23/11/2024
Por Revista Herramienta
Desde la revolución industrial, el carbón, el gas y el petróleo han sido los principales combustibles del capitalismo. Aún así, de todos los combustibles que se han consumido desde entonces hasta nuestros días, más de la mitad fueron quemados en los últimos 50 años. Simon Pirani, autor de Burning Up, esboza los pasos que necesitamos tomar para enfrentar los sistemas tecnológicos, sociales y económicos que queman combustibles fósiles y hacer cambios efectivos en la lucha contra el calentamiento global.
Cuando políticos y diplomáticos se reunieron en Katowice, Polonia, en diciembre para la ronda de 2018 de negociaciones sobre el clima internacional ni siquiera pretendían procurar que se cortaran las emisiones de gases de efecto invernadero – en su mayoría provenientes de la quema de combustibles fósiles – lo suficiente para prevenir el peligroso cambio climático.
El modesto objetivo de los negociadores fue el de irse de Katowice con un procedimiento acordado para monitorear la implementación de las promesas que hicieron los países para reducir sus emisiones de gas de efecto invernadero en la conferencia climática de Paris en 2015.
Aún si todos los gobiernos involucrados mantuvieran todas sus promesas (¡como si eso hubiera pasado alguna vez!), nos estamos dirigiendo hacia el año 2100 con temperaturas promedio de 2,6 grados por encima del nivel pre-industrial. El propio acuerdo de París dijo que ese margen debería estar “bien abajo” de los 2 grados, y que los países se “esforzarían” para mantenerlo en 1,5 grados.
El fracaso en Paris por hacer que la aritmética climática tuviera sentido fue la culminación de décadas de fracasos por parte de los principales estados en desacelerar, no hablemos de revertirse, el crecimiento del consumo de los combustibles fósiles (carbón, petróleo y gas), que es la fuente de alrededor de tres cuartas partes de los gases de efecto invernadero, hecha por los seres humanos.
La emisión de gases de efecto invernadero por parte de los combustibles fósiles en 2017 fue un 56 % mayor que lo que fue en 1992, un cuarto de siglo antes, cuando se hizo el primer acuerdo internacional para enfrentar el cambio climático en la reunión cumbre de Río.
La discusión pública de “soluciones” para el problema de los gases con efecto invernadero está dominada por dos tipos de argumentos. El primero se refiere a los consumidores individuales. Los políticos y algunas ONG ambientales llaman a quienes viven en los países ricos que reduzcan su consumo de combustibles y productos intensivos en combustibles; los alarmistas a la derecha advierten que mientras se eleven los niveles de vida en la India y China, los niveles de consumo de combustibles también se elevarán, cancelando el progreso en el Norte Global.
El segundo tipo de “solución” es técnico: los automóviles eléctricos serán “más limpios”, la internet reducirá la necesidad de cargar montones de materiales, etcétera. Las estrategias del “crecimiento verde” adoptado por los demócratas de EE.UU. y muchos gobiernos europeos, e internacionalmente por una gran parte de líderes sindicales dependen en gran medida de empresas que adoptan esas soluciones.
Y justamente ese cambio empresario ha producido el único signo notable de progreso para salir de los combustibles fósiles: un importante aumento en algunos países europeos, y partes de China, en la generación de electricidad partiendo de fuentes renovables (por ejemplo, la eólica y la solar), principalmente, a expensas del carbón.
Pero la deshonestidad y el doble pensamiento atraviesan gran parte de las soluciones técnicas. Por ejemplo, los autos eléctricos solo cortarán sustancialmente el consumo de combustible si a la electricidad sobre la que andan se la produce a partir de un 100% de elementos renovables. Y esa es la parte difícil: exceptuando a Dinamarca, que es un caso especial, ni siquiera las más importantes naciones con energías renovables han elaborado como dar el paso desde la producción de una quinta o una cuarta parte de la electricidad a partir de la energía eólica y la solar, hasta llegar a cifras que superen el 50 %. E incluso si baja realmente el consumo de petróleo, la producción de autos y de la infraestructura urbana basada en el auto exige un enorme precio en términos de combustibles.
Los llamados a la frugalidad individual ignoran una cuestión igualmente fundamental: los consumidores individuales se hallan al final de grandes sistemas tecnológicos, a través de los cuales fluyen los combustibles. Estos sistemas hacen mucho más para determinar el nivel del consumo per cápita que lo que hacen los propios individuos.
Uno puede elegir un proveedor “verde” que le venda la electricidad producida a partir de fuentes de energía renovables, pero no puede optar individualmente apartarse desde todo el concepto ahora anticuado de generación centralizada de electricidad, hacia sistemas integrados de energías. No puede optar individualmente por normas de construcción que reducen el uso de materiales intensivos en combustibles y exigen construcciones de energía casi-cero que han sido tecnológicamente factibles desde hace mucho tiempo.
Los sistemas tecnológicos consumen combustibles, y a su vez se encuentran integrados en los sistemas sociales y económicos en los que vivimos. Un cambio fundamental en la forma en que se consumen los combustibles implica cambios fundamentales de todos esos sistemas.
Es el nexo entre tecnología y sociedad, al que en forma repetida me encuentro retornando, cuando al escribir un libro sobre la historia del consumo de combustibles fósiles desde 1960, publicado este mes por Pluto Press. Esta historia, espero, ofrecerá ideas sobre esta relación, de la cual incesantemente nos distrae la atención el discurso en torno a las conferencias internacionales sobre el clima.
Tomemos el transporte por carretera, que significa alrededor de la cuarta parte de todo el combustible fósil quemado. La producción de autos con motores de combustión internas, predominantemente en los EE. UU., comenzó antes de la Primera Guerra Mundial, con la instalación de las primeras líneas de producción automatizada en Detroit en 1910-14. Durante la guerra misma, se desarrolló para fines militares el transporte automotor.
En el período entre las dos guerras mundiales, en los EE. UU. los autos se convirtieron en un fenómeno de masas. Se consolidó la industria, en tres enormes corporaciones y unas pocas ligeramente más pequeñas. General Motors, una de las tres, inició la obsolescencia planificada, esa técnica de ventas devastadoramente efectiva, cuando introdujo el cambio anual de estilo en 1924. Los fabricantes de automotores también tomaron la delantera en los métodos en los métodos de presión sofisticados, que fueron usados para apoyar la construcción de la infraestructura de las carreteras y para socavar las formas alternativas de transporte. Como resultado, en EE. UU., el tránsito público en las ciudades, y los ferrocarriles entre ellas, fueron dañados permanentemente.
La Segunda Guerra Mundial le dio un inmenso ímpetu a la infraestructura de carreteras y de transporte aéreo para fines militares; el boom de la posguerra dio lugar a una nueva expansión de la fabricación de automóviles. Y el apoyo político para esto alcanzó una nueva cumbre con el programa financiado por el gobierno estadounidense de construcción de autopistas, que costó al menos cuatro veces más que el todo el Plan Marshall (la ayuda financiera de los EE. UU. a la reconstrucción de posguerra en Europa).
Desde la década de 1950, en Europa comenzó a copiarse el sistema estadounidense del transporte basado en el automóvil. Se reconstruyeron las ciudades: las calles y los espacios de estacionamiento cubrieron proporciones cada vez más grandes de su tierra; se incrementó la construcción de viviendas suburbanas, y los viajes diarios se convirtieron en causas de pesadillas.
Se hicieron esfuerzos para exportar el modelo de ciudad basada en los automóviles a el Sur Global desde los ochenta, y a los países dominados por la antigua Unión Soviética, desde los noventa. Estos esfuerzos fueron apoyados por las instituciones financieras internacionales, que ya estaba al tanto el costo con referencia al calentamiento mundial y la salud de los habitantes urbanos. Las capitales de las naciones de ingresos medio se convirtieron en sinónimos de la contaminación ambiental y los embotellamientos que duraban varias horas.
Mientras, en los países ricos, los reguladores, bajo la presión del ambientalismo, trataron – y en su mayor parte fallaron – para obligar a los industriales a hacer autos más pequeños, más livianos, y más eficientes en el combustible. Las corporaciones automotrices usaron sus habilidades en las presiones para resistir. En los EE. UU., convencieron a los conductores para que cambien por los vehículos deportivos utilitarios (SUV), de modo que hacia el año 2000 más de la mitad de los vehículos, de modo que hacia el año 2000 más de la mitad de los vehículos en las calles de EE.UU. estaban clasificados como camiones.
La ciudad estadounidense de Atlanta se convirtió en el símbolo de la vida automóvil-dependiente: sus emisiones de carbono relacionado con el transporte son 11 veces más altas per cápita que las de Barcelona, España, que tiene una población y PBI similar per cápita, y 100 veces más alta que las emisiones de la ciudad Ho-Chi Minh, Vietnam.
A mediados del siglo XX, los dirigentes de las corporaciones, los políticos y otros que garantizaban la dominación de los sistemas de transporte basados en los automotores buscaban normalizar los peligros de la contaminación aérea y el enorme número de muertos provenientes e los accidentes de tráfico. Todavía no sabían nada sobre el calentamiento global: ni tampoco lo sabían los científicos climatológicos, seguramente, hasta mediados de los años ochenta. Pero aún luego de que los hechos del cambio climático fueron reconocidos por los gobiernos, el transporte basado en el automotor siguió siendo centra para el desarrollo urbano.
Publicado por Pluto Press, una editorial británica independiente y radical., en https://www.plutobook.com. Agradecemos la gentileza de Simon Pirani y de Pluto Press al autorizar su traducción para ser publicado en www.herramienta.com.ar. Traducido por Francisco T. Sobrino
** Simon Pirani es Senior Visiting Research Fellow en el Instituto para estudios sobre energía, Oxford. Entre sus últimos libros, se hallan: The Russian Revolution in Retreat, 1920-24 (Routledge, 2009), Change in Putin’s Russia (Pluto 2009) y Burning Up: A Global History of Fossil Fuel Consumption (Pluto Press, 2018).