Puede ser útil comenzar este análisis evocando el final de un filme fundamental del movimiento del cinema-novo verificado en Brasil durante la década de 1960: la imagen final de Deus e o Diabo na Terra do Sol [Dios y el diablo en la Tierra del Sol] de Glauber Rocha, en la cual se ve a Antônio das Mortes, personaje decisivo de esa obra, saliendo de la zona agreste y siendo cautivado por una visión poderosa según la cual el “sertón sería transformado en mar y el mar, en sertón”; o sea, la naturaleza convulsionada indicaría el futuro revolucionario del país. El filme fue exhibido a comienzos de 1964. Dos meses después, lo que se ve son las tropas militares en las calles cercando y destituyendo al gobierno constitucional brasileño.
De hecho, el 31 de marzo el gobierno constitucional de João Goulart fue derrocado por un golpe organizado por militares y por sectores civiles de las clases dominantes, como banqueros, empresarios y latifundistas. La acción golpista fue motivada por un amplio conjunto de intereses, tanto internos como externos. Internamente interesaba a los golpistas interrumpir el gobierno legal a fin de reconquistar la hegemonía en la vida política, entonces quebrantada gracias a la participación de varias categorías de trabajadores en el escenario político, estimulando el conflicto político en el país, hecho intolerable para las camadas sociales dominantes, que veían en esa participación una amenaza para sus intereses y privilegios tradicionales.
En el plano externo, el gobierno estadounidense tenía enorme interés en destituir el gobierno legal y por eso apoyó, de varias maneras, la acción golpista: cuidaba así de velar por el mantenimiento de su hegemonía en América Latina en el contexto de la Guerra Fría y de evitar la propagación de la ola revolucionaria que comenzaba a recorrer el continente desde el éxito de la Revolución Cubana, liderada por Castro pocos años antes (1959).
Un poco de cautela, con todo, es recomendable en este caso. De hecho, encarada crudamente, la explicación precedente parece amplia y por demás confortable. ¿Contener la propagación de la ola revolucionaria originaria del tsunami político cubano en el contexto de la Guerra Fría? Ahora, esto suena demasiado obvio. En fin, esta explicación puede incluso ser aceptable, pero no suficiente para explicar la cadena de desgracias que se abatió sobre el país a partir de esa fecha. En un ensayo incluido en el libro O novo tempo do mundo [El nuevo tiempo del mundo] titulado simplemente “1964” –que, en líneas generales, seguiré en esta parte de la argumentación–, el filósofo Paulo Eduardo Arantes propone una nueva dirección para pensar ese hecho: recurriendo al libro de Arno Mayer Dinámica de la contrarrevolución en Europa (1870-1956), identifica en esa obra la configuración de un escenario tenso y crispado predominante en el siglo XX europeo, en especial luego de la Primera Guerra Mundial, pues en esa ocasión muchos países de ese continente no solo prolongaron el Estado de Guerra interno después del fin del conflicto, sino que trataron de establecer una especie de alianza entre ellos a fin de crear condiciones favorables para la destrucción de la Revolución Rusa de 1917. Esa interpretación tiene la clara ventaja de dar nombre a los bueyes: se trata efectivamente de un escenario marcado por la confrontación entre Revolución y Contrarrevolución. A partir de esa concepción, apunta además Arantes, sostiene Greg Grandin (2004) que, en el continente americano –o en parte sustancial de él, como en América Central y del Sur– tenía lugar una confrontación dura entre esos dos campos, configurando así, en el paisaje latinoamericano, la existencia de una Guerra Social, que sería parte de una Guerra Civil Mundial. O sea, la Guerra Fría debería, en tal perspectiva, ser encarada como parte de aquella. Esa guerra Civil latinoamericana habría comenzado, según Grandin, diez años antes, en 1954:
[…] con el derrocamiento de Jacobo Arbenz en Guatemala, extendiendo la acción disolvente del Terror Blanco, desencadenado desde entonces, en el tiempo y el espacio latinoamericanos, hasta los últimos genocidios en la América Central insurgente de la década de 1980. A su modo de ver, a lo largo de más de tres décadas de Contrarrevolución –es ese el nombre– en el continente, se perseguía de hecho un solo objetivo: extinguir el poder formativo de la política en cuanto dimensión primordial del encauzamiento de las expectativas humanas. La Guerra Fría latinoamericana (si insistiéramos en atenernos a la nomenclatura consagrada) giró básicamente en torno a ese eje emancipador (Arantes, 2014: 294).
Esas explicaciones desplazan el foco establecido anteriormente: el motivo último del golpe no habría sido contener la ola revolucionaria latinoamericana originada con la revolución cubana –aunque este también constituyera un objetivo nada despreciable–, sino, sobre todo, extirpar violenta y definitivamente la capacidad de organización de la población compuesta por los “hombres comunes”. El golpe en Brasil sería así un episodio de la Guerra Social verificada en el continente, la que obviamente implicaría además otras acciones, como comprobarían luego los golpes militares en otros países del Cono Sur, como Argentina, Chile y Uruguay. Los EE.UU. promovían, en el continente, la Contrarrevolución… de veras.
Tales intereses inmediatos determinaron la acción de los golpistas después de la destitución violenta, con movilización de tropas militares, del gobierno constitucional brasileño. En ese sentido, ellos adoptaron medidas que configuraron la naturaleza terrorista del Estado: restringieron de inmediato la vida política del país y reprimieron violentamente a los sectores políticamente organizados –como los sindicatos y las demás organizaciones populares–, apresaron a los líderes políticos más representativos –o los eliminaron físicamente–, suprimieron los partidos y los derechos políticos de los ciudadanos, desmantelaron organizaciones estudiantiles, como la Unión Nacional de Estudiantes, entre otros actos violentos. En el plano cultural, se tomaron el cuidado de destruir los Centros Populares de Cultura mantenidos por la mencionada entidad estudiantil –que militaba a favor de la creación de una cultura popular revolucionaria–. Reprimieron varias manifestaciones culturales populares, como los movimientos de alfabetización mantenidos por las Ligas Campesinas en el Nordeste. Si se suma todo esto, constituye un grave error histórico considerar la dictadura brasileña como “blanda”: al contrario, ella representó un grado de crueldad y ferocidad sin precedentes, habiendo llevado a la prisión a cerca de 50 mil personas en los primeros meses después del golpe (cf. Moreira Alves, 1985).
La adopción de tal política terrorista luego acarreó una especie de refuncionalización ideológica y política de la vida cultural.1 La izquierda, políticamente reprimida, pasó entonces a cultivarla y a establecer sus directrices más generales, generando una producción cultural contestataria. Los medios expresivos destinados al disfrute colectivo conocieron entonces un formidable prestigio: el cine, con el desarrollo del cinema-novo, conquistó un nivel de elaboración estética sin precedentes y una sensibilidad afecta a los temas y aspectos de la vida popular, atenta a las contradicciones sociales más agudas del país. El teatro también conoció un apogeo y dinamismo inusitados, particularmente en San Pablo, con el teatro Oficina y el de Arena, así como la música popular, que pasó tanto a tematizar las aspiraciones políticas anteriormente propagadas por los Centros Populares de Cultura, como a dar voz a las cuestiones populares más candentes, como la aspiración a la reforma agraria, la lucha contra el hambre y la miseria, la denuncia de las injusticias sociales más graves.2
Simplificando un poco las cosas: está claro que esta atmósfera cargada de alto voltaje político e ideológico terminó movilizando políticamente a su público, compuesto en buena parte por estudiantes universitarios originarios de lo que acostumbramos llamar –no sin alguna impropiedad– clases medias, conforme destacó pioneramente Roberto Schwarz. Esa movilización generó grandes manifestaciones de protestas contra la dictadura –como la marcha de los “Cien mil” en Río de Janeiro–, que lograron sensibilizar a una parcela significativa de la población, disminuyendo sensiblemente la base social de apoyo político a los militares. Más allá de eso, como señaló también el mencionado crítico literario, este escenario de nervios tensos provocó la aparición de una grave “anomalía” en la vida brasileña: si, por un lado, la derecha detentaba la hegemonía en la vida política (y en la económica), la izquierda la detentaba en la vida cultural.
Otra consecuencia no menos grave de la restricción impuesta a la vida política por la dictadura cívico-militar fue la aparición de condiciones materiales favorables al desarrollo de una práctica política clandestina de combate y de resistencia a la dictadura. Poco antes del golpe, aunque el Partido Comunista tuviera relativa hegemonía en el campo de la izquierda, habían surgido muchos otros partidos u organizaciones minoritarias. Después del golpe, un número expresivo de ellos optó por el enfrentamiento armado contra la dictadura. En ese contexto, despuntaron las organizaciones que se ocuparon de desarrollar la guerrilla en el interior de Brasil, según la “teoría de creación y propagación de focos”.3
Desde el punto de vista de los golpistas, esa situación en dos frentes pasó a ser preocupante. Contener la propagación de los partidos o de las organizaciones clandestinas volcadas al combate contra la dictadura, por un lado, y a la radicalización y agitación culturales y políticas, por el otro, pasó a ser la cuestión determinante, ya que eso podría representar una oportunidad rara, no solo para reafirmar la hegemonía política de la derecha, sino también para destruir la hegemonía cultural de la izquierda, compatibilizando así, a su modo, esas dos esferas. Para eso, el bloque cívico-militar instalado en el poder radicalizó el carácter terrorista del Estado dictatorial promulgando el Acto Institucional n° 5, el 13 de diciembre de 1968,4 que suprimió en el país la vigencia del Estado de Derecho y extendió la represión violenta a todos los sectores sociales y a todo ciudadano.
Tal política implicó la adopción del “Estado de Excepción”, que suprimió tanto las instituciones políticas parlamentarias en todos los niveles cuanto los derechos civiles básicos. El Estado de Terror pretendió, en el plano civil, alcanzar la total sumisión del ciudadano; en el plano político, la supresión de toda forma de oposición, que generó la truculenta y cruel represión de los partidos políticos e implicó la adopción de la tortura y la aniquilación como métodos cotidianos de acción, de combate y de intimidación. En ese sentido, tal vez fuese más adecuado caracterizar el Estado dictatorial brasileño como un “Estado Exterminista”, como también lo fueron luego el Estado chileno y el argentino; en el plano cultural, aquel procuró erradicar la relación entre la cultura y la política verificada en el post-1964, originaria de la producción cultural inmediatamente anterior al golpe, con la adopción de formas radicales de censura a la producción cultural y de feroz represión a la vida universitaria.
II
El “Estado de excepción” pretendió además exterminar físicamente a los adversarios de la dictadura. Tal objetivo pasó a constituir una política de Estado que, con todo, contó también con la intensa participación de los empresarios, especialmente de los dirigentes de las corporaciones transnacionales o de las grandes empresas locales. Es sabido y está documentado el hecho –citado por Arantes en el ensayo mencionado– de que un ministro habría reunido fondos en una reunión entre empresarios a fin de financiar las actividades represivas, como los centros clandestinos de tortura y “desaparición”, las llamadas “casas de la muerte”, de las que es ejemplo funesto la casa localizada en Petrópolis –corresponde señalar que el continente habría de conocer muchos de esos centros de “desaparición”–.
Cabe aquí destacar que tales “casas de la muerte”, por ser clandestinas, no estaban subordinadas a ningún órgano o control institucional, de modo que las víctimas eran secuestradas ilegalmente, sin registro de ninguna naturaleza, siendo en muchos casos dadas por “desaparecidas”, iniciando así una práctica que se sería luego adoptada a gran escala durante la dictadura argentina. Es oportuno también notar que fueron creadas por el Estado, con la misma finalidad, instituciones represivas ilegales –como la llamada “Operación Bandeirantes”–, aunque en ellas actuasen militares cedidos por las Fuerzas Armadas, y ante todo por el Ejército. Con eso, resulta evidente la lógica “Exterminista” de la dictadura.
No faltaron tentativas para revelar esa lógica Exterminista del Estado brasileño. Paul Virilio y Sylvère Lotringer (1984) la caracterizan como típica de una “sociedad de desaparición”, que estaría constituida por el ejercicio del poder directamente sobre el cuerpo del ciudadano, hecho que presupone la tortura como práctica estatal cotidiana; por otro, por la disposición para provocar la aniquilación de los presos o víctimas, o sea, sus “desapariciones”. En Argentina, Pilar Calveiro (2013) propone inclusive el término “poder desaparecedor”, que parece también justificado. En fin, para caracterizar tal lógica y la naturaleza terrorista del Estado, Arantes –también en el ensayo citado– recuerda aun que el historiador Eric Hobsbawm (1995: 284) identificó, en las dictaduras latinoamericanas, “la era más sombría de tortura y contraterror en la historia de Occidente”.
La existencia de un Estado Exterminista requiere también, como en una guerra –y él no dejaba de formar parte de una, conforme se señaló anteriormente–, el control del flujo de informaciones y de lo que el ciudadano puede o no saber. En otras palabras: requiere también el exterminio de la cultura local o tradicional, o sea, la erradicación violenta del vínculo estrecho entre cultura y política (de izquierda) que había caracterizado el escenario cultural de la década anterior. Requiere además la aniquilación de la voz de la sociedad y de la propia memoria social. También necesita apagar los vestigios de su propia actuación y manifestación: exige la supresión de la construcción de la memoria social a fin de soterrar –refrenar– las atrocidades del presente, por él perpetradas. Exige también la aniquilación radical de la memoria de los vencidos a fin de apagar las marcas de lo que un día fue posible en la historia, así como las imágenes de luchas y de resistencias pasadas, con el objetivo de impedir su transmisión a las generaciones futuras. La política Exterminista se manifiesta así en la vida cultural por medio de la censura: en esta, él encontró el instrumento adecuado para devastar el paisaje cultural y acallar la voz de la sociedad, forjando una atmósfera radical de terror. Tal vez sea incluso posible recurrir a una imagen dramática a fin de caracterizar mejor su alcance: la censura, en cuanto manifestación de la lógica Exterminista del Estado en la vida cultural, logró efectuar una especie de lobotomía en la memoria colectiva, particularmente en la de las clases oprimidas.
III
El uso de censura radical requerido por la lógica Exterminista, así como la truculenta represión de la totalidad de la vida política dictada por ella, produjeron una (aparente) devastación en esos dos sectores de actividades: en fin, eliminó lo que, desde su óptica, debería ser erradicado. En consecuencia, el Estado militarizado inicia en 1975 una especie de contención de tal lógica, sin suprimirla de hecho con todo. Ese proceso resultó de una doble necesidad: por un lado, el gobierno dictatorial vio en él una manera de expandir sus bases sociales a fin de continuar en el poder; por otro, la sociedad civil percibió en él una conquista política, un modo de superar el “shock dictatorial”. La contención fue concebida para ser “lenta y gradual”, con vistas a favorecer el control de su ritmo, que sería configurado por la identificación de supuestas amenazas a ella: de esa manera, ella estaría permanentemente sujeta a retrocesos. Así, a cada eventual sacudida social correspondía una paralización –o retardación– por tiempo indeterminado de ella; o, en la terminología de los golpistas, del proceso de “apertura política”. Esto indica ser el ritmo de contención de la Lógica Exterminista dictado por el tiempo requerido por una especie de adiestramiento político-social impuesto a la sociedad civil, que debía aprender así a ser moderada –a ser confiable para el poder dictatorial–. Dicho de otro modo: el proceso de contención de la lógica Exterminista del la dictadura es construido con vistas a imponer un pacto social nunca explicitado: el de la moderación política. Este proceso, como era de esperar, fue recorrido con nervios tensos, como todo en la vida, por lo demás. Conoció avances y retrocesos, pero, a pesar de los contratiempos, permitió al bloque cívico-militar en el poder complementarlo con la promulgación de una versión del pacto de moderación arriba ludido: la promulgación de la ley de amnistía en 1979.
Institucionalmente, la amnistía fue concebida como fundamento político necesario para la concreción de la llamada “transición democrática”, que debería consagrar socialmente la acción golpista iniciada en 1964. Ella exigió, de todos los sectores sociales, un radical ocultamiento de los acontecimientos de ese período reciente de la historia del país, instalando lo que podría ser llamado, también según la sugestión de Arantes, la “Era de la Impunidad” en Brasil. En esa dirección, ella no requirió una asimilación consciente del pasado, sino su represión. Entretanto, la construcción efectivamente democrática y emancipadora necesita de un movimiento radicalmente diverso: exige el reconocimiento público de las atrocidades cometidas durante el período dictatorial en el ámbito de las instituciones represivas. El reconocimiento de los asesinatos, de las masacres de los humillados y ofendidos, de la práctica de la tortura sádica contra las víctimas indefensas es condición fundamental para que la barbarie no se repita.
La era de la impunidad tiene graves consecuencias. No eliminó ni limitó la presencia y actuación de las fuerzas políticas que dieron sustento al proyecto dictatorial. Así, ellas pudieron continuar actuando y defendiendo impunemente sus intereses materiales hasta el momento presente. Tampoco alteró o redefinió el papel atribuido a las Fuerzas Armadas y a los órganos de seguridad, que fue estipulado por la propia dictadura en 1967. Más allá de eso, tampoco fueron creados mecanismos volcados al desmontaje del aparato represivo creado por la dictadura: de hecho, este fue redireccionado a fin de vigilar y castigar a los trabajadores y a los varios sectores de las camadas populares o de las clases subalternas. Tal aparato está así destinado a contener y limitar la acción de esa población, ayudando a crear la oportunidad para la precarización constante del trabajador, que se ve así diariamente amenazado por el miedo de la miseria y el desempleo. O sea, la dictadura parece continuar existiendo para la “chusma”, para los “subciudadanos”. En contrapartida, la llamada transición democrática desembocó en la afirmación de un tipo de democracia à la brasileña –ella misma resultado del Terror– capaz de ofrecer leyes y dispositivos jurídicos aptos para garantizar derechos para la población blanca perteneciente a la clase dominante o a las clases sociales que gravitan en torno a ella. En ese sentido, en rigor, tal vez no sea correcto afirmar la presencia de un Estado de Derecho en Brasil, sino tan solo de un Estado oligárquico de derecho, como sugiere Paulo Arantes.
Para concluir: ante esa situación, ¿cuáles son los límites de la acción política institucional? O antes aún: ¿qué posibilidades de éxito tendría un proyecto político como el del PT (Partido de los Trabajadores), que presupone la integración e inclusión social de las capas subalternas y la construcción de ciudadanía efectivas para todos, para decir poco? Al fin de cuentas, con tal configuración, la defectuosa democracia brasileña, que incorpora el autoritarismo y el privilegio, no olvida el pacto no escrito de moderación y, por eso, no elimina la vigilancia ante lo que se considera amenazador. Así, cualquier política que fuerce una efectiva redistribución de la renta o que altere los privilegios consolidados y salvaguardados por la clase dominante puede ser vista como quiebra de ese pacto, o como política configurada por el revanchismo y resentimiento de los vencidos de ayer; por tanto, como algo que debe ser erradicado. A fin de evitarla, ella preserva también, de la dictadura, la noción de que es necesario estar preparado para contener constantemente tal resentimiento, de modo que, en última instancia, ella concibe defender sus intereses –siempre travistiéndolos como defensa de los intereses de la nación, evidentemente–. Para eso, no duda en romper con las reglas de su propia democracia. ¿Y no es eso exactamente lo que ocurre actualmente en Brasil? Para los vencidos queda, como alertó Arantes, la sensación de que el golpe no termina jamás.
Bibliografía
Arantes, Paulo Eduardo, “1964”. En: –, O novo tempo do mundo. San Pablo: Boitempo, 2014, pp. 281-314.
Calveiro, Pilar, Política y/o violencia. Buenos Aires: Siglo XXI, 2013.
Couto, Ronaldo C., História Indiscreta da Ditadura e da Abertura: Brasil 1964-1985. Río de Janeiro: Record, 1998.
Franco, Renato, Itinerário político do romance pós-1964: A Festa. San Pablo: UNESP, 1998.
Hobsbawm, Eric, A Era dos extremos: o breve século XX (1914-1991). San Pablo: Companhia das Letras, 1995.
Grandin, Greg, The Last Colonial Massacre: Latin America in the Cold War. Chicago: Chicago U.P., 2004.
Moreira Alves, Maria Helena, Estado e oposição no Brasil (1964-1984). Petrópolis: Vozes, 1985.
Nogueira Galvão, Walnice, “Uma análise ideológica da MPB”. En: –, Saco de gatos: ensaios críticos. San Pablo: Duas Cidades, 1976.
Radenti, Marcelo, Em busca do povo brasileiro – artistas da revolução, do CPC à era da TV. San Pablo, Río de Janeiro: Record, 2000.
Schwarz, Roberto, O pai de família e outros estudos. Río de Janeiro: Paz e Terra, 1978.
Virilio, Paul / Lotringer, Sylvère, Guerra pura: a militarização do cotidiano. San Pablo: Brasiliense, 1984.
“Terrorismo de Estado e democracia no Brasil: rupturas, permanências. (Panorama para estrangeiros)”.
Enviado por el autor para su publicación en Herramienta. Traducción de Miguel Vedda.
1A ese respecto, es importante el ensayo de Roberto Schwarz, escrito al calor de la hora, titulado “Notas sobre Política e Cultura no Brasil: 64-69”, publicado originalmente en 1969 en Les Temps Modernes, al que debo parte de mi argumentación. Posteriormente, fue republicado en Schwarz (1978).
2Existe hoy una bibliografía razonable sobre esos años. Sobre la vida cultural de la época hay también algunos estudios interesantes. Me gustaría destacar los de Ridenti (2000) y Nogueira Galvão (1976), escrito al calor de la hora. En este ensayo, la autora revela los impasses y las contradicciones ideológicas de la música popular de la época. Con todo, conviene destacar que, aunque muchos de los estudiosos hayan analizado las contradicciones de la producción cultural de ese período o sus más graves impasses ideológicos, una cuestión parece no haber sido analizada suficientemente: la relación entre la música radicalizada y la industria fonográfica, que la acogió y reprodujo.
3 Sobre tal contexto de radicalización política y de resistencia a la dictadura consultar, Franco (1998), donde intento demostrar cómo narró la literatura la conversión del artista, del intelectual y del escritor en militante revolucionario. Las obras literarias más representativas de esa experiencia cultural y política surgieron en 1967, año de publicación de las novelas Pessach, la travesía de Carlos Heitor Cony y Quarup de Antônio Callado. Quarup narra la deseducación religiosa del Padre Nando y su consecuente transformación en el guerrillero Levindo. Presenta una osadía formal y experimental considerable, ya que incorpora algunos de los procedimientos heredados de las vanguardias literarias sin, con todo, desligarse de los temas y aspiraciones populares configuradas a inicios de la década de 1960. En ese sentido, su materia histórica es la preparación de la revolución popular en el país. En contrapartida, la novela de Cony narra el compromiso del escritor existencialista Paulo Simões en la lucha revolucionaria y, de esa manera, los momentos iniciales del nacimiento de la resistencia armada a la dictadura, y está por eso más atado a las cuestiones históricas y políticas posteriores al golpe, si bien no presenta un lenguaje o una concepción osados como la novela de Callado.
4 Las razones para la promulgación del AI-5 fueron varias, tanto internas como externas. Aunque el objetivo inmediato de los militares –así como del gobierno norteamericano– hubiera sido eliminar la movilización política de oposición a la dictadura, otro motivo fue la supuesta disputa interna entre los militares por el poder. Con el pretexto de que era necesario endurecer aún más las posiciones, tanto para contener la expansión de la movilización política contra el gobierno cuanto para suprimir la agitación cultural, la “línea dura” de las Fuerzas Armadas asume el poder alejando del proceso de decisión a los “castelistas”, que constituían la tendencia menos radical entre los militares. Sobre este asunto, consultar Couto, 1998. Entretanto, pienso que sería más adecuado considerar la radicalización terrorista del Estado dictatorial como una consecuencia de su propia lógica, que desde sus primeros momentos optó por la adopción de una política de devastación o de supresión.