El fascismo está regreso. A decir verdad, jamás dejó de interesar a los historiadores o de nutrir sus controversias; pero, desde hace algún tiempo, reaparece con insistencia en los debates públicos. Resurge a veces espontáneamente, como una suerte de facilidad semántica, cuando no sabemos cómo denominar realidades nuevas, inesperadas y sobre todo inquietantes. Se designa con ese término ya sea el ascenso de las derechas radicales un poco por todas partes en la Unión Europea, ya la Rusia de Putin y las facciones que se enfrenta en Ucrania, ya el “califato” que Daech intenta edificar en Iraq y en Siria, ya, finalmente, los actos terroristas de comienzos de 2015 en Francia, Túnez o Kenia. En Francia, en particular, todo el mundo denuncia o evoca el “fascismo” de Marine Le Pen a Manuel Valls, hasta a Alain Badiou y otros intelectuales de izquierda, en una cacofonía desconcertante. ¿Estamos seguros de que el uso indiscriminado de un concepto tal nos ayuda en verdad a comprender fenómenos tan obviamente diferentes entre sí? Mucho más que para analizarlos, la apelación a la noción de fascismo sirve para estigmatizarlos, según una tendencia –tan típica de nuestra época– a transformar la moral en categoría cognitiva. Ahora bien, el regreso del “fascismo” vuelve necesario y urgente distinguir bien las realidades que dicha noción abarca.
Aquello que, entretanto, merece una atención muy particular es el ascenso de las derechas radicales, uno de los aspectos más distintivos de la actual crisis europea. A pesar de su heterogeneidad y de sus divisiones, que no han permitido la creación de un grupo parlamentario común en Bruselas, ellas comparten ciertos rasgos –racismo, xenofobia, nacionalismo– que perfilan una tendencia general. En esta vasta nebulosa, una línea divisoria separa a los viejos miembros de la Unión Europea de los nuevos, salidos del antiguo bloque soviético. En estos últimos, el viraje de 1989 creó condiciones favorables para un renacimiento de los nacionalismos de preguerra, fascistoides, anticomunistas y antisemitas. Haciendo alarde de su voluntad de restituir a esos países una conciencia nacional reprimida durante cuatro decenios de hibernación soviética, todos gozan de una cierta legitimidad en el seno de la opinión. En Ucrania, un país atravesado por las nuevas fronteras geopolíticas que separan a Rusia de Occidente, hemos asistido a la reaparición espectacular de formaciones abiertamente neonazis. En el Oeste, entretanto, el epicentro de esta crisis europea se encuentra en Francia, donde el Frente Nacional domina el paisaje político. Como el Viejo Mundo no había conocido un ascenso semejante de las derechas radicales desde la década de 1930, esto despierta en todas partes la memoria de los años oscuros.
Conceptos
Este regreso inesperado de los fascismos reabre la antigua cuestión de la relación entre la escritura de la historia y el uso público del pasado. Según Reinhart Koselleck (1997), el fundador de la “historia de los conceptos” (Begriffsgeschichte), la experiencia histórica precede a su conceptualización; los elementos sociales que modelan la historia son anteriores al lenguaje que los define y sin el cual, sin embargo, permanecerían ininteligibles. Entre los hechos históricos y su transcripción lingüística existe una tensión, pues ambos son a la vez distintos e indisociables. Eso no significa únicamente que los conceptos son indispensables para pensar la experiencia histórica; esto quiere decir también que ellos la exceden, sobreviven a ella y pueden ser utilizados a fin de aprehender realidades nuevas. Estas últimas serán así, si no inscriptas en una trama de continuidad temporal, al menos sí definidas en relación con aquello que ha sucedido. El comparatismo histórico que, como subraya Marc Bloch (2006), apunta a captar analogías y diferencias entre las épocas, más que homologías o repeticiones, nace de esta tensión entre la historia y el lenguaje. Hoy en día, con el ascenso de las derechas radicales, esta tensión se agudiza y vuelve, pues, más urgente la necesidad de un abordaje comparativo. Por un lado, los analistas dudan en hablar de “fascismo” –salvo a propósito de algunas excepciones notables, como las de “Amanecer Dorado” en Grecia (que puede ser caracterizado como “neonazi”) o Jobbik en Hungría– y se ponen de acuerdo a fin de reconocer las diferencias que separan a estos nuevos movimientos de sus ancestros de la década de 1930; por otro lado, toda tentativa de definición de este nuevo fenómeno pasa por una comparación con el período de entreguerras. El concepto de “fascismo” parece insuficiente o inapropiado y, a la vez, ineludible para aprehender esta realidad nueva. El concepto de “postfascismo”, un término que distingue esta realidad nueva respecto del fascismo histórico, aunque sugiriendo tanto una continuidad como una transformación, me parece más pertinente; no responde, por cierto, a todas las preguntas planteadas, pero corresponde a esta etapa transitoria.
Para ser fructífero, el comparatismo no debe reducirse a puestas en paralelo mecánicas. Saber si las nuevas derechas radicales coinciden con un “tipo ideal” fascista –la convergencia del nacionalismo, el racismo y el antisemitismo, la oposición a la democracia, el uso de la violencia, la movilización de masas y el liderazgo carismático– es un ejercicio bastante estéril. Un continente que ha conocido setenta años de paz casi ininterrumpida no puede expresar la misma política “brutalizada” que afectó a Italia, Alemania o España durante las décadas de 1920 y 1930. Buscar los Filippo Tommasso Marinetti, Ernst Jünger y Carl Schmitt –estetas de la violencia y teóricos del Estado total– en la Europa de hoy sería tan anacrónico y vano como deplorar la ausencia de un filósofo de la acción comunicativa como Jürgen Habermas, o de un pensador de la justicia como John Rawls en la Italia de 1922 o en la Alemania de 1933. Pensar el fascismo hoy en día significa tomar en consideración las formas posibles de un fascismo del siglo XXI, no la reproducción de aquel que existió en la entreguerra.
El fascismo fue evocado a menudo para definir las tendencias autoritarias y las nuevas formas de poder que aparecieron después de la Segunda Guerra Mundial, no solo en América Latina, sino también en Europa. En un artículo célebre de 1949, en plena Era Adenauer, Theodor W. Adorno estimaba que “la supervivencia del nazismo
en la democracia” era más peligrosa que la persistencia “de tendencias fascistas dirigidas
contra la democracia” (1998: 555).
1 Los estudiantes alemanes que, en la década de 1970, se manifestaban en contra de las leyes anticomunistas de la RFA (
Berufsverbot) no decían otra cosa. En 1974, Pier Paolo Pasolini observaba el advenimiento de un “nuevo fascismo” fundado en el modelo antropológico consumista del capitalismo neoliberal, frente al cual el régimen de Mussolini aparecía irremediablemente arcaico, como una suerte de “paleofascismo” (Pasolini, 1990: 63). Y, hace unos diez años, los historiadores que se dedicaron a estudiar la Italia de Berlusconi no pudieron dejar de reconocer una relación de parentesco, si no de filiación, con el fascismo clásico. Por cierto, las diferencias son de talle: adepto de las “libertades negativas” y enemigo mortal del comunismo –un término que utiliza como metáfora de toda idea de igualdad–, el “pequeño duce de Arcore” no tenía la ambición de erigir un nuevo Estado y se había volcado, antes bien, al culto del mercado; su hábitat natural era la televisión, no las “aglomeraciones oceánicas” apreciadas por su predecesor; su carisma y la exhibición de su cuerpo eran fabricados por los medios de comunicación modernos y remitían a una variante particular de carisma “a distancia”, antes que al carisma clásico teorizado por Max Weber, que implica una relación directa, emocional, casi física entre el líder y sus adeptos (Santomassimo, 2003; Gibelli, 2011; Flores d’Arcais, 2011).
Esta pequeña digresión basta para mostrar que el fascismo posee una dimensión no solo transnacional –brillantes estudios han sacado a la luz su carácter transatlántico–, sino también transhistórico. Es la memoria colectiva la que establece el lazo entre un concepto y su uso público, más allá de su dimensión historiográfica. Visto desde esta perspectiva, el fascismo puede convertirse en un concepto transhistórico que rebasa la época que lo ha engendrado, del mismo modo que otras nociones de nuestro léxico político. Decir que Estados Unidos, Francia y el Reino Unido son democracias no significa postular la identidad de sus sistemas políticos, aún menos pretender que se corresponderían con la democracia ateniense de la era de Pericles. El fascismo del siglo XXI no tendrá el rostro de Mussolini, Hitler o Franco, ni –esperemos– el del terror totalitario, pero sería erróneo deducir de esto que nuestras democracias no están en peligro. La evocación ritual de las amenazas externas que pesan sobre la democracia –en primer lugar, el terrorismo islámico– olvida una lección fundamental de la historia de los fascismos: la democracia puede ser destruida desde el interior.
Mutaciones
El postfascismo extrae su vitalidad de la crisis económica y del agotamiento de las democracias liberales que han conducido a las clases populares hacia la abstención y se identifican de aquí en más, en todos sus elementos, con las políticas de austeridad. Su ascenso, con todo, tiene lugar en un contexto profundamente diferente de aquel que vio nacer al fascismo en las décadas de 1920 y 1930. Después del colapso del orden liberal del “largo” siglo XIX, el fascismo se presentaba como una alternativa de civilización, anunciaba su “revolución nacional” y se proyectaba hacia el futuro (Morse, 2003; Sternhell, 1997). Esbozaba la utopía de un “Hombre Nuevo” que debía reemplazar las democracias decadentes y regenerar las naciones del Viejo Mundo. Mussolini prometía el renacimiento del Imperio Romano y Hitler anunciaba el advenimiento de un Reich milenario que habría permitido, a los miembros del Volk (pueblo alemán) comulgar en un futuro de fraternidad racial. El postfascismo, desprovisto del impulso vital y utópico de sus ancestros, surge en una era postideológica marcada por el colapso de las esperanzas del siglo XX. Está limitado por una temporalidad “presentista” que excluye todo “horizonte de expectativas” más allá de los plazos electorales. Dicho de otro modo, el postfascismo no tiene la ambición de movilizar a las masas en torno a nuevos mitos colectivos. En lugar de hacer que el pueblo sueñe, quiere convencerlo de que sea un útil eficaz para expresar su protesta contra los poderosos que la dominan y aplastan, sin dejar de prometer el orden –económico, social, moral– a las capas poseedoras que han preferido siempre el comercio a las finanzas y la propiedad hereditaria a las fluctuaciones del mercado. Lejos de ser o de presentarse como “revolucionario”, el postfascismo es profundamente conservador, e incluso reaccionario. Su modernidad se funda en su uso eficaz de los medios y de las técnicas de comunicación –sus líderes revientan las pantallas de televisión– más que en su mensaje, completamente desprovisto de toda mitología milenarista. Si sabe fabricar y explotar el temor presentándose como una muralla frente a los enemigos que amenazan a la “gente común” –la mundialización, el islam, la inmigración, el terrorismo–, sus soluciones consisten siempre en retornar al pasado: retorno a la moneda nacional, reafirmación de la soberanía, repliegue identitario, protección de la gente humilde que se siente, a partir de ahora, “extranjera en su patria”, etcétera.
Una de las fuentes fundamentales del fascismo clásico, su razón de ser y, en varios casos, la clave de su ascenso al poder ha sido el anticomunismo. El fascismo se definía como una “revolución contra la revolución”, y su radicalismo estaba a la altura del desafío encarnado por la Revolución Rusa. Los dos postulaban el retorno del orden establecido y estructuraban sus movimientos según un paradigma militar heredado del primer conflicto mundial; eran el espejo de una vida política brutalizada por la guerra total. Hoy en día, el postfascismo diluye su lenguaje por spots televisados y campañas publicitarias antes que haciendo desfilar sus tropas en uniforme. Y cuando moviliza a las multitudes, estas últimas no desdeñan ciertos códigos estéticos tomados en préstamo a la izquierda libertaria, como en el caso de la “Manifestación por todos” en oposición al matrimonio homosexual. El imaginario postfascista no se siente acosado por las figuras jüngerianas de las “milicias de trabajo” (Arbeiter) de cuerpo metálico esculpido por el combate, ni por los fantasmas eugenésicos de purificación racial. En suma, se reduce a las pulsiones conservadoras de aquello que el pensamiento crítico ha definido como la “personalidad autoritaria”: una mezcla de temor y frustración y una falta de autoconfianza que conducen al goce de la propia sumisión.
El postfascismo tiene enemigos, pero ni el movimiento obrero ni el comunismo estructuran ya su odio y sus cóleras. El bolchevique ha sido reemplazado por el terrorista islámico que no se oculta ya en las fábricas, sino en los suburbios poblados por “minorías étnico-religiosas”. Visto en una perspectiva histórica, el postfascismo es una consecuencia de la derrota de las revoluciones del siglo XX y del eclipse del movimiento obrero como sujeto de la vida social y política. Al haber desaparecido el comunismo y al haberse alineado la socialdemocracia según las normas de la gobernabilidad neoliberal, las derechas radicales adquirieron una suerte de monopolio de la crítica del “sistema”, sin tener siquiera la necesidad de mostrarse subversivas –ellas ceden ese papel a outsiders tales como Dieudonné y Alain Soral– ni de entrar en competencia con la izquierda antiliberal. Allí donde esta existe y actúa eficazmente, como en España y en Grecia, el postfascismo desaparece o reencuentra sus colores de origen. Pero esta ventaja cierta es también un límite. Es el anticomunismo el que, en la década de 1930, les permitió a Mussolini y Hitler obtener el apoyo de las élites dominantes en Italia y en Alemania y a Franco contar con la no intervención franco-británica durante de la Guerra Civil Española. Hubo, sin duda, un “error de cálculo”, como lo sugiere Ian Kershaw (1999: 605), en la designación de Hitler en la cancillería alemana en enero de 1933, pero está claro que, sin la gran depresión y la Revolución Rusa, en una República de Weimar completamente paralizada, las élites industriales, financieras y militares probablemente no habrían permitido la llegada al poder de un plebeyo iracundo, demagogo e histérico cuya única hazaña política había sido, en 1923, una tentativa de golpe desde una cervecería de Múnich. Hoy en día, la amenaza bolchevique desapareció, en tanto que los consejos de administración, los grandes grupos industriales, las multinacionales y los bancos ven sus intereses mejor representados por el Banco Central Europeo, el FMI y la Comisión de Bruselas que por la extrema derecha, que hizo su agosto con la lucha contra la Troika y la moneda única. Para que las derechas radicales se conviertan en un interlocutor creíble a los ojos de las élites dominantes, deberían tener lugar el derrumbe de la Unión Europea y la instalación –como en Italia a comienzo de la década de 1920 y en Alemania después de 1930– de un estado de inestabilidad generalizada. Ahora bien, esta implosión será sin duda inevitable, a la larga, si nuestras clases políticas se obstinan en continuar su orientación actual, fundada en la aplicación ciega del rigor y en el rechazo manifiesto de toda voluntad de avanzar hacia la construcción de un Estado federal, que sería la única condición para volver legítima la Unión Europea. Esta falta total de visión y de ambición va acompañada a menudo de egoísmos y de decisiones miopes, dictadas por sondeos de opinión o elecciones locales. Desde este punto de vista, nuestras élites se parecen, menos que a sus ancestros de la década de 1930, a los “sonámbulos” de la Belle Époque descritos por el historiador Christopher Clark (2013), los partidarios del “concierto europeo”, que se encaminaban hacia la catástrofe con la más completa –y culpable– inconciencia. Los padres fundadores de Europa –Konrad Adenauer, Alcide De Gasperi y Robert Schuman– habían atravesado la guerra sin comprometerse y, dirigiéndose a generaciones que habían vivido esta prueba terrible, habían encontrado el coraje de unir naciones que acababan de masacrarse mutuamente. Nuestras clases políticas, en cambio, no han conocido más que la ideología del “fin de las ideologías” –es decir, la renuncia a todo cambio de sociedad– y el poder del dinero, como lo prueba la trayectoria de muchos de sus representantes que ocupan lugares en el consejo de administración de Gazprom, crean sus propias sociedades asesoras o dan conferencias opulentamente remuneradas en Dubai. La elección de un político como el luxemburgués Jean-Claude Juncker, durante veinte años a la cabeza de un paraíso fiscal, para dirigir la Comisión Europea es la expresión tangible de ese hiato enorme que separa a las sociedades europeas de sus élites, bastante similares a las oligarquías del “Antiguo Régimen persistente”, según la definición de Arno Mayer (1983), que regían los destinos de Europa en las vísperas de 1914. El fascismo fue también, durante las décadas de 1920 y 1930, una reacción ante su desprecio por parte de las “multitudes”. Una Némesis perversa y aterradora que parece resurgir en nuestros días.
Racismo e islamofobia
Un rasgo común del postfascismo, bien arraigado en todas sus variantes, desde los movimientos neonazis a los partidos más “moderados” salidos de las derechas tradicionales, es la xenofobia. El odio violento hacia el extranjero, siempre identificado con el inmigrante, estructura su ideología y orienta su acción. En el imaginario postfascista, el “extranjero” es definido por oposición al autóctono y posee, con el mismo derecho que este último, una identidad cambiante. Tanto en virtud de su código de nacionalidad, que reconoce el derecho de suelo desde la III República –en otros lugares, más reciente o inexistente– permitiéndole al inmigrante adquirir la ciudadanía, como a causa de su concepción de la laicidad, Francia es un observatorio privilegiado para todo lo que se relaciona con la xenofobia y el racismo. La mayor parte de los europeos son fácilmente asimilados por los autóctonos, los “franceses de origen”, en tanto que los otros permanecen como “procedentes de la inmigración”, incluso si son ciudadanos franceses desde hace tres generaciones. En consecuencia, el “extranjero” es también y sobre todo un enemigo
del interior, un elemento corruptor que afecta al cuerpo sano de la nación como un virus, o que lo carcome como un cáncer. Ese mecanismo social de fabricación de una alteridad negativa no tiene nada de nuevo, como lo mostró Gérard Noiriel (2007) al reconstituir sus etapas desde el siglo XIX hasta su cristalización en la política del Frente Nacional. Sus metamorfosis, sin embargo, son de tamaño. Hace un siglo, hacía referencia a los “tanos”,
2 los españoles y los polacos; hoy, dejando de lado a los gitanos –sobre cuyas espaldas intentó edificar su reputación de hombre del orden el actual jefe de gobierno–, los europeos ya no son más tomados en consideración; la xenofobia se focaliza en las minorías de origen africano, negro y magrebí de religión musulmana.
Uno de los pilares del fascismo clásico era el antisemitismo. El odio hacia el judío era su razón de ser. Desde el Affaire Dreyfus, Francia fue uno de sus primeros centros. En Alemania, estaba en el corazón de la visión del mundo nacionalsocialista. La Italia fascista, que no era antisemita en un comienzo y que cedía al Vaticano el monopolio del antijudaísmo, terminó por promulgar en 1938 una legislación racial que abolía los logros de la Emancipación de los judíos. Al mismo tiempo en España, donde no había judíos desde comienzos del siglo XVI, la propaganda franquista subrayaba el parentesco entre los judíos y los “rojos”, paralelamente enemigos del nacional-catolicismo. En la Europa de la primera mitad del siglo pasado, el antisemitismo no estaba, ciertamente, circunscrito a los movimientos y los regímenes fascistas, pues impregnaba el conjunto de las culturas nacionales en que, bajo múltiples variantes, gozaba de una total legitimidad y e incluso concedía a sus adeptos una señal de distinción, como lo recuerda Proust en En busca del tiempo perdido y como lo muestran los escritos de algunos de los grandes escritores del siglo XX, de Thomas Mann a Georges Bernanos y Louis-Ferdinand Céline. A los ojos del fascismo, los judíos eran racialmente extranjeros para las naciones europeas; su inteligencia abstracta los había colocado en el centro del capitalismo financiero, parasitario y especulador, alejándolos de la autenticidad de los pueblos del Viejo Mundo; su racionalismo calculador estaba en curso de destruir las viejas culturas orgánicamente ligadas a los territorios y a sus pueblos, reemplazándolos por una Modernidad mecánica y sin alma; en fin, los judíos habían introducido en Europa el bacilo del bolchevismo, cuyo cerebro eran ellos.
Hoy en día, el discurso racista ha cambiado de forma y de víctima: el inmigrante musulmán ha reemplazado al judío. El racialismo –un discurso modelado por el cientificismo y el biologicismo– ha cedido su lugar a un prejuicio culturalista que señala una divergencia antropológica radical entre la Europa “judeocristiana” y el islam. El antisemitismo tradicional, que fue durante un siglo un elemento constitutivo de todos los nacionalismos, no es más que un fenómeno residual. Las instituciones del Continente han hecho incluso de las conmemoraciones del Holocausto la fianza moral de sus políticas y mantienen relaciones especiales con Israel. El clima malsano del antisemitismo latente pero omnipresente que dominaba las esferas públicas del Viejo Mundo antes de la guerra no es ya estructurante; fue reemplazado por una hostilidad análoga hacia todo lo que concierne al islam, una noción a su vez metaforizada –designa caóticamente una religión, la inmigración, las minorías, el terrorismo, etcétera– y esencializada –una suerte de alteridad ontológica en el seno de las naciones europeas– (Hajjat/Mohammed, 2013). El lenguaje se ha renovado, pero la representación del enemigo –el terrorista islámico es a menudo dibujado, como otrora el judeo-bolchevique, con una alteridad física muy destacada; su barba abundante cumple el papel de la nariz ganchuda– reproduce el antiguo esquema racial.
La nueva xenofobia se apoya en una producción erudita neoconservadora muy considerable. Obras tales como El choque de las civilizaciones de Samuel Huntington (1993), Riqueza y pobreza de las naciones de David Landes (1998) o ¿Qué ocurrió? El islam, Occidente y la Modernidad de Bernard Lewis (2002) son el equivalente actual de La Psicología de la evolución de los pueblos de Gustave Le Bon (1895), La Génesis del siglo XIX de Houston Stewart Chamberlain (1899) o La decadencia de Occidente de Oswald Spengler (1918). Su lenguaje y su utilería conceptual cambiaron, pero cumplen una función análoga. En el momento de su aparición, los libros de Le Bon, Chamberlain y Spengler poseían una sólida reputación científica y ejercieron una influencia indudable sobre la cultura conservadora. Y, como para nuestros eruditos actuales, su influencia permaneció circunscrita a los estratos cultivados.
La xenofobia ordinaria se expresa más bien a través de la violencia simbólica de eslóganes, declaraciones impactantes, imágenes vulgares, lugares comunes racistas. Como en el antisemitismo de antaño, difundido tanto en los estratos aristocráticos como en las clases populares, el repertorio de la islamofobia contemporánea es vasto y rebasa ampliamente las fronteras del postfascismo. Desde el nacimiento de la Unión Europea (a excepción, ahora, de Alexis Tsipras), no reconoció jamás que el Viejo Mundo tenía necesidad de sus inmigrantes y que ellos constituían su futuro. Después de décadas de retórica sobre la “inmigración elegida”, la imposibilidad de “acoger toda la miseria del mundo”, “el ruido y el olor”, el “pan de chocolate”, etcétera, el postfascismo ha sido legitimado poderosamente por aquellos mismos que pretendían combatirlo. Ya en el fascismo clásico, la palabra cumplía un papel más importante que la escritura. Ahora que la videosfera predomina sobre la grafosfera, no resulta sorprendente que el discurso xenófobo se propague primero por los medios de comunicación, asignando a la producción cultural un papel auxiliar.
La islamofobia actual recuerda ante todo el antisemitismo alemán de finales del siglo XIX y el de la Francia de la década de 1930. Desde el Affaire Dreyfus, los nacionalistas franceses despreciaban a los inmigrantes judíos de Polonia y Rusia, pero atacaban sobre todo a los “judíos de Estado”, los israelitas notables que, desde comienzos de la III República, habían podido acceder a la alta función pública, a las universidades más prestigiosas e incluso ascender los escalones de la jerarquía militar. El capitán Dreyfus había sido un símbolo de este ascenso. En la época del Frente Popular, el blanco del antisemitismo fue Léon Blum, el dandi judío y homosexual que encarnaba la degeneración de una república conquistada por la “Anti-Francia” (Birnbaum, 1988). Los judíos eran designados como un “Estado dentro del Estado”, lo que está lejos de corresponder a la situación actual de las minorías negras o musulmanas, siempre ampliamente subrepresentadas entre los cuadros superiores de las instituciones públicas. La comparación sería, pues, más pertinente con la Alemania guillermina, en que los judíos eran rigurosamente excluidos del aparato del Estado, en tanto que la prensa se alarmaba ante una “invasión judía” (Verjudung) susceptible de poner en cuestión la matriz étnica (alemana) y religiosa (cristiana) del Reich. El antisemitismo cumplía el papel de un “código cultural” que permitía definir en negativo una identidad alemana desfalleciente, sacudida por la modernización del país y la concentración judía en las grandes ciudades, su parte más dinámica. En breve, un alemán era ante todo un no judío (Volkov, 1978).
De modo análogo, el islam permite hoy reencontrar, por delimitación negativa, una “identidad francesa” perdida o amenazada por la mundialización. En nuestros días, el lenguaje ha cambiado, pero la prosa de un Alain Finkielkraut, que expresa su “identidad desventurada” ante el ascenso del multiculturalismo y la idealización del mestizaje, calamidades que han transformado a Francia en una suerte de “albergue español” (Finkielkraut, 2014: 111), no es muy diferente de la de Heinrich von Treitschke. En 1880, este último deploraba la “intrusión” (Einbruch) de los judíos en la sociedad alemana, cuyas costumbres trastornaron como un elemento modernizador y perturbador. El historiador alemán concluía su ensayo con una nota de desesperación que se convirtió en un eslogan: “Los judíos son nuestra desgracia” (Die Juden sind unser Unglück) (Treitschke, 2004: 16). Lo que es desgarrador para Finkielkraut es este espectáculo aflictivo de una Francia tradicional en la que los “sedentarios hacen la experiencia desconcertante del exilio” y sienten “convertirse en extranjeros en su propio suelo” (Finkielkraut, 2014: 119); una Francia que se disgrega poco a poco ante el avance inexorable de las carnicerías y los fast-food halal, donde el argot de los suburbios ha reemplazado la nobleza de la lengua de Chateaubriand y los adolescentes que escuchan su iPod han perturbado la autoridad de los maestros de la escuela republicana. El postfascismo da una respuesta política a ese grito de dolor de una Francia que se repliega sobre sí misma, la Francia conservadora que “viene desde el fondo de los tiempos” y que no se reconoce ya en el mundo de hoy, del que ella esboza un retrato imaginario y caricaturesco: “La nueva norma social de la diversidad dibuja una Francia cuyo origen no tiene derecho de ciudadanía sino a condición de ser exótica, y donde una única identidad está marcada de irrealidad: la identidad nacional” (ibíd.: 110). Según Finkielkraut, lejos de ser una construcción social e histórica, Francia –es la imagen que da de ella su libro– es una suerte de dato ontológico, una entidad atemporal que, para vivir, debe defenderse de toda contaminación externa.
La transición desde el antisemitismo de la vieja escuela a la islamofobia se encarna en una figura literaria: Renaud Camus, un escritor que no oculta su proximidad al Frente Nacional. Hace unos quince años, en un volumen destacado de sus diarios –La campaña de Francia (2000)–, deploraba la presencia de demasiados judíos en las emisiones de France Culture, que irían fatalmente a “sustituir a la voz antigua de la cultura francesa” (p. 330). Más adelante, se convirtieron en sus blancos los musulmanes, cuya inmigración masiva produciría un “gran recambio”, es decir, la islamización de la vieja Francia. Caminando por las calles de l’Hérault, un hermoso día, se dio cuenta
estupefacto de que la población, en una generación, había sido completamente modificada; de que no estaba ya el mismo pueblo en las ventanas y sobre las veredas; de que un cambio notorio se había producido; de que, en los lugares mismos de mi cultura y de mi civilización, yo caminaba en otra cultura y otra civilización, que no sabía aún que estaban decoradas con el bello nombre embaucador de multiculturalismo (Camus, 2011: 82).
En Camus, el odio del mestizaje no es más que un aggiormamento del temor a la “mezcla de sangres” (Blutvermischung) de ayer. Él deplora, por lo demás, el abandono de la noción de raza, que querría rehabilitar; ciertamente, pensando “menos en una hipotética comunidad o parentesco biológico que en la historia largamente compartida, en la cultura, en el legado más que en la herencia” (ibíd.: 23). La transición desde el antisemitismo a la islamofobia se encuentra desde ahora consumada.
Los nuevos reaccionarios –no todos, pero sí muchos de ellos– exhiben sus simpatías por el sionismo e Israel, en tanto que el antisemitismo ha vuelto a ser lo que era en el siglo XIX: el “socialismo de los imbéciles” (el odio de los judíos disfrazado bajo los rasgos del anticapitalismo), cultivado por ciertos miembros de las clases más explotadas de la sociedad en busca de un chivo expiatorio. En Francia, este odio hacia los judíos es sobre todo difundido, bajo la forma de provocaciones anticonformistas, por humoristas dudosos, como Dieudonné, y por ideólogos apegados al fascismo subversivo de los orígenes, como Alain Soral. Hasta el presente, este antisemitismo no encontró expresión política o electoral, pero su influencia es nefasta y corre el riesgo de extenderse, sobre todo si, al día siguiente de cada atentado antisemita, François Hollande aprovecha la ocasión para mostrarse en público al lado de Benjamin Netanyahu. La paradoja trágica de esos actos antisemitas, a veces terriblemente violentos, reside en el hecho de que son perpetrados por jóvenes salidos de una minoría excluida y oprimida en contra de otra minoría, portadora de una memoria de exclusión y de persecución, pero hoy en día muy integrada tanto en el plano social como en el político y el cultural. Esos actos exigen, ciertamente, la más firme reprobación, pero calificarlos de fascistas supone, una vez más, una facilidad semántica que perjudica su inteligibilidad. Resta el hecho de que contribuyen poderosamente a crear el clima de temor y hostilidad en el que surgen el llamado al orden y la caza de brujas. El postfascismo no avanza solo; extrae beneficios de un terreno favorable: las derechas radicales y el terrorismo islámico se alimentan recíprocamente.
Herencia colonial
La islamofobia, entretanto, no es más que un sustituto del antisemitismo de ayer, pues sus raíces son profundas y la ligan a una tradición que le es propia: el colonialismo. La islamofobia se alimenta de la memoria del largo pasado colonial del Continente y, sobre todo en Francia, de la guerra de Argelia, que fue su conclusión traumática. El colonialismo había inventado una antropología política fundada en la dicotomía entre ciudadano e indígena que fijaba jerarquías sociales, espaciales, raciales y políticas. Una vez desaparecida esta división codificada por la ley, el emigrante postcolonial, devenido en ciudadano francés, se transforma en cuerpo extraño, en “un pueblo en el pueblo”. Es la matriz colonial de esta islamofobia la que explica su virulencia y persistencia; es el estigma colonial el que hace que, al cabo de tres generaciones, un apellido italiano, español o polaco se confunda en la variedad de patronímicos franceses, en tanto que otro árabe o africano califica a su portador de ciudadano perteneciente a una categoría especial: “procedente de la inmigración”, según el eufemismo que reemplaza un léxico racial de ahora en más obsoleto. El postfascismo, en el fondo, quiere restablecer la antigua separación jurídica: “No hay ciudadanía sino a condición de que exista una no ciudadanía” escribe Renaud Camus, asignándose la tarea de militar “a favor de un incremento máximo de la diferencia de estatuto y de tratamiento entre ciudadanos y no ciudadanos” (ibíd.: 17).
La matriz colonial de la islamofobia provee una de las claves para comprender la metamorfosis ideológica del postfascismo. Este último abandonó las ambiciones imperiales del fascismo clásico adoptando una postura conservadora y defensiva. No apunta ya a conquistar sino a expulsar, criticando incluso las guerras neoimperiales llevadas adelante desde comienzos de la década de 1990 por Estados Unidos y sus asociados occidentales. Si el colonialismo del siglo XIX quería cumplir las promesas del universalismo republicano transformando sus conquistas en “misiones civilizadoras”, la islamofobia postcolonial conduce su combate en contra de un enemigo interior en nombre de los mismos valores. La conquista ha cedido su lugar al rechazo: otrora, se sometía a los bárbaros a fin de civilizarlos; hoy en día se los quiere segregar y expulsar para protegerse de su influencia nefasta. Esto explica, desde hace un cuarto de siglo, los debates incesantes en torno a la laicidad y el velo islámico, hasta la promulgación, en 2005, de una ley que prohíbe el uso de este último en lugares públicos. El consenso en torno a una concepción neocolonial y discriminatoria de la laicidad, a la necesidad de limitar los flujos migratorios y expulsar a los extranjeros en “situación irregular” ha contribuido a legitimar el discurso de la derecha radical en el espacio público. Pero hemos pasado de una actitud conquistadora a unan postura defensiva. Entre el fascismo y el postfascismo no está solo la derrota histórica del comunismo, está también la descolonización.
El postfascismo no oculta, por cierto, su pasión por la autoridad –exige un poder fuerte, leyes de seguridad, reintroducción de la pena de muerte, etcétera–, pero abandona su lastre ideológico –en esto no se corresponde ya con su arquetipo– para adherirse a las Luces. En la era de los derechos del Hombre y del consenso post totalitario, eso le concede una cierta respetabilidad. El colonialismo clásico se había desarrollado en nombre del Progreso y, en Francia, del universalismo republicano. Con esta cultura quiere volver a anudar lazos hoy en día la derecha radical. De acuerdo con los postfascistas, ya no es el racismo doctrinario lo que inspira su aversión hacia el islam, sino, antes bien, su adhesión a los derechos del Hombre. A través de un desvío singular, el universalismo fue confiscado, desviado y transformado en vector de xenofobia (Rancière, 2015). Marine Le Pen –quien ha tomado claramente distancia de su padre en relación con estas cuestiones– no quiere solo defender a los “franceses de origen” frente a la invasión de los nuevos extranjeros instalados en Francia; quiere defender también los derechos de las mujeres y de los judíos amenazados por el terrorismo, el comunitarismo y el oscurantismo musulmanes. Homofobia e islamofobia gay-friendly coexisten en esta derecha radical en mutación. Dirigiéndose a los “franceses judíos”, que en cantidades crecientes se vuelcan al Frente Nacional, Marine Le Pen (2014) les asegura que este último será “sin duda, en el futuro, el mejor escudo para proteger[los]; [que él] se encuentra a [su] lado para la defensa [de las] libertades de pensamiento o de culto de cara al único enemigo verdadero, el fundamentalismo islámico”. En los Países Bajos, la defensa de los derechos de los homosexuales frente al islam ha estado en el centro de las campañas islamófobas de Pim Fortuyn y, luego, de su sucesor, Geert Wilders.
Europa ha conocido también una Ilustración racista. Si la interpretación del fascismo como versión radical de la anti-Ilustración es ciertamente pertinente –los trabajos de Zeev Sternhell lo han mostrado claramente–, no habría que olvidar que las primeras tentativas para codificar el racismo en nombre de la ciencia tuvieron lugar en el siglo XVIII y que, bajo el régimen de Vichy, una corriente cultural de la colaboración, ciertamente minoritaria pero real, reivindicaba la herencia de Diderot, Rousseau y Voltaire (Mosse, 1997; Pellerin, 2009). A fines del siglo XIX, Cesare Lombroso publicó El Hombre blanco y el Hombre de color, un ensayo en el que postulaba la superioridad de la raza blanca argumentando que solo ella había sabido proclamar “la libertad del pensamiento y la libertad del esclavo” (Lombroso, 1892: 223). Hoy en día, la superioridad del “liberador” exige el restablecimiento de una barrera que proporciona seguridad frente al esclavo liberado. Asistimos a una nueva corrupción de la Ilustración. El lenguaje ha cambiado, pero los sermones sobre la defensa de nuestras libertades occidentales ¿son acaso tan diferentes?
El caso del “islamo-fascismo”
La islamofobia postfascista se ha puesto como objetivo –allí reside uno de los elementos de confusión mencionados al comienzo de este artículo– la lucha contra el “islamo-fascismo”. La intensa apelación a esta noción por parte de los xenófobos de todos los sectores –tanto como por las ciencias políticas neoconservadoras– crea muchos malentendidos y debería incitar a tomar algunas precauciones antes de emplearla. A priori, esta definición parecería totalmente pertinente. Expresión de una reforma radical de nacionalismo sunita, el “califato” de Daech instauró un régimen de terror en los territorios que controla, donde suprimió toda forma de libertad y de democracia; aquellas, en todo caso, que podían subsistir en las circunstancias dadas. Producto de veinticinco años de guerras que devastaron el mundo árabe, de Iraq a Libia, demuestra una violencia extrema. En el siglo XX, Europa conoció fascismos que, a la manera de la España franquista “nacional-católica, no mostraban un semblante secular, sino religioso. ¿Por qué no tomar actas del auge de una teocracia fascista en Medio Oriente? Sí, eso es posible. Nacionalismo, militarismo, expansionismo, ideología totalitaria, terror y supresión de toda libertad son rasgos compartidos por el fascismo y Daech. Una divergencia esencial existe, con todo, entre ellos. Los fascismos jamás han surgido, fuera de Europa, sin un lazo orgánico con los poderes imperiales de Occidente, cuya emanación directa eran en ocasiones. Las dictaduras africanas estaban ligadas a las ex potencias coloniales, y las de América Latina o Asia fueron apoyadas abiertamente (cuando no directamente instauradas) por Estados Unidos. La fuerza del “islamo-fascismo”, en cambio, reside precisamente en su oposición radical con Occidente, en su dominación y sus guerras. Esto es lo que lo legitima –a pesar de su barbarie– a los ojos de una parte del mundo musulmán, y es esto lo que explica también la atracción que ejerce sobre una pequeña minoría de la juventud musulmana de Europa, a la que la izquierda no fue jamás capaz de ofrecer un proyecto o un lugar de acogida.
Desde el fracaso histórico del panarabismo y el socialismo laico, el fundamentalismo aparece como la fuerza más consecuente y eficaz en la lucha contra Occidente, cuya violencia extrema reproduce, al exhibirla. Degollar a periodistas occidentales o quemar vivo a un piloto de Jordania son actos bárbaros e indignantes, así como reunir a decenas de talibanes en el patio de una fortaleza para divertirse disparándoles como a conejos, u orinar sobre cadáveres de combatientes de Al Qaeda, o asesinar iraquíes después de haberlos obligado a asistir a la violación de sus mujeres o torturar durante meses a prisioneros en Guantánamo y Abú Ghraib. En Occidente, las ejecuciones de Daech son percibidas como el reflejo de una religión oscurantista; en el mundo musulmán, la misma ferocidad está identificada con las guerras luchadas en nombre de los derechos del Hombre. El uniforme anaranjado de las víctimas de Daech, que reproduce exactamente el de los detenidos de Guantánamo, es mostrado como una venganza e ilustra el carácter mimético de la barbarie fundamentalista. Asistimos una vez más a lo que Hannah Arendt (1974: 11) había llamado un “efecto bumerán” y Aimé Césaire (1955: 77 y 111) un “tiro por la culata” a propósito del nazismo: la violencia infligida por Occidente al mundo colonial y postcolonial se vuelve ahora en contra de él (ver también Rothberg, 2009, capítulo 1). De cara a este fenómeno horroroso, la apelación a la noción de “islamo-fascismo” –que sugiere la idea de un fascismo cuyas raíces residirían, en último análisis, en el propio islam, en sus dogmas transformados en ideología política– aparece más como un exorcismo que como un esfuerzo de lucidez analítica. Esto vale también para los atentados cometidos recientemente en Europa. Pensar que ellos se inscriben en un proyecto de islamización de Francia es caer en los lugares comunes de la propaganda del Frente Nacional. Estos actos expresan, bajo una forma perversa, una reacción contra la opresión, la islamofobia y la dominación imperial de Occidente. Detrás de Mohammed Merah, los hermanos Kouachi y Amédy Coulibaly está, antes de su interpretación integralista del islam, la larga historia del colonialismo con su herencia en la Francia metropolitana, a la que se suman las guerras en el Cercano Oriente y la ocupación de Palestina. Esta constatación no apunta a justificar ni a minimizar sus actos, sino que señala la raíz sobre la cual pueden injertarse los viejos prejuicios antisemitas sin constituir, sin embargo, su matriz. Es por esto que prefiero describir sus realizaciones como una versión nueva –aún más peligrosa y mortífera– del “socialismo de los imbéciles” de ayer (Battini, 2010). La simple condena moral del acto “fascista” resulta superficial e ineficaz, pues no capta la naturaleza del problema, incluso si sabemos que el “socialismo de los imbéciles” ha hecho su contribución al nacimiento del fascismo.
Nacional-populismo
Las derechas radicales –varios estudios lo subrayan desde hace años– convergen en una forma de nacional-populismo. Quieren movilizar al pueblo, convocan al levantamiento, invocan un despertar nacional. El pueblo debe deshacerse de las
élites corrompidas, puestas al servicio del mundialismo, culpables de haber regalado los intereses nacionales en beneficio de la Europa monetaria, responsables al fin de cuentas de políticas que, desde hace décadas, transformaron las naciones europeas en espacio abierto a una inmigración incontrolada y a la colonización musulmana. Como bien lo mostraron Luc Boltanski y Arnaud Esquerre (2014), la extrema derecha no abandonó el viejo mito del “buen” pueblo contra los poderosos, sino que lo renovó. Antaño, el “buen” pueblo designaba a la Francia rural opuesta a las “clases peligrosas” de las grandes ciudades. Después del fin del comunismo, la clase obrera maltratada por la desindustrialización fue reintegrada en el seno de esta virtuosa comunidad popular. El “mal” pueblo –una nebulosa heteróclita que va desde inmigrantes, musulmanes y mujeres con velos a drogadictos y otros marginales– se mezcla con los “hippie-chics”,
3 las clases acomodadas que muestran sus costumbres liberadas: feministas, defensores de las alteridades sexuales, antirracistas, cosmopolitas favorables a la legalización de los “sin papeles”, ecologistas… Finalmente, el “buen pueblo”, nos explica el sociólogo Gérard Mauger (2014), se parece mucho a la figura del “buey” creada por Cabu en sus historietas de la década de 1970: machista, homófobo, antifeminista, racista, indiferente a la contaminación y completamente hostil a los intelectuales.
Las derechas radicales son, ciertamente, populistas, pero esta definición se limita a describir un estilo político sin precisar nada en cuanto a su contenido. Hemos conocido, desde el siglo XIX, un populismo ruso y uno nortemaricano, un populismo latinoamericano tanto de derecha como de izquierda, un populismo comunista y un populismo fascista (Rioux, 2007; Finchelstein, 2014). En nuestros días, la etiqueta “populista” fue colocada a figuras tan diversas como Hugo Chávez y Silvio Berlusconi, Marine Le Pen y Jean-Luc Mélenchon, Matteo Salvini –el líder de la Liga del Norte italiana– y Pablo Iglesias, el líder de Podemos en España. “Populismo” es un acrónimo: una vez que el adjetivo ha sido transformado en sustantivo, su valor heurístico es nulo. Sobre todo en un contexto europeo en el cual las oligarquías en el poder usan de él constantemente a fin de estigmatizar toda oposición popular a su política, revelando así su desprecio del pueblo. A diferencia de América Latina, donde, más allá de su diversidad, el populismo apunta a integrar a las clases populares y a los desamparados en la esfera política, en Europa occidental presenta, sobre todo, un carácter excluyente: propone unir al pueblo en una comunidad homogénea delimitándolo sobre bases “nacionales” y étnicas, expulsando todos los elementos que serían extranjeros a él (inmigrantes, musulmanes, etcétera). Estos dos populismos son antitéticos y nada justifica que se los clasifique en una misma categoría.
Hoy no podemos saber cuál será el resultado de las metamorfosis del postfascismo. Podría experimentar una evolución comparable con la de su ancestro italiano, el MSI [Movimiento Social Italiano] –convertido en Alianza Nacional en 1995, luego disuelto en el berlusconismo– y, así, transformarse en una corriente conservadora tradicional. Podría experimentar también una nueva radicalización, sobre todo en el caso de un colapso de la Unión Europea –que él demanda– hacia formas que hoy resulta difícil prever. Todas las premisas de una tal evolución están reunidas. En un contexto de crisis, el delirio de un Zemmour (2014), que no contempla nada menos que una gigantesca depuración étnica –la expulsión de cinco millones de musulmanes, según el modelo de la expatriación de los Alemanes de Europa central y oriental en 1945– podría asumir la forma de un programa político. Esto consumaría la transformación de “fascismo” en un concepto transhistórico. Habrá que tomar ahora conciencia de que el fascismo no fue un paréntesis del siglo XX. Y esperar que el antifascismo ya no lo sea.
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