Históricamente, cada una de las administraciones del estado capitalista ha garantizado sus intereses políticos, económicos y sociales mediante la implementación de un plan represivo adecuado a su etapa y a cada sector de la sociedad.
En Argentina, cada gobierno, desde 1983 hasta la fecha, ha desplegado su política de “seguridad” sobre las mayorías populares con el objetivo de garantizar el control social: a través del gatillo fácil, la muerte y tortura en cárceles y comisarías, la desaparición de personas, las causas armadas, las detenciones arbitrarias y la militarización de los barrios a lo largo y ancho del país, con sus consecuentes resultados: la administración o connivencia con el narcotráfico, el robo organizado, el contrabando, las redes de trata, la prostitución y las zonas liberadas. Al mismo tiempo, cada vez que el pueblo trabajador se organiza y confronta, la respuesta es la persecución política e ideológica, la represión directa, la tercerización de la represión con patotas o grupos de choque, el espionaje y la criminalización de la protesta social en todas sus formas.
Hoy, más de 30 años después del fin de la dictadura, nos encontramos al inicio de la gestión de un nuevo gobierno, que, aunque cuenta con un firme sustrato construido y sostenido por los gobiernos de Alfonsín, Menem, de la Rúa, Duhalde y los Kirchner, presenta –del mismo modo que lo hace con su política general– un salto cualitativo en el modo en que, desde la administración del aparato estatal, se diseña e implementa la política represiva contra el pueblo trabajador.
El contraste entre las estrategias represivas de ambas gestiones, la kirchnerista con sus 12 años de duración, y la actual, con apenas si unos meses mostrando los dientes más afilados del capital, permite acercarnos a la comprensión de las tareas fundamentales que debemos encarar a su respecto en esta etapa.
Estrategias represivas del kirchnerismo
Luego de la rebelión popular de diciembre de 2001 y la movilización que finalizó con la masacre del puente Pueyrredón, el régimen capitalista, con la aparición del kirchnerismo como fracción dirigente del PJ, supo estabilizar la crisis política, recomponer la institucionalidad, cooptar a parte del movimiento popular que había estado movilizado hasta el 2001-2002 y transformarse en la expresión más inteligente de la burguesía para garantizar sus negocios y estabilidad.
En un primer momento, el presidente Néstor Kirchner se dedicó a sumar voluntades, a través de una política de cooptación y seducción de referentes de los más diversos ámbitos y orígenes, que pronto conformaron la “transversalidad”, esa especie de protoplasma kirchnerista que reunió, bajo la consigna del “proyecto nacional y popular”, a una buena cantidad de referentes y organizaciones, algunos de los cuales se proclamaban antiimperialistas, anticapitalistas o de izquierda.
Dos fueron los ejes centrales para consolidar esa imagen. Por una parte, el gobierno asumió pleno protagonismo en la reapertura e impulso de los juicios contra represores de la dictadura, promoviendo la anulación de las leyes de impunidad y constituyéndose como querellante, a través de las secretarías de DDHH nacionales y provinciales, en las principales causas. En la misma línea, se sucedieron actos de fuerte contenido simbólico, como el retiro de los cuadros de Videla y otros genocidas del colegio militar, los reiterados actos en la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), el Parque de la Memoria o Campo de Mayo, inaugurando monumentos o museos alusivos. La “política de DDHH” expresada en esas y otras iniciativas, se convirtió, así, en la marca distintiva del gobierno kirchnerista.
Paralelamente, el gobierno adoptó públicamente un discurso de “no represión”. Encabezados por el propio Kirchner, que a la semana de asumir declaró: “No quiero criminalizar la protesta social” (Clarín, 3/6/2003), todos los integrantes del gobierno, y en especial los encargados del área de seguridad, dijeron cosas parecidas. Efectivamente, en los primeros meses de su gestión, no hubo mayores episodios de represión a movilizaciones o manifestaciones populares, y ello generó un clima de expectativa. Los piquetes y cortes de rutas que habían caracterizado los años anteriores, fueron reemplazados por el acompañamiento casi simbólico a los dirigentes que subían a los despachos oficiales para reunirse con Kirchner, con su hermana Alicia, con alguno de los Fernández o con funcionarios de segunda y tercera línea como Sergio Berni o Carlos Kunkel, y volvían para anunciar las promesas logradas, con lo que el gobierno no tuvo mucha necesidad de reprimir, pues no había situaciones de gran confrontación.
Pero, para quien quisiera ver, había claras señales de que ni el discurso de los derechos humanos, ni la promesa de no reprimir la protesta social, respondían a otra causa que la necesidad de legitimación de un gobierno asumido con un muy escaso capital electoral, y que, una vez logrado el suficiente consenso, y a medida que lo requirieran las circunstancias, el aparato de fuerza estatal retomaría explícitamente su tarea disciplinadora sobre los trabajadores y el pueblo. La designación de funcionarios de larga historia represora en sectores claves de los ministerios, secretarías y direcciones fue una de esas señales inequívocas,
1 acompañada por una nueva versión, políticamente correcta, de la tesis de la “inseguridad ciudadana”, a la que se sumó una campaña mediática de estigmatización como “violenta” de toda modalidad de lucha que no se limitara a dialogar con el gobierno para consensuar “soluciones”. Sería necesario que trascurriera más de un año para que, al menos en parte, se advirtiera el carácter netamente represor del gobierno kirchnerista.
Al mismo tiempo que el gobierno instalaba su discurso de tolerancia a las movilizaciones populares, se intensificó, por carriles menos oficiales, una campaña dirigida a demonizar todo tipo de reclamo que no fuera explícitamente dialoguista. Poco a poco, los medios de comunicación construyeron la idea de que los cortes de rutas, los piquetes y, por extensión, todo tipo de manifestación callejera, eran actos de naturaleza violenta y antidemocrática. Hábilmente, no se cuestionaba el derecho a protestar ni la pertinencia de los diferentes reclamos, sino que el embate se dirigía a las formas y métodos, con el argumento central de la equivalencia de los derechos de manifestantes y el “resto de la sociedad”, que sin ser el destinatario de la protesta se veía entorpecido para circular libremente.
En el clima general de distensión que se impuso desde esos primeros días de gobierno, los hechos represivos que ocurrieron entre junio y agosto de 2003 no tuvieron la menor repercusión, o, a lo sumo, fueron presentados como “desbordes inorgánicos” de algún integrante de las fuerzas de seguridad.
2 Paralelamente, se agudizó la persecución de militantes por la vía judicial, especialmente reactivando expedientes antiguos.
3
Poco después, hubo un sutil cambio en el discurso, expresado por el ministro de interior Aníbal Fernández, que, en referencia a los piqueteros, dijo: “No vamos a reprimirlos, pero tienen que desaparecer” (Página/12, 27/11/2003). Para entonces, y aunque los medios lo seguían ignorando, ya se acumulaban los hechos represivos en todo el país.
El episodio más significativo, y el más silenciado de todos, ocurrió el 9 de octubre de 2003, en la provincia de Jujuy. Alrededor de 5.000 personas se movilizaron a la comisaría de Libertador San Martín, donde cinco días antes había muerto Cristian Ibáñez, de 20 años, mientras la policía lo torturaba. La manifestación, que reunía prácticamente un tercio de la población local, fue reprimida con refuerzos llegados de la capital de la provincia. La gente se defendió, arrojando piedras a la comisaría. Pronto, los efectivos dejaron el armamento antitumulto y empezaron a disparar con balas de plomo. Luis Marcelo Cuéllar, joven militante de la CCC, cayó fusilado. Fue tan efectivo el operativo de silenciamiento en torno a ese primer asesinato en una manifestación durante el gobierno de Néstor Kirchner,
4 que el nombre de Cuéllar, salvo muy puntuales excepciones, no sería mencionado nunca más. Ni siquiera se lo récordaría cuando, cuatro años después, en el otro extremo del país, fue asesinado en similar situación el maestro Carlos Fuentealba.
Casi simultáneamente, el gobierno nacional puso a prueba el consenso. En el mes de octubre de 2003 hubo una serie de declaraciones y trascendidos de funcionarios, desde el presidente y el jefe de gabinete, hasta ministros y secretarios de diversas áreas, que delinearon la nueva estrategia. Ahora, la divisoria establecida era entre la “protesta social lícita” y la “protesta ideológica”, que, por exclusión, quedaba estigmatizada como ilícita. Una fuente oficial no identificada lo explicó así al diario
Página/12: “La idea del gobierno es desarticular al piqueterismo [...] dando trabajo primero a los beneficiarios de los planes Jefas y Jefes de Hogar, después a los piqueteros sensatos y a los piqueteros amigos (kirchneristas), y dejar aislados a los piqueteros ideológicos. [...] Al que quede afuera porque quiera quedarse afuera, lo esperaremos con el Código Penal en la mano”.
5
Unos meses después de ese globo de ensayo, las declaraciones oficiales, aunque seguían en la línea de la “tolerancia”, anunciaban el cambio. El ministro del interior, Aníbal Fernández, aseguró que el gobierno “no va a criminalizar la protesta social, pero cuando uno se pasa de la raya hay que cumplir con lo que dice la ley”. Para la misma época, el secretario de seguridad, Alberto Iribarne, aclaró: “Cuando decimos que no vamos a criminalizar la protesta social estamos haciendo esa diferenciación: que una cosa es el delito y otra la protesta social”.
Para mediados de 2004, el riesgo de cargar con un costo político por reprimir estaba prácticamente conjurado. Desde su inauguración, el gobierno se propuso no repetir experiencias anteriores como el Puente de Corrientes, el 20 de diciembre o el 26 de junio, porque sabía que eso generaría reacciones como las que sufrieron de la Rúa o Duhalde. Su discurso de “no represión”, combinado con la intensa campaña a través de voceros y aliados mediáticos que denunciaban la supuesta “inacción” del gobierno frente a la protesta social y exigían una intervención represiva, en poco más de un año, le permitió pasar a la fase siguiente.
En agosto de 2004, la Subsecretaría de Seguridad Interior, de la que dependen las fuerzas de seguridad federales, hasta ese momento dependiente del Ministerio de Justicia, regresó a la órbita del Ministerio del Interior, bajo la conducción de Aníbal Fernández.
6 Se hizo notar el agravamiento de las imputaciones hacia los manifestantes, con el uso frecuente de figuras muchas veces no excarcelables, totalmente desvinculadas de las supuestas conductas punibles y sobre la base de elementos probatorios especulativos. A lo largo del año, hubo más de medio centenar de presos políticos en todo el país, récord absoluto desde 1983, imputados por delitos como coacción agravada, prepotencia ideológica o entorpecimiento de la explotación comercial de un establecimiento que impedían su excarcelación; el poder judicial intensificó la delegación de las supuestas investigaciones en las agencias policiales, que aportaban como prueba sus informes de “inteligencia” y eran miles los procesados con grave riesgo de ser condenados y encarcelados.
Estaba cumplida la misión de acumular consenso para reprimir, sin perder el rótulo ya asegurado de “gobierno de los derechos humanos”. Sobre esa base, la segunda y tercera gestión del gobierno kirchnerista avanzaron en la utilización de una serie de herramientas represivas que ningún gobierno democrático anterior usó con tanta intensidad, como las patotas oficiosas, y la militarización territorial. El asesinato del militante del PO, Mariano Ferreyra, en el marco del ataque del grupo de choque de la Unión Ferroviaria de José Pedraza es ejemplo máximo de la primera, así como los episodios de las Heras son prueba de la segunda. La sanción, no de una, sino de siete leyes “antiterroristas”, en consonancia con las exigencias imperiales, y el incontestable incremento del gatillo fácil, las detenciones arbitrarias, la tortura y las muertes en cárceles y comisarías, los fusilados en manifestaciones (21 entre 2003 y 2015) y los presos políticos que superaron todo índice desde 1983, marcaron un gobierno que se caracterizó por aplicar toda la represión necesaria, con todo el consenso posible, con el saldo objetivo de 3.070 asesinados por el gatillo fácil o en lugares de detención, y 21 fusilados en la represión a manifestaciones populares.
Macrismo: continuidades y rupturas
Con el triunfo electoral de CAMBIEMOS, por primera vez en la historia reciente la derecha más conservadora llegó al gobierno por la vía institucional. Por primera vez, también, una misma fuerza política concentra en sus manos el poder de fuego del aparato federal (PFA, gendarmería, prefectura, PSA), más los servicios de inteligencia federales, junto al poderoso aparato bonaerense, el de la CABA, y las demás provincias, como Mendoza y Jujuy, gobernadas por sus aliados radicales.
Apoyado sobre la firme base construida en el gobierno anterior, el macrismo rápidamente mostró sus cartas. Además del perfil de los elegidos para dirigir el área,
7 y de los reiterados episodios represivos contra trabajadores (Cresta Roja, estatales de La Plata, etc.), una de las primeras medidas en el ámbito de la represión, fue el decreto que declaró la emergencia nacional en seguridad. Su principal consecuencia es que el poder ejecutivo nacional, y los provinciales que adhieran, pueden, sin siquiera los tibios controles y formalidades existentes, cambiar el destino de partidas presupuestarias y hacer contrataciones directas, o sea, tienen libre manejo de la caja para incrementar el poder de fuego del aparato represivo estatal frente al “delito complejo y crimen organizado”.
El decreto incluye en ese concepto varios delitos de los habitualmente usados para la persecución política, como la asociación ilícita "organizada para cometer delitos por fines políticos" (art. 210 CP) y la asociación ilícita calificada (art. 210 bis CP) y los creados por las leyes antiterroristas sancionadas en la década pasada: asociación ilícita terrorista (art. 41 quinquies CP) y financiación del terrorismo (art. 306 CP).
La “ley de derribo” de aeronaves, que naturalmente implica la ejecución sumaria de sus tripulantes y pasajeros, ha sido quizás el aspecto que más se ha comentado de la norma. No ha recibido mayor atención mediática, en cambio, que el decreto autorice a convocar personal retirado de la Policía Federal, Prefectura, Gendarmería y Policía Aeroportuaria, con excepción de condenados o procesados por delitos de lesa humanidad y pasados a retiro por razones disciplinarias. No es menor récordar que los fusilamientos de gatillo fácil, la aplicación de torturas y otros hechos represivos en democracia no son calificados por los tribunales como "delitos de lesa humanidad", por lo que tranquilamente cualquier represor, incluso condenado, puede ser reincorporados.
La segunda y central medida del macrismo en materia de represión fue el Protocolo de Actuación de las Fuerzas de Seguridad en Manifestaciones Públicas, aprobado por el Consejo de Seguridad Interior reunido en Bariloche, con el consenso ampliamente mayoritario de los gobernadores provinciales. Más conocido como Protocolo Antipiquetes, el dispositivo en cuestión expresa la continuidad de un esquema legal represivo que cobró especial relevancia con las leyes antiterroristas del período kirchnerista y el frustrado intento de una norma similar en 2014, como lo pidió la por entonces presidenta Cristina Fernández de Kirchner en su discurso del 1° de marzo en ocasión de inaugurar las sesiones ordinarias del Congreso.
El decreto establece que las movilizaciones deberán comunicarse previamente, fijando recorrido y estarán sujetas a aprobación de la autoridad, pese a lo cual, si las autoridades deciden levantarlas, se concederán entre 5 y 10 minutos para hacerlo sin el uso de la fuerza. Cualquier otra manifestación no anunciada y autorizada, será considerada espontánea, y, como tal, disuelta sin ningún requisito ni intimación previa.
Se establece un cerco perimetral para el trabajo de la prensa, que implica, además de la restricción a ese trabajo, una imposibilidad concreta de filmar y revelar prácticas represivas por fuera de los registros de las mismas fuerzas. La limitación a la prensa hubiera impedido, por ejemplo, la actuación determinante del fotógrafo independiente que retrató el paso a paso criminal de la policía de Duhalde contra Darío y Maxi el 26 de junio de 2002, o el de los periodistas que filmaron el ataque de la patota de Pedraza en octubre de 2010, que costara la vida al compañero Mariano Ferreyra.
En una clara reedición del Proyecto X del anterior gobierno, se autoriza la filmación de las fuerzas represivas para ser utilizadas en sede judicial y se habilita la filmación de reuniones previas, o la identificación de los organizadores, con la excusa legal de prevenir o evitar la comisión de esos delitos como daño o corte de calles. En la provincia de Mendoza, una de las primeras en aplicar la norma, tres referentes gremiales de los trabajadores estatales (ATE y SITEA) fueron imputados en una causa penal a partir de filmaciones y fotos aportadas por el Ministro de Seguridad al poder judicial después de una movilización.
Hasta la fecha, el Protocolo ha sido ratificado y puesto en vigencia en el 80% de las provincias, y la CABA, en la que explícitamente el Fiscal Adjunto de la Ciudad, Luis Cevasco, lo utilizó para actualizar el instrumento similar que ya existía desde 2003 en el ámbito porteño. Sin embargo, en una renovada muestra de que la voluntad popular expresada en las calles es más potente que cualquier norma que pretenda restringirla, una y otra vez ambos Protocolos, el de la Nación y el de la CABA, perdieron vigencia real ante la masividad de las primeras movilizaciones contra las nuevas gestiones, como ocurrió el 24 de febrero, en el marco del paro de los trabajadores estatales, y decenas más que se sucedieron.
La unificación de la PFA y la Metropolitana, y la bendición judicial a las detenciones arbitrarias por el Tribunal Superior de Justicia de la CABA se inscriben en la misma línea. En los primeros días de enero de 2016, un fallo del Tribunal Superior de la Ciudad de Buenos Aires avaló con renovada legitimidad la facultad policial de detener personas para identificar. “Es legal que la policía pare a cualquiera para pedirle documentos”, fue la noticia que ocupó los titulares de los diarios y reactualizó un viejo debate, el de las facultades policiales para detener personas arbitrariamente.
Con ese fallo, que no casualmente se dictó en simultáneo con el anuncio de la fusión de parte de la Policía Federal con la Metropolitana, las fuerzas de seguridad que actúan en la ciudad de Buenos Aires recibieron un nuevo y vigoroso respaldo de la cabeza del Poder Judicial porteño para detener personas a puro olfato. Si bien el sistema conformado por normas, y prácticas no normadas, que habilitan la detención de personas que no están acusadas de cometer un delito ni son requeridas por un juez (detenciones para “averiguar antecedentes” o para “identificar”, las “faltas” o “contravenciones”, las “razzias”, las detenciones de menores de edad) existen desde siempre, desde diciembre de 2015 los gobiernos nacional, provinciales y municipales les han dado renovado impulso. Así, a través de decisiones judiciales como la del TSJ, reformas legislativas como el reciente endurecimiento del Código de Faltas de Córdoba, y explícitas instrucciones de los poderes ejecutivos a las fuerzas que saturan como nunca antes los barrios, con un nivel de militarización de fuerzas combinadas como nunca lo vimos antes.
Organizar la resistencia y ampliar las luchas
El pueblo trabajador, así como viene protagonizando innumerables luchas contra el ajuste y el saqueo, y enfrentando los despidos y la precarización laboral, con ejemplos formidables de resistencia, como los trabajadores estatales, los docentes y los trabajadores de prensa, tampoco permanece inmóvil frente a este avance y profundización de la represión.
En esta situación, que pone a prueba la capacidad de lucha organizada de los trabajadores y el pueblo para lograr que sus urgencias se impongan sobre las del poder, se multiplican en todo el país iniciativas colectivas, como la Campaña Nacional contra las Detenciones Arbitrarias, la Campaña contra el Ajuste y otras muchas, que tienden a visibilizar y enfrentar el puño de hierro con el que el gobierno pretende disciplinarnos.
Encaramos una etapa que requiere ampliar esas formas de coordinación y unidad de acción frente al ajuste y la represión, mientras seguimos trabajando hacia la construcción de una fuerza social revolucionaria. Sólo así lograremos que las urgencias del pueblo trabajador frenen y se impongan sobre las del poder, sólo así avanzaremos unos pasos más en el camino para cambiar el mundo y hacer, un día, realidad nuestros sueños de libertad e igualdad, en el socialismo.