El síntoma se llama calentamiento climático,
pero la enfermedad se llama capitalismo.
Jorge Riechmann
Este ensayo busca llamar la atención sobre un tema crucial en el mundo contemporáneo, como es el de las guerras climáticas, que sin embargo es poco conocido. Pretendemos aproximarnos al mismo desde una perspectiva que integre la crítica marxista y la ecológica. El ensayo consta de tres secciones: se reflexiona entorno a las guerras climáticas y sus relaciones y diferencias con otros tipos de guerras generadas por el capitalismo; luego se hace un inventario de algunos de los principales efectos que el calentamiento global, producido por el capitalismo, origina sobre la lógica de funcionamiento de este sistema; se cierra el escrito con algunas conclusiones.
I. Guerras climáticas: una aproximación conceptual
En el capitalismo contemporáneo, están imbricadas cuatro tipos de guerra, que son complementarias, aunque tengan algunas diferencias.
1. Las guerras ambientales
En sentido amplio, dentro de estas se incluyen los efectos violentos de tipo militar que generan aspectos directamente ligados con el medio ambiente, tales como la degradación de los suelos, la desertificación, las inundaciones, la sequía, la destrucción de ecosistemas, la reducción de la biodiversidad, la deforestación… Las poblaciones rurales, que son los directamente afectados por la degradación ambiental, se ven obligadas a recurrir a la violencia para acceder a los recursos básicos de subsistencia o para defenderlos. Esto origina conflictos armados en los territorios en proceso de degradación, asunto que se agrava con el crecimiento de la población disponible, como lo ejemplifica el caso de Ruanda en 1994, que podría catalogarse como una guerra ambiental.
De otra parte, existen guerras ambientales en sentido estricto cuando un Estado, o una clase destruyen en forma consciente y premeditada la base natural de otro Estado o de otras clases, con la finalidad de expulsarlo, doblegarlo o hacerlo rendir. En este sentido, el ejemplo más contundente es la política de tierra arrasada, en el sentido literal de la palabra, que Estados Unidos como potencia agresora llevo a cabo contra Vietnam en la guerra de los diez mil días. Al respecto se recuerda como uno de los hechos más infames de la historia del siglo XX la utilización de herbicidas, defoliantes, químicos y venenos –siendo el más conocido el agente naranja– con la finalidad de destruir los ecosistemas, contaminar las aguas, arrasar con los suelos fértiles y matar a los campesinos, todo con la finalidad de doblegar la voluntad de resistencia de los vietnamitas. El uso del agente naranja, creado por Monsanto, que se esparció mediante bombardeos aéreos durante varios años destruyó el 36% de los manglares del entonces Vietnam del Sur.
Las guerras ambientales tienen como móvil distintivo el afectar o destruir las bases biológicas de la existencia humana, bien porque esa afectación origina los conflictos (como en Ruanda), bien porque eso es lo que se busca en forma consciente, como se señalaba para el caso de Vietnam.
2. Guerras hídricas
Existe un tipo especial de guerra y conflicto ambiental por los recursos, que se centra en el más importante de todos, en la fuente de la vida, en el agua. Muchos conflictos se originan en la escasez de agua, un hecho dramático que se acentúa en muchos lugares del mundo, especialmente en las regiones áridas. Al mismo tiempo, dicha escasez está relacionada con superpoblación, agotamiento de aguas subterráneas y acuíferos, basura y contaminación hídrica, privatización y mercantilización; y ahora, fuertemente con el trastorno climático. Todo ello tiene terribles consecuencias, tales como sequias, hambrunas, difusión de enfermedades, migraciones forzadas…
Pero también hay que hablar que la escasez, en algunas regiones del mundo, es el complemento y resultado del despilfarro de agua que se presenta en los grandes países capitalistas, empezando por Estados Unidos, donde se gastan enormes cantidades para mantener su insoportable modo de vida.
En estos instantes, puede catalogarse como guerra hídrica –o por lo menos el control del agua es uno de sus aspectos centrales– la ocupación colonial de Palestina por parte de Israel, que “ostenta la mayor proporción de explotación de los recursos acuíferos disponibles en el mundo: 95 por ciento, que incluye los recursos acuíferos de los territorios ocupados de Cisjordania, el Golán y Gaza, así como el agua que se origina de los ríos en Siria, Jordania y Líbano”. Asimismo, el agua desempeña un papel central en la geopolítica de Israel respecto a sus vecinos árabes: Palestina, Líbano y Siria. Puede hablarse de un apartheid hídrico por parte de ese Estado, que solo permite que los hogares de Cisjordania reciban agua una vez por semana. El 80% del agua que consume Israel proviene de esa Cisjordania ocupada. La situación de Gaza es aún peor, puesto que es “el basurero de las milagrosas plantas desalinizadoras de Israel: ostenta una carestía de agua bebible y la calidad del agua es terrible, pese a que Israel duplicó la cantidad de agua desalinizada que envía a Gaza” (Jalife-Rahme, 2015).
3. Guerras por los recursos naturales (bienes comunes de tipo natural)
El incremento de la producción material en el capitalismo trae aparejado una lucha por el control de los recursos naturales, algo que es indispensable para garantizar el proceso de acumulación de capital. Sobresale por sobre todos los demás, la apropiación del petróleo, como fuente energética fundamental, sin la cual el capitalismo no podría funcionar tal y como lo conocemos. También se ha incrementado la lucha, abierta o encubierta, por controlar una amplia gama de minerales, los tradicionales y los nuevos, indispensables para sostener el ritmo de producción de viejas y nuevas tecnologías. Gran parte de las guerras convencionales que se vienen librando en el planeta en los últimos treinta años son conflictos armados por los recursos, en especial por el petróleo. Tal es el caso de las agresiones imperialistas a Irak y Libia y las guerras de baja intensidad y de cuarta generación que se libra contra Venezuela. En la misma perspectiva deben inscribirse conflictos internos en varios países del mundo, como el que se libra en la República Democrática del Congo, por la apropiación de minerales, entre ellos el del coltan, materia prima indispensable para la producción de aviones, teléfonos celulares y otros artefactos microelectrónicos. Esa guerra, la más atroz y sangrienta de todas las que se libran en la actualidad, está ligada en forma directa con el apetito capitalista e imperialista por apropiarse de los materiales estratégicos que, para su desgracia, se encuentran en el Congo.
Este país es un reservorio de materiales fundamentales para el desarrollo capitalista, entre los que se encuentran oro, diamantes, cobre, cobalto, coltan, estaño, tungsteno, zinc, manganeso, magnesio, uranio, niobio y plata. El contrabando de esos minerales alcanza la cifra de seis millones de dólares diarios. En especial, se libra una guerra por el coltan, cuya punta de lanza es la demanda de tantalio, que es una materia prima indispensable para el funcionamiento de las nuevas tecnologías militares (Giunta, 2013).
La guerra por los recursos es bastante antigua, no se originó con el capitalismo, aunque en este modo de producción alcanza niveles inimaginables que en otras épocas históricas. La tierra es el generador principal de las guerras por los recursos, como sucede en Colombia. La diferencia de las guerras tradicionales por los recursos con la que se lleva a cabo en la actualidad en el seno del capitalismo radica en que ahora sí está claro que asistimos a un acelerado agotamiento de esos recursos, lo que torna su disputa más feroz y sangrienta, como se demuestra en las guerras imperialistas. Y no se vaya a creer que solamente se está hablando del agotamiento de los recursos estratégicos (petróleo y minerales), sino que incluso la irracionalidad del capitalismo ha llevado a que cosas que se consideraban casi inagotables están empezando a disminuir, como sucede con la arena. Sí, la arena, que es materia prima para la construcción de edificios, de carreteras, de infraestructura material, pero también de los microchips de los equipos microelectrónicos. No extraña porque de la naturaleza se extraen cada año la alucinante cifra de 15 mil millones de toneladas, lo que está arrasando con depósitos de arena, con playas y con islas enteras. En Indonesia, para citar un caso, han desaparecido 25 islas por el saqueo de la arena de su superficie (Riechmann, 2015: 50).
4. Guerras Climáticas
El término, en principio, parecería algo etéreo porque el clima, como fenómeno natural, no produce ninguna guerra, puesto que las guerras resultan de las fuerzas sociales que lo modifican y alteran el comportamiento “normal” de una determinada sociedad. En sentido amplio, casi como metáfora, guerras climáticas alude al hecho que las modificaciones climáticas alteran los ritmos de funcionamiento de una sociedad, incrementan las desigualdades, acentúan la pobreza, desertifican los terrenos, destruyen ecosistemas, dificultan la consecución de alimentos y agua, fomentan la expulsión de una mayor cantidad de personas, entre muchos factores. Como metáfora, pues, en gran medida las guerras climáticas nos remiten a las consecuencias sociales, económicas y ambientales que tienen los trastornos climáticos, que a su vez son producidos por acciones sociales. Por ejemplo, cuando el huracán Katrina embistió contra las costas de Luisiana, y fue particularmente fuerte en Nuevo Orleans, en donde produjo algo más de dos mil muertos, se estaría sosteniendo que eso hace parte de una guerra climática (Milman, 2015).
Si esto sucede en los Estados Unidos, la primera potencia mundial, peor es lo que acontece en otros lugares del planeta, principalmente en la periferia del capitalismo. Por ejemplo, el conflicto militar de Siria debería ser vista como una guerra climática, dado que “fue precedida por una histórica sequía que duró más de 10 años y arruinó a más de un millón de agricultores, causó grandes migraciones interiores y agudizó tanto las críticas al régimen de Assad como aumentó las tensiones interétnicas e interreligiosas” (Hammerstein, 2015).
En ambos casos, las victimas de estas guerras climáticas han sido los más pobres entre los pobres. En este sentido amplio, las guerras climáticas son anteriores a la emergencia del capitalismo y se han presentado en diversos períodos históricos. Por ejemplo, podrían considerarse como resultado de guerras climáticas la expansión y decadencia de la civilización maya en Mesoamérica. En efecto, en la región cayeron grandes lluvias durante cerca de dos siglos (entre el 450 y el 660) que favorecieron la producción de alimentos y el crecimiento demográfico, así como la construcción de grandes ciudades. Pero luego de eso sobrevino un período de sequias que se prolongó durante cuatro siglos, sequias que redujeron la producción agrícola y generaron una fragmentación social y el colapso político de la casta dominante. Existió un vínculo directo entre la sequía prolongada, la reducción de las cosechas, el hambre, la muerte y el desplazamiento obligado de población. Al principio, en el período en que abundaron las lluvias se “reforzó el poder de los reyes de los centros poblados, que reclamaban el crédito por las lluvias que traían prosperidad y realizaban sacrificios de sangre públicos destinados a mantener el clima favorable a la agricultura”. Pero, “cuando el periodo de lluvias cambió gradualmente al clima seco, en torno al año 660, el poder de los reyes y su influencia se derrumbaron, lo que tiene estrecha relación con el aumento de las guerras por los recursos escasos”. Cuando los reyes, a los ojos de la población, eran capaces de hacer llover, mantuvieron su hegemonía, pero cuando las cosas empezaron a cambiar, y dejó de llover: “y si a pesar de hacer ceremonias para que mejoren no pasa nada, entonces la gente empieza a cuestionar si los reyes realmente deberían estar a cargo de la comunidad”. Estas palabras del Douglas Kennett, antropólogo de la Universidad de Penn State enfatizan el impacto que las modificaciones climáticas tuvieron en la suerte de los Mayas (La Jornada, 2012 / Gill, 2008 / Fagan, 2009: 193 y ss).
En sentido estricto, sí existen guerras climáticas cuando conscientemente un sector de la sociedad (una clase dominante o un estado imperialista) incide en la alteración del clima, mediante el uso de armas, como estrategia de guerra, con la finalidad de destruir sistemas agrícolas, ecosistemas, o recursos hídricos en un determinado territorio, donde residen personas que pertenecen al que se consideran como bando enemigo. En esta dirección, el caso más mencionado es el del llamado Programa de Investigación de Aurora Activa de Alta Frecuencia (HAARP, por sus siglas en inglés) por parte de los Estados Unidos, un proyecto militar para alterar el clima en los territorios enemigos. Según el investigador canadiense
Michel Chossudovsky (2007): “Desde el punto de vista militar, HAARP es un arma de destrucción masiva, que opera desde la atmósfera exterior y es capaz de desestabilizar sistemas agrícolas y ecológicos en todo el mundo”.
Un antecedente de esa estrategia de guerra fue la utilización de técnicas de bombardeo de nubes, que comenzó en 1967 con el Proyecto Popeye en Vietnam, que fue desarrollada por los Estados Unidos entre 1967 y 1972, como “el primer uso sistemático y hostil, conocido en la historia, de las técnicas de modificación ambiental, en el marco de la guerra del Sudeste Asiático”. Su objetivo era prolongar la estación del monzón y cortar los suministros por la pista Ho Chi Minh, por la cual Vietnam del Norte abastecía a las Fuerzas de Liberación de Vietnam del Sur (Vietcong). “Para dificultar el tráfico de suministros que aportaba esa ruta, la 54ª Escuadrilla de Reconocimiento Meteorológico, sembró el cielo con Ioduro de Plata para que el periodo de lluvias aumentara un promedio de 30 a 45 días. Se pretendía que la lluvia provocara desprendimientos sobre las calzadas, que los ríos se desbordaran y que el terreno quedara impracticable para el tránsito de camiones”. Esas operaciones de “contrainsurgencia climática” se iniciaron el 20 de marzo de 1967 y se prolongaron durante la estación lluviosa (marzo-noviembre) hasta el año 1972. Los encargados de la misión eran tres aviones C-130 y dos F4-C, que partían de la Base de la Fuerza Aérea Tailandesa, situada en Udorn, dos veces por día. “Los vuelos eran oficialmente misiones de reconocimiento, las tripulaciones eran rotatorias y formaban parte de la 54ª Escuadrilla de Reconocimiento Meteorológico estacionada en la isla de Guam, siendo su cometido teórico la realización de un parte meteorológico. […] En total se realizaron 2602 misiones, “sembrando” 47.409 nubes, y con un costo de 21.6 millones de dólares” (Curiosidades Guinness, 2009).
En la actualidad, la guerra de Darfur (Sudan) puede ser considerada como la primera guerra climática, causada por el calentamiento global. El detonante del conflicto armado es la falta de lluvias, que generan escasez de agua, producen sequías y devastan el suelo. En esas condiciones, no hay lugar para que pasten los ganados ni los campesinos puedan sembrar sus cosechas. Los diversos grupos étnicos que habitan en la región están peleando por el acceso a los recursos básicos que les permitan sobrevivir y que son cada día más escasos. El trasfondo del enfrentamiento, sin embargo, se enmascara en un choque étnico y racial entre árabes y negros. Pero existe un asunto que no se menciona, y es esencial para entender el impacto de las modificaciones climáticas en la región: la presencia en Sudan de empresas multinacionales del petróleo, cuyo interés es apropiarse de las reservas de hidrocarburos existentes y las políticas neoliberales, impulsadas por el FMI que endeudaron al país y le hicieron destinar recursos para cumplir con sus compromisos financieros antes que afrontar sus problemas internos (Neale, 2012: 328).
En rigor, es necesario enfatizar que no existen guerras que son causadas simplemente por el calentamiento global y lo que ha ocurrido en Darfur es una “tragedia climática, pero también fue consecuencia del neoliberalismo y de la competencia global por las reservas de petróleo sudanesas” (ibíd.: 313).
Luego de haber presentado este panorama es indispensable señalar los nexos que existen entre estos cuatro tipos de guerra, entre los cuales la macro-cuestión está signada por el trastorno climático. Esto quiere decir en breve que las guerras climáticas son al mismo tiempo guerras ambientales, hídricas y por los recursos, pero cada una de estas últimas tiene como móvil específico y principal la apropiación y/o destrucción del medio ambiente, del agua o de la tierra u otro recurso natural. En realidad, es muy difícil separar, por lo menos en la actualidad, las guerras climáticas de las demás que hemos mencionado, por la sencilla razón de que las modificaciones climáticas generadas por el capitalismo retroalimentan y acentúan la presión sobre los ecosistemas, el agua, la tierra y la apropiación de minerales y energía. Solamente en términos metodológicos se habla de cada uno de estos tipos de guerra, en la medida en que se quiere enfatizar cuál sería el aspecto principal que la determina. Lo único cierto es que en el trasfondo emerge como razón fundamental, la expansión mundial del capitalismo, con todas sus secuelas de destrucción y despilfarro.
II. Capitalismo y calentamiento global
El calentamiento global que genera el capitalismo tiene consecuencias, que están relacionadas en forma estrecha con su lógica destructiva y explotadora, como se examina a continuación.
1. Explotación laboral y calentamiento global: dos por el precio de uno
Una característica distintiva del capitalismo es la explotación de los trabajadores, en donde se origina la plusvalía que es la fuente de la acumulación del capital. Pues resulta que dicha explotación en el capitalismo actual no está desligada del aumento de la temperatura en el planeta entero. Un dato es indicativo: el predominio del capitalismo en su versión neoliberal, momento en el cual se dispararon las emisiones de gases de efecto invernadero, coincide plenamente con la pérdida de derechos de los trabajadores, la flexibilización laboral, y la explotación intensificada en China y el orbe entero.
China se ha convertido en el “taller del mundo” y allí está en marcha una Revolución Industrial al estilo inglés del siglo XVIII, con la diferencia de que sus efectos humanos y ambientales hay que multiplicarlos por mil y se produce en un tiempo acelerado, porque mientras la de Inglaterra necesitó de un siglo, la de China no lleva sino 25 años. Esa transformación acelerada de China hacia el capitalismo está ligada a su producción para el mercado mundial, que se sustenta en dos premisas: fuerza de trabajo barata, abundante y explotada al máximo, y destrucción de ecosistemas, contaminación y uso intensivo de combustibles fósiles, carbón entre ellos, para satisfacer los requerimientos del capitalismo mundial.
El nexo entre explotación y calentamiento global se evidencia en el hecho de que en China coinciden, como muestra a vasta escala de lo que sucede en gran parte del mundo, un incremento del uso de energía sucia con un irrespeto por la fuerza de trabajo. Como dice Naomi Klein, dos por el precio de uno. Pero la responsabilidad no es solo de China, sino del capitalismo central, porque lo que se produce en el gigante asiático está orientado hacia este último.
Si se quisiera ilustrar el asunto con un ejemplo solo basta recordar que forman parte de una misma lógica, la del capitalismo, los trabajadores de las fábricas de la muerte (regadas por el orbe entero) que laboran en condiciones oprobiosas y durante interminables jornadas y también los habitantes de las ciudades (como Pekín o Medellín) que se asfixian en la niebla contaminante (esmog) que resulta, en gran medida, de la utilización masiva y sin control de automóviles y motocicletas, que han sido producidos por los obreros de aquellos talleres de la muerte (Klein, 2015: 111-112).
2. Calentamiento global y desigualdad social extrema
Enero de 2016 ha sido un mes terriblemente caluroso en el mundo y también en Colombia. Algunos datos lo demuestran: en España la temperatura ha estado 2.3°C por encima de lo normal; en Argentina se registraron las temperaturas más altas del último medio siglo, por encima de los 40°C; en Bogotá se alcanzó una temperatura record de 25.6°C y en Puerto Salgar el termómetro rebasó los 45°C, la temperatura más alta registrada en algún lugar del país en todos los tiempos.
Mientras el planeta tierra se calienta en forma peligrosa, el 18 de enero la ONG Oxfam dio a conocer un informe sobre la desigualdad en el mundo, en la que señala que el 1% de la población mundial (los supermillonarios) tienen tanta riqueza como el 99% restante, 62 potentados poseen la misma riqueza que 3.600 millones de personas (la mitad más pobre de la humanidad) y la riqueza en manos de esas 62 personas se incrementó en un 44% en los últimos cinco años. Colombia es, a su vez, uno de los países más desiguales del mundo: el 10% de la población más rica del país gana cuatro veces más que el 40% más pobre; 32% de la población es pobre, con ingresos inferiores a 200 mil pesos mensuales y solamente el 2.4% de personas tienen ingresos superiores a 2, 7 millones de pesos mensuales; con razón, el economista Thomas Piketty acaba de decir en una conferencia dictada en Bogotá que “la desigualdad en Colombia es una de las más altas del mundo”.
A primera vista, estas dos informaciones –la de un calor abrazador sin precedentes y la acumulación de la riqueza en manos de unos cuantos individuos– no tendrían nada que ver la una con la otra. En realidad, están íntimamente conectadas en una estrecha relación, que vale la pena desentrañar, ya que el “misterio” subyace en la esencia del funcionamiento del capitalismo realmente existente.
Ya está establecido que el calentamiento global es el resultado de la producción incrementada de determinados gases, denominados por eso mismo Gases de Efecto Invernadero (GEI), entre los cuales se encuentran el Dióxido de Carbono (CO2), el metano (CH4), vapor de agua y óxido nitroso entre los más importantes. A su vez, los GEI se incrementan en la medida en que cada día se producen más mercancías de todo tipo (empezando por los automóviles, aviones, barcos, aparatos microelectrónicos…); crecen las ciudades o surgen nuevas, como en China en donde en los últimos 25 años han aparecido 160, cada una de ellas con un millón de habitantes, y de esa forma se arrasan los ecosistemas y se destruyen y contaminan las fuentes de agua; aumentan los viajes y el uso de transportes que consumen energías fósiles; se industrializa y petroliza la agricultura, y se acaba con las economías campesinas; se producen a gran escala mercancías desechables, que suponen el consumo destructivo de plástico, papel, cobre y mucho más; en fin, se generaliza la producción de mercancías, pero no con el fin de satisfacer las verdaderas necesidades humanas, sino para incrementar las ganancias de los empresarios capitalistas.
Para producir esas mercancías se requieren grandes cantidades de materiales, como los minerales, y energía, principalmente petróleo. Extraer tanto los minerales como el petróleo resulta muy costoso en términos ambientales y humanos, puesto que se destruyen los lugares donde se almacenan esos depósitos de riqueza geológica y se arrasa con las sociedades que allí se encuentran. Esa búsqueda insaciable de nuevas reservas de energía y materiales, en un planeta con recursos limitados, tiene efectos devastadores sobre los ecosistemas y la base natural del planeta, empobreciendo a millones de seres humanos, mientras enriquece a una exigua minoría, formada por los mismos dueños de las empresas de los sectores que contaminan el mundo, y generan la mayor cantidad de GEI.
Conclusión: el calentamiento global refuerza el anticapitalismo
Naomy Klein ha dicho que el calentamiento global debe generar un poderoso relato anticapitalista, porque el capitalismo cuestiona la misma existencia de los seres humanos sobre la tierra. Si esa no es una razón suficiente para ser anticapitalista, es difícil pensar que lo puede generar. La cuestión es que los problemas climáticos y ambientales que origina el capitalismo se emparentan y amplían los motivos de lucha, en una agenda anticapitalista. Estas razones se deben juntar con las luchas de los trabajadores, los pobres y todos los sujetos que sufren y soportan la explotación y la opresión del capitalismo. La lucha contra el calentamiento global está conectada con la lucha que se libra contra la explotación redoblada de los trabajadores, como en el caso de China. Y también con la defensa de los ecosistemas y los acuíferos, para garantizar que se van a tener fuentes de agua y de alimentación en un futuro próximo.
En Colombia y en América Latina defender un páramo, un glaciar no es una moda, sino una necesidad urgente para preservar las fuentes de agua dulce, para que no se destruya esas fuentes naturales y para que tampoco quede en manos de empresas capitalistas, de la minería por ejemplo.
Para evitar las guerras climáticas hay que atacar su origen, que no es otro sino el capitalismo. Por ello, un proyecto anticapitalista ecosocialista está hoy al orden del día, más que nunca, aunque desde luego el camino no sea fácil. Entre ese proyecto ecosocialista se indica que las soluciones no pueden ser individuales y aisladas, sino colectivas y democráticas.
Como punto de partida, se debe plantear la necesidad de cambiar las relaciones sociales dominantes, esto es, el capitalismo. Por eso, parafraseando a Daniel Tanuro, quien no quiera hablar de capitalismo, que no hable de calentamiento global o vuelco climático.
Un autor que ha escrito un interesante libro sobre las Guerras climáticas, pese a que no pronuncia ni una vez el vocablo capitalismo en su obra, sin embargo, lo menciona de forma implícita cuando sostiene que hemos llegado a un peligroso límite en la historia del homo sapiens: “Este experimentum mundi lleva apenas 40 mil años, su variante occidental 250, y en ese mismo lapso se destruyeron más las bases para la supervivencia que en los 39.750 años anteriores. Esta destrucción de las bases para la supervivencia implica una aniquilación de las oportunidades, no sólo del presente, sino también del futuro” (Welzer, 2010: 315).
Entre algunas de las propuestas de un programa ecosocialista se encuentran: imponer normas de durabilidad a los productos; reducir el transporte en automóvil privado, tanto en las ciudades como fuera de ellas, concentrándose en sistemas de transporte colectivo y público (producir menos y transportar menos); restringir al máximo el transporte y consumo de actividades inútiles y dañinas (publicidad, producción de armas); una reducción de la jornada de trabajo semanal, sin disminución de salario; gratuidad de los servicios básicos (educación, salud, cultura); preservar los bosques, las selvas, los glaciares, los páramos; un nuevo sistema energético, que se base en fuentes renovables y de carácter público; expropiación de los bancos y del sistema financiero(Tanuro, 2011a / 2011b; Riechmann, 2012).
Por último, podemos decir que “La cuestión climática marca… el principio de una nueva era, no sólo para el capital, sino también para sus adversarios: ya no hay proyecto emancipador que valga si no se tienen en cuenta los límites e imperativos naturales” (Tanuro, 2011a: 170).
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