23/11/2024
Por Mazzeo Miguel
La figura de John William Cooke es revulsiva para algunas configuraciones de la tradición nacional-popular, concretamente para la expresión que constituye prácticamente su versión hegemónica: poli-clasista, neo-desarrollista, semi-corporativa, pseudo-modernizadora y filo-burguesa. Esta configuración, apelando a legitimidades fundadas en supuestas esencias históricas, tiende a atribuirse a sí misma la práctica nacional y el discurso nacional. Se los reserva íntegramente para sí misma. Toda acción y narrativa nacional desplegada por fuera de sus dominios aparece condenada a habitar las regiones del olvido o, directamente, es ubicada en la zona reservada para la extranjería, el cipayismo y… ¡la “sinarquía”! (o para los y las “idiotas útiles de siempre” que, supuestamente, “le hacen el juego”). La capacidad de producir y administrar la discursividad sobre lo nacional que posee esta configuración proviene de su influencia en los imaginarios de organizaciones políticas, sindicatos, universidades, editoriales, algunos medios de comunicación, etc. Desde luego, existen configuraciones no hegemónicas (y hasta contra-hegemónicas) de dicha tradición.
Cabe señalar que el campo nacional-popular, un espacio dinámico de disputa de sentidos y proyectos, ha sido y es objeto de constantes reconfiguraciones. Si bien presenta momentos de fijación en su transcurrir histórico, no debería considerarse como un espacio fijo. Las tendencias a eternizar (y reificar) lo que fue un momento de fijación y aferrarse a él, sin dar cuenta de la variabilidad contextual,sólo puede tener sentidosconservadores. Ocurre a menudo que lo que puede desempeñarse como matriz cultural resistente en un determinado tiempo, no necesariamente replica esas funciones en otro. Podemos considerar, a modo de ejemplo, la poesía gauchesca o ciertas versiones de la historiografía revisionista.
Por lo general, la configuración hegemónica de la tradición nacional-popular idealizaun momento de fijación relacionado con circunstancias históricas donde fue posible la solidaridad relativa entre las clases y grupos sociales con intereses históricos antagónicos. Es decir, esta configuración opta por erigirse sobre una solidaridad interclasista relativa, sobre la coincidencia del interés permanente de algunas fracciones de la burguesía argentina y el interés temporal y circunstancial (ni general, ni permanente) de las clases subalternas y oprimidas. Esas circunstancias históricas, además, funcionan como su horizonte. El anhelo de reeditarlas constituye la matriz de su proyecto.
La nación es un “objeto” inacabado, es una praxis, se está constituyendo (y se está historizando) todo el tiempo; desde abajo, como ámbito de fraternidad y como horizonte plebeyo que intenta deslastrarse de las incrustaciones coloniales e imperialistas, como diversidad subalterna; pero también desde arriba (principalmente desde el Estado), como espacio de dominación, de separación, enajenación, control y de fortalecimiento de esas incrustaciones, como diversidad entre clases y sectores sociales antagónicos.
Cooke parece ser incompatible con los imaginarios sostenidos por esta versión convencional y fosilizada de tradición nacional-popular. Principalmente porque Cooke muestra los límites y las contradicciones de quienes se consideraban (y se consideran) administradores exclusivos del énfasis en la singularidad de la realidad nacional y lo utilizan para justificar la participación subordinada de las clases subalternas u oprimidas en bloques de poder dirigidos por algunas fracciones de las clases dominantes. Por eso Cooke no puede funcionar como “significante comodín”. Se trata de una figura cuyos sentidos más profundos no se pueden desplazar fácilmente. Por su contenido y por su significación ideológica y pragmática, es una figura difícil de traficar. Su pensamiento carga demasiadas propuestas para el presente y el futuro, propuestas para construir alternativas de poder auténticas de y para los trabajadores y las trabajadoras. Cooke pesa como pasado por el futuro que proyectó y sigue proyectando. Es pasado inconveniente. Su letra no es inofensiva y todavía quema. Cooke es un escándalo teórico e histórico. Se resiste a la condición de “clásico”, persiste moderno. Cooke es la expresión de una dignidad revolucionaria siempre dispuesta a rearticularse con lo que bulle desde abajo.
De este modo, las puertas para ingresar al panteón de los “pensadores nacionales” no siempre (en realidad casi nunca) han estado abiertas de par en par para Cooke, básicamente porque impugnó el modelo del “acuerdo nacional” y supo ir más allá del horizonte de la revolución burguesa radical, sustrayéndose a la ilusión de la incesante perfectibilidad de la sociedad burguesa. No centró su propuesta en la eliminación de los “abusos” de la sociedad capitalista sino en la transformación de las relaciones de producción y propiedad.
No recurrió al adjetivo “nacional” y no invocó peculiaridades insoslayables a modo de conjuro contra la lucha de clases. No antepuso lo nacional a lo clasista, los reconoció como planos inseparables. Entonces, no cayó en el antiimperialismo retórico y acotado a las regiones secundarias. Supo detectar al Imperio operando en las estructuras de poder interiores: económicas, sindicales, políticas, culturales. Captó tempranamente un conjunto de circuitos e interdependencias, por eso asumió el socialismo como el único camino posible para resolver la “crisis argentina”. Aportó una mirada estratégica, desde el peronismo, sí, pero también alternativa al peronismo.
Entonces, como Cooke cuestionó la predisposición a separar lo nacional de la lucha de clases, se negó con énfasis a considerar al imperialismo y al colonialismo (internos o externos) como hechos desvinculados del capitalismo que los reforzaba. “El bebe” no estaba de acuerdo con la composición del sujeto popular como un sujeto no clasista y repudió la maniobra que subsumía al sujeto popular en un espacio que expresaba la trascendencia de la particularidad burguesa. En su idea del “frente nacional” el componente plebeyo era determinante. Y si bien este frente podía (y debía) integrar a otros sectores sociales, la conducción estaba reservada para los y las de abajo.
Como la mayoría de las formulaciones del pensamiento nacional, Cooke partía de considerar a la contradicción imperialismo-nación como la principal. Ahora bien, a partir de determinado momento de su itinerario, asumió que el capitalismo periférico difícilmente podía escindirse del imperialismo. En esa encrucijada marcó la diferencia con las versiones del pensamiento nacional que apostaban a la nacionalización del capitalismo, que concebían la contradicción entre imperialismo y nación como una contradicción entre un capitalismo puro y extranjerizante y un capitalismo impuro y nacional. Cooke prefirió la impureza inherente al proceso de construcción del socialismo en Argentina y en Nuestra América. En esa impureza, precisamente, reconoció un signo de la raigambre y la radicalidad del socialismo.
Cooke supo diferenciar y extraer de las invocaciones a la “posición nacional” el componente de manipulación de una identidad cultural plebeya por parte de aquellas facciones de las clases dominantes y del Estado que aspiraban a ampliar su base hegemónica. Luego, expuso ese componente. Lo puso en evidencia. Mostró el grado de abstracción de ese tipo de nacionalismo (y este tipo de antiliberalismo), los modos verticales de la solidaridad inter-clase que promovía, su condición de instrumento de justificación del statu quo. Denunció el destino opresor de una narrativa que no estaba a la altura de la realidad. Solía decir que un movimiento podía ser poli-clasista pero jamás una ideología.
Para Cooke, la articulación de las coordenadas nación/clase era la base del conocimiento de la totalidad y del auto-conocimiento de la clase trabajadora. El punto de partida para desarrollar una estrategia de poder autónoma, alejada del horizonte del “buen capitalismo”, el “culturalismo telúrico” y otras identidades conformistas y arrinconadas. Vale traer a colación a Rene Zavaleta Mercado que decía que “el nacionalismo sin el concepto de lucha de clases no sería sino otra forma de alienación”[1]; y también a Eric Hobsbawm, que sostenía que “la adquisición de conciencia nacional no puede separarse de la adquisición de otras formas de conciencia social y política”.[2]
Asimismo, Cooke reclamó ese énfasis en los hechos concretos para el marxismo que, de este modo, se desprendía de su universalismo abstracto, de todos sus formalismos –que los tenía, al igual que la configuración hegemónica de la tradición nacional-popular– y encontraba su sentido más recóndito en la historia de las clases subalternas y oprimidas, en sus experiencias, en sus luchas, en sus resistencias contra la opresión y la explotación, en sus rebeldías. Por lo tanto el marxismo de Cooke se diferenciaba del marxismo dogmático y se relacionaba directamente con la insubordinación del mundo periférico.
Cooke, como la izquierda revolucionaria (peronista o no) que emergió después de su muerte, llevaron hasta sus últimas consecuencias las implicancias prácticas de las trilogías: pan, patria y poder para el pueblo, o independencia económica, soberanía política y justicia social. No la leyeron en clave occidental y antimarxista. Quisieron transformar la rebeldía innata de los trabajadores y las trabajadoras de Argentina en autoconciencia histórica. No se identificaron con los lugares comunes del peronismo (por ejemplo: “las veinte verdades del peronismo”), sino con sus contenidos socializantes, con sus núcleos semánticos más disruptivos, con su léxico clasista espontáneo, con sus costados malditos; supieron leerlos como emergentes de la lucha de clases y los convirtieron en punto de partida para una transformación radical, desde abajo.
Hace algún tiempo el periodista Tomas Eloy Martínez hacía referencia a un duelo simbólico entre Jorge Luís Borges y Juan Domingo Perón. En este duelo veía una síntesis que consideraba representativa de medio siglo de historia argentina. Cooke y las manifestaciones más auténticas del peronismo revolucionario relativizaron ese duelo simbólico porque instalaron un antagonismo mucho más profundo. Tan pero tan profundo que los motivos del duelo entre Borges-Perón no pueden dejar de verse como meros formalismos estéticos. Borges y Perón compartían abstracciones demasiado importantes, podría decirse que en el fondo creían en los mismos espejismos. ¿En qué duelos simbólicos podemos entreverar a Cooke?
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No debe extrañarnos que ciertos “lugares de la memoria” sigan vedados para Cooke, concretamente: el sitial del “pensador nacional” fundamental. Su itinerario herético lo ubica en los márgenes del mismo y, de alguna manera, nos plantea la necesidad de reinterpretar y trascender las viejas tradiciones y genealogías y, sobre todo, la necesidad de crear unas nuevas. Lo que para Cooke –y para nosotros y nosotras– era un punto de partida para otros y otras era (y es) punto de llegada. Los proyectos políticos del presente, y nos referimos específicamente a los que invocan horizontes populares, no pueden hacerse cargo de esa herencia, de esas porciones de pasado irresueltas. Porque no son en verdad populares, o porque –por ahora– no llegan a ser proyectos.
El denominado “pensamiento nacional” como expresión de la versión hegemónica de la tradición nacional-popular reclama para sí una identidad histórica y una matriz “autónoma” a la hora de pensar el mundo, al tiempo que adhiere a una perspectiva situada, desde Argentina, desde Nuestra América, desde la periferia; en concreto, la “posición nacional” mencionada. También reivindica el carácter heterogéneo de la cultura popular. Estamos absolutamente de acuerdo con este emplazamiento. Pero esa identidad, esa matriz y esa perspectiva son harto imprecisas. Sus manifestaciones concretas en los procesos históricos han sido muy disímiles. Luego, la reivindicación de lo heterogéneo propuesta desde la versión hegemónica de la tradición nacional-popular suele ser un mecanismo para contrabandear valores, pensamientos y proyectos de las clases dominantes. ¿Autonomía en relación a qué? ¿Cuáles son las implicancias políticas del “pensamiento nacional” en tanto “pensamiento situado” (o “epistemología periférica”) y expresión de la “posición nacional”? ¿Qué amalgamas y solidaridades habilita la heterogeneidad que se reivindica? ¿Hasta que punto son compatibles las distintas “vertientes” del pensamiento nacional? ¿Qué porciones de lo universal son sometidas al proceso de nacionalización y cuáles son desechadas?
La “posición nacional” con sus simplificaciones, con sus maniqueísmos, con su elasticidad y con su pereza intelectual, integra fragmentos sociales, identidades y proyectos políticos que limitan las posibilidades de construir un sujeto colectivo emancipador. A las particularidades socioculturales locales se les asigna un carácter homogéneo e inmaculado frente a lo universal. No establece una diferencia tajante entre los elementos culturares democráticos y los elementos culturales conservadores que contiene toda “cultura nacional”.
La “posición nacional”, a partir de una esencialización de lo nacional, funciona como referencia epistemológica, ideológica y política que busca integrar lo antagónico y resolver lo contradictorio de modo antidialéctico. Concibe la autoafirmación en términos estrictamente culturalistas y nativistas. Por eso identificó e identifica una oligarquía nacional, un nacionalismo agrario, una burguesía nacional, un liberalismo nacional, un fascismo nacional y una izquierda nacional.
De este modo, la “posición nacional”, una vaga etiqueta de amplio poder cubritivo, termina componiendo un embutido. Luego, se funda en una identidad autosuficiente y deshistorizada, una identidad que en el fondo no es más que una expresión del tiempo compulsivamente uniformador del capitalismo. De ahí la opción de sus cultores y cultoras por las bajadas de líneas y otras prácticas elitistas, en particular las que se suelen denominar como “conducción” y “adoctrinamiento” que indefectiblemente devienen burocracia y dogmatismo. El sujeto colectivo que se construyó y se construye en torno a la “posición nacional” es el sujeto que reclaman los proyectos neo-desarrollistas, neo-socialcristianos (y neo-coloniales) y las fracciones burguesas que los sostienen. Es un sujeto dócil a los aparatos de poder.
En rigor de verdad, para la configuración hegemónica de la tradición nacional-popular, lo nacional es nacional-estatal. La autoconciencia que invoca es más estatal que nacional. Es, principalmente, estatal. Su horizonte es la cohesión social para el desarrollo de un capitalismo nacional integrador, en el mejor de los casos. Celebra la asociación de los y las de abajo, por los y las quiere “en caja”.
Invocando a Arturo Jaurteche se ha afirmado y se afirma que la “posición nacional” consiste en aportar soluciones nacionales a los desafíos de nuestro tiempo, en emplear las ideas –sin pedirles partida de nacimiento– a favor del avance del pueblo y la consolidación de la soberanía. No es necesario un gran esfuerzo hermenéutico para percibir la ambigüedad y la generalidad de esta definición (y la indigencia del arsenal teórico, conceptual y metodológico subyacente). La situacionalidad que se reivindica peca de abstracta, se queda en el punto de partida. Es una obviedad topográfica que conduce a la exaltación del localismo. La argentinidad es definida a través de formulas generales e indeterminadas. ¿Acaso no hay una argentinidad dominante y otra dominada, subalterna y oprimida? Más aún, corresponde utilizar el plural en el interrogante y decir: “argentinidades dominantes” y “argentinidades dominadas, subalternas y oprimidas”. ¿Qué destino tienen las argentinidades dominadas, subalternas y oprimidas en los marcos del sistema capitalista? “Razonar sobre realidades” decía Jauretche; y tras cartón proponía un recorte de la realidad que dejaba afuera porciones significativas de la misma. Las porciones que contradecían su punto de vista.
Concebidos de este modo, la “posición nacional” y el “pensamiento nacional” tienen como principal (y prácticamente único) fundamento la reivindicación de la especificidad del ámbito socio-político, el “nosotros”, el “nosotras”, desde el cual se piensa. Se trata de un lugar común y como tal, muy seguro, libre de todo riesgo, a salvo de las preguntas molestas. Por eso es un signo de su impotencia crítica. Claro está, ese nosotros, ese nosotras, pretende erigirse en continente de sectores e intereses antagónicos, incluyendo a los que forman parte de la “Santa Alianza” entre empresarios, burócratas y fuerzas represivas; asimismo, soslaya la lucha de clases (cuyo lenguaje no desconoce) y no supera los esquemas axiológicos de las clases dominantes. Su norte es la convivencia de las clases antagónicas, la conciliación de clases y la pasividad de las masas (o su movilización controlada).
Es saludable revisitar a Jauretche. Es un autor insoslayable a la hora del examen retrospectivo, a la hora re-pensarnos como sociedad (o como nación/pueblo). Pero, a riesgo de caer en la reivindicación de los harapos intelectuales, no conviene olvidar que: “hay vida después de Jauretche”. Este “pensador nacional” fue muy prolífico cuando se dedicó a explicar y a combatir el dominio extranjero exterior, pero tendió a reprimir el análisis de ciertas facetas del dominio extranjero interior. Su visión sobre la dependencia argentina ya estaba desfasada en la década del 60; no daba cuenta, por ejemplo, de los mejores aportes de la teoría de la dependencia.
La versión canónica del pensamiento nacional, no puede ser otra cosa que un pensamiento mistificador que oculta relaciones sociales asimétricas, relaciones de dominación y, en ocasiones, pedagogías de la humillación. Poco de pensamiento. Nacional en un sentido débil, cuanto más pro-capitalista y estatal, más débil. Mucho de tradicionalismo, de viejas formulas y letanías. Poco nacionalismo económico y social concreto. Agresivo en la superficie, débil en el fondo. Un torrente de groseras supersticiones políticas con proliferación de verticalismo y discursos paternalistas. Folklore, en la peor acepción. Mañas encubridoras y para peor: adquiridas en la experiencia del dominio social directo, en la gestión de lo instituido. Un conjunto de “fórmulas gauchipolíticas” y de “saberes pillos”, aptos para el desenvolvimiento público de políticos oportunistas, burócratas sindicales, punteros, algunos dirigentes sociales y algunos curas, entre otros intermediados del poder. Nacionalismo desfasado y a contramano, sin bases reales estructurales y orgánicas, aliado de corporaciones transnacionales; nacionalismo que no tiene más remedio que devenir pura gesticulación para llegar al paroxismo de la morisqueta. Vale decir que existen versiones nuevas y más sofisticadas de la esta versión del pensamiento nacional, más al uso de los espacios académicos, con otras arquitecturas conceptuales, con otros soportes eruditos y teóricos, aunque con consecuencias políticas similares a las versiones más toscas. Hace más de 40 años, Noe Jitrik constataba la existencia en la cultura argentina de “una fuerte fascinación por el ‘populismo’ como sistema de eliminación mística de la complejidad del proceso…”.[3] Claro está, Jitrik se refería a los procesos históricos. Consideramos que esa modalidad le cabe perfectamente a la versión canónica del pensamiento nacional. Por supuesto, también “hay vida después de Ernesto Laclau”.
¿Cuáles son las consecuencias prácticas de la versión canónica del pensamiento nacional? Al pretender conciliar hegelianamente el pensamiento con la realidad, pone el acento en la actividad de la conciencia y deja intacta la realidad. Cabe tener presente que en la Segunda Tesis sobre Feuerbach, Marx decía que el problema de la verdad del pensamiento no es teórico sino práctico. O sea: su verdad sólo puede ponerse de manifiesto (y comprobarse) en la práctica. Esta versión canónica del pensamiento nacional se auto-representa como una sustancia espiritual trascendente que evoluciona y se adecua a cada época histórica. Pero no existe tal sustancia ni tal evolución. En todo caso lo que “evoluciona” es el mundo en su inmanencia.
El lingüista Valentín N. Volóshinov, un discípulo marxista de Mijaíl Bajtin, decía que “la clase dominante busca adjudicar al signo ideológico un carácter eterno por encima de las clases sociales”[4], de este modo el signo ideológico ingresa en un proceso de degradación, deviene alegoría y deja de aportar al proceso de comprensión.
La versión canónica del signo ideológico que remite a la configuración hegemónica del pensamiento nacional asienta la reflexión y los discursos sobre unos vínculos entre Nación, Estado y sociedad que son extemporáneos. Se trata de un pensamiento anacrónico. Por lo tanto no genera praxis sino ilusión. Remite a generalidades y no a procesos activos. Trata a las verdades de ayer como si fueran las verdades de hoy. Se ensaña con espantajos y se torna rígido. No se constituye como otredad sino como tautología, una forma cultural objetivada que apela a valores caducos sin capacidad de crear. En fin, un “pensamiento” anulado y absorbido por el poder. Un “pensamiento” portador de una “épica popular”, pero confeccionada a la medida del orden establecido. El pueblo narrado en tercera persona.
Las imágenes colectivas que promueve la versión canónica del pensamiento nacional conforman una intersubjetividad legitimadora del poder de las clases dominantes, favorecen los acomodamientos, disuaden de las rupturas, promueven el contrasentido de aluviones zoológicos estatalizados y de cabecitas negras conformistas y electoralizados. Si bien las fracciones más poderosas de la clase dominante repudian todo tipo de pensamiento nacional, en los momentos de alza de la lucha de clases, en las coyunturas de extrema polarización social y política, aceptan la versión canónica del pensamiento nacional en tanto superestructura idónea para alcanzar tipo de unidad nacional que pone a resguardo su dominación.
Así, en los marcos de la configuración hegemónica de la tradición nacional-popular, el “pensamiento nacional” se parece más a un pensamiento formalizador que a una lengua viva. Se desdibuja como matriz epistemológica periférica, se erige en un pensamiento antidialéctico y cae en la abstracción. Por lo tanto, está expuesto a los procesos de sustancialización y tiende a ser conservador y a-crítico. No fortalece la conciencia popular respecto del imperialismo real: soslaya aspectos vinculados a la matriz económica extranjerizante y extractivista, promueve el antiimperialismo abstracto que hace casi cien años denunciaba Raúl Scalabrini Ortiz con toda la autoridad de quien sugería los caminos para el desarrollo de una política antiimperialista concreta apta para su tiempo.
Frente a las reactivaciones de la tradición liberal conservadora y pro-imperialista,[5]con sus modelos abiertamente antinacionales, antipopulares que promueven los procesos auto-denigratorios y el desprecio por los valores colectivos autóctonos al tiempo que siembran la tristeza y la desolación, la versión hegemónica de la tradición nacional-popular recobra vigor, adquiere atributos resistentes y pasan a segundo plano sus tendencias a la transacción, sus zonas compatibles con el sistema de dominación, sus mecanismos de alienación popular. Las configuraciones contrahegemónicas de la tradición nacional-popular tienden a ser marginadas, anuladas o integradas por la configuración hegemónica. Pero al mismo tiempo las reactivaciones de la argentinidad individualista, impiadosa y reaccionaria, generan un contexto para repensar lo nacional-popular en clave descolonizadora radical, para sistematizar las voces dispersas que por abajo nombran lo nacional de manera original.
Sólo un pensamiento emancipador puede asumir, sin ambigüedades, las perspectivas autónomas y situadas. Sólo un pensamiento emancipador puede administrar con solvencia y coherencia los patrimonios socio-culturales populares de la historia de Nuestra América. Sólo un pensamiento emancipador puede recuperar el potencial teórico y autónomo del pensamiento nacional, integrándolo como una particularización y como forma concreta en la que habita la verdad que hace posible la recreación de totalidades desde una condición periférica y en clave liberadora. El pensamiento emancipador es una revelación iluminadora que sabe conmover permanentemente nuestros pensamientos previos. Es un pensamiento que sabe cuestionar el logos vigente.
Cooke es la expresión de una articulación entre lo nacional y lo plebeyo, entre lo universal y lo autóctono. Una articulación que no se consuma en planos discursivos o simbólicos, sino que se basa en la praxis. Porque, para Cooke, las imágenes divergentes de la nación (las que eran innegociables con las clases dominantes) se generaban en la praxis de las clases subalternas y oprimidas. En efecto, la clase trabajadora jamás concurre a la lucha desprovista de sus rasgos culturales constitutivos. Esos rasgos juegan un papel importante. Bien lo sabía Cooke, por eso dedicó buena parte de su vida a desarrollar los elementos de la cultura democrática y socialista contenidos en la tradición nacional-popular.
Por todo esto, la configuración hegemónica de la tradición nacional-popular tiene que borrar a Cooke de su genealogía, o mutilarle o anestesiarle la parte más significativa de su actuación. En todo caso podrá incorporarlo como presencia vacía y superficial. Cooke es un “ángel” rebelde, insumiso, irreverente; un “ángel caído”. “El bebe”, al igual que Alicia Eguren, su compañera de vida y militancia, no puede insertarse en la línea de continuidad propuesta por la configuración hegemónica de la tradición nacional-popular porque representa un momento de desmesura inasimilable para la misma. Es una estación fundamental de una configuración alternativa de lo nacional-popular, una configuración socialista.
Ante nosotros y nosotras un antecedente insoslayable y un signo incontrastable que nos confirma la posibilidad de pensar lo nacional-popular en clave de pensamiento emancipador es decir: antiimperialista, anticapitalista, antipatriarcal y socialista. Es decir: dialéctico.
Lanús Oeste, [6]septiembre de 2018.
*Autor del libro:El Hereje, Apuntes sobre John William Cooke, publicado por El Colectivo, Buenos Aires, 2016.
[1]Zavaleta Mercado, Rene, La autodeterminación de las masas, Buenos Aires, CLACSO-Siglo del Hombre Editores, 2009, p. 47.
[2] Hobsbawm, Eric,Naciones y nacionalismo desde 1780, Barcelona, Crítica, 2000, p. 139
[3]Jitrik, Noe: “Las desventuras de la crítica”. Texto publicado en Marcha (2ª época), México, 1980 y presentado como “La ‘cultura’ en el retorno del peronismo al poder”, en el Center for Latin American Relations, New York, el 22 de abril de 1976. En: Jitrik, Noe, Las armas y las razones. Ensayos sobre el peronismo, el exilio, la literatura, Buenos Aires, Sudamericana, 1984, p. 206.
[4]Volóshinov, Valentín Nikoláievich, El marxismo y la filosofía del lenguaje, Buenos Aires, Godot, 2018, p. 51.
[5] Especialmente la Dictadura Militar (1976-1983), el periodo menemista (1989-1999) y en la actualidad el gobierno de la coalición derechista Cambiemos.