alejada del egoísmo liberal de mercado o del culto de la autorrealización. Libertad, tal como la practicaba la propia Rosa Luxemburg como virtud social, era una lucha por la libertad de los otros. Una sociedad de libres no es aquella sociedad cuyas ciudadanas y cuyos ciudadanos se revelan en contra de la propia opresión. Como enseña la experiencia, con demasiada rapidez están dispuestos a oprimir a otros cuando las relaciones de poder lo permiten, y los propios egoísmos dejan que eso aparezca como ventajoso. En la concepción de Luxemburg, la libertad es un comportamiento que constituye relaciones; un comportamiento a través del cual son puestas a disposición de otros las condiciones para la libertad. Esto se refiere de igual modo tanto a la cuestión de los patrimonios fundamentales de la libertad, como a la eliminación de aquellos privilegios que no contribuyen a la superación de la desigualdad social. Pero esto es imposible sin la transformación profunda de las relaciones de propiedad y poder y sin la superación del predominio de la ganancia sobre la economía y la sociedad. Por eso era ella socialista.
Solo puede llamarse libre aquella sociedad en la que cada una y cada uno es libre. Pero eso es posible solo cuando el libre desarrollo de una o de uno contribuye al desarrollo solidario. Y solo los creyentes ciegos o los cínicos pueden creer, como dice Luxemburg, que esto podrían procurarlo las manos “invisibles” del mercado o las manos “invisibles” del Estado, sin nuestra intervención. Esto significaría justamente delegar cómoda o cobardemente a otros la responsabilidad por la libertad y, por lo tanto, perder la libertad. La política era, para Luxemburg, en este sentido, siempre una participación rebelde en la praxis solidaria liberadora.
La libertad de invertir dinero, cuyo movimiento se convierte en una valorización totalitaria del capital, que domina la sociedad mundial y distribuye en grupos, clases, pueblos y regiones antitéticas la riqueza y la pobreza, la salud y la enfermedad, la educación y el analfabetismo, la paz y la guerra, era para Rosa Luxemburg una opresión cruel. La libertad que consiste en que un ínfimo porcentaje de la población mundial consume la gran masa de los recursos globales fue estigmatizada por ella como dominación brutal. El “orden mundial libre” fuertemente armado era para ella una política imperial militarista. La libertad recientemente impuesta para apropiarse de códigos genéticos y de conocimientos como propiedad privada habría sido condenada por ella como un saqueo criminal. La exterminación de la diversidad biológica de este planeta habría sido maldecida como barbarie por ella, que padecía con cada animal maltratado y con cada planta pisoteada.
Se encuentra entre los más tenaces prejuicios de las sociedades liberales el de que la libertad se opone a la igualdad y la justicia. La concepción que Rosa Luxemburg tenía de la libertad tiene como fundamento la solidaridad. Solo aquellos que hacen posible una vida libre para los otros actúan de manera justa. Un concepto tal de libertad, que se basa en la solidaridad y que apunta a la igualdad en la libertad del diferente, no solo es extremamente crítico respecto de la transformación de la libertad en la barbarie del aprovechamiento preferencial de las prerrogativas sociales, sino que también está orientado, al mismo tiempo, contra todas las estructuras sociales y las relaciones de dominio que garantizan dichas estructuras, que hacen posible esa barbarie. La consigna, empleada una y otra vez, “socialismo o barbarie”, podría ser formulada también como “libertad o barbarie”. Y la expresión “libertad o socialismo” habría sido para ella tan contradictoria como la expresión “libertad o libertad”. Haber dejado este legado, haber dado testimonio de él con su vida, es lo que constituye el milagro de Rosa Luxemburg.
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· “Zeige uns das Wunder! Wo ist dein Wunder?”. Enviado por el autor para su publicación en el presente número de Herramienta. Trad. de Miguel Vedda.
·· Michael Brie es Director de Teoría e Historia del Socialismo en el Instituto de Análisis Social (IfG) de la Rosa-Luxemburg-Stiftung. Publicaciones recientes: Futuring: Perspektiven der Transformation im Kapitalismus über ihn hinaus (ed., 2014), Das Kommunistische. Oder: Ein Gespenst kommt nicht zu Ruhe (ed. con Lutz Brangsch, 2015), Polanyi neu entdecken (‘2015), Lenin neu entdecken (2017), Rosa Luxemburg neu entdecken (2019). Dirige la colección Beitrage zur kritischen Transformationsforschung.
[1] Desde 1913, Rosa Luxemburg se ocupó persistentemente a reunir un herbario. Recogía plantas dondequiera que fuese para incorporarlas a él. Hasta 1918, llenó 17 cuadernos con esos materiales. El herbario de Luxemburg se incorporó al legado póstumo, que Mathilde Jacob y Paul Levi se ocuparon de administrar. En la década de 1930, llegó a estos albaceas, EE.UU. un paquete de materiales enviado por parientes de Paul Levi; el conjunto terminó en manos de una universidad que, en 1976, los cedió a la representación diplomática de Polonia en Nueva York. Desde allí, fue enviado al Archivo del Partido Unido de los Trabajadores de Polonia; después de la disolución de este, durante años se lo consideró perdido. Recién en 2009 fue reencontrado por el Archivo Nowych en Varsovia. El contenido del herbario fue publicado íntegramente en el volumen Herbarium (2016), en la editorial Dietz de Alemania (nota del trad.).
[2] Es en general válido lo que escribió Peter Weiss: “Los procuradores osificados, inmóviles e inamovibles de una ideología están siempre del lado del reaccionario, da lo mismo en qué bloque se incluyan; su posición aparentemente consecuente, militante no sirve sino a la conservación de un material de ideas superado, fenecido” (cit. en Gioia, 1989: 9).
[3] (Griego): animal político (nota del trad.).
[4] Cf. el fragmento n° 119 de Heráclito: Su carácter es demonio para el hombre” (Heráclito, 1983: 247) (nota del trad.).
[5] Hans Diefenbach cayó en el frente en octubre de 1917.
[6] El original presenta un juego de palabras intraducible entre Hülle (“envoltura”) y Hölle (“infierno”) (nota del trad.).
[7] Su amiga Luise Kautsky escribió luego sobre Luxemburg: “Sus cartas de aquellos días dan un testimonio elocuente de cómo ella, la gran artista de la vida, incluso allí, en la dura prisión, supo configurar su existencia como una existencia humanamente digna; e incluso de cómo consiguió extraer de esa existencia en la cárcel más satisfacción, y casi querría decir, inclusive, una medida mayor de felicidad, que nosotras, en aquellos tiempos terribles, en nuestra vida en libertad” (Kaustky, 1929: 43 y s.).