El 7 de marzo cayó uno de los más sólidos mitos de los uruguayos: la confianza en las empresas estatales. Ese día quienes abrieron los grifos sintieron un olor nauseabundo y los que tomaron mate o café sintieron un sabor extraño. La empresa estatal encargada del suministro de agua, OSE (Obras Sanitarias del Estado), debió reconocer “un episodio” de contaminación con algas en la cuenca del río Santa Lucía, que abastece a seis de cada diez uruguayos.
Pese a ello la empresa estatal aseguró que el agua es potable. Un comunicado liberado días después señaló: “En relación al evento de olor y sabor percibido por la población del área metropolitana días atrás, OSE comunica que se debió exclusivamente a una sustancia liberada por un tipo de alga microscópica en el Río Santa Lucía. Dicha sustancia, llamada geosmina, no tiene incidencia sobre la salud de la población”[1].
Las autoridades cerraron filas y negaron enfáticamente la contaminación de las fuentes de agua, que siempre habían sido de gran calidad. Sin embargo, gran parte de la población no creyó en los argumentos del Estado y se volcó a comprar agua embotellada agotando las existencias.
Este suceso no hubiera tenido mayor trascendencia si no fuera porque en los últimos años viene creciendo un movimiento contra la instalación de una mina de hierro a cielo abierto, Aratirí de capitales hindúes, que cuestiona además la contaminación por el uso masivo de plaguicidas y fertilizantes en los cultivos de soya y en la forestación. En rigor, la sensibilidad ambientalista creció con el debate instalado a raíz de la instalación de una enorme fábrica de celulosa en el río Uruguay.
En aquel momento, entre 2003 y 2008 aproximadamente, en un clima de euforia por la llegada al gobierno del Frente Amplio (2004) y un ambiente nacionalista exacerbado por las controversias con los ambientalistas y el gobierno argentinos, la mayor parte de la población apoyó al gobierno uruguayo. Ahora las cosas cambiaron. La población rural (apenas el 5% del total) comenzó a percibir los efectos nocivos del desarrollo agropecuario y los pequeños productores tradicionales (incluyendo los ganaderos) comenzaron a movilizarse.
Un país contaminado
Es difícil aceptar que los ríos uruguayos están contaminados. El país fue siempre un paraíso natural, con industria liviana y pocos coches, con ganadería extensiva y agricultura cerealera. Pero en la última década, por la especulación con los alimentos y los minerales, las cosas cambiaron drásticamente.
Los principales cambios se concentran en la producción rural, a lo largo de los últimos diez años. El precio de la tierra se multiplicó por seis (de 500 a 3.000 dólares la hectárea en promedio). El 38% de la superficie agropecuaria fue vendida, y el 41% fue arrendada[2]. Entre 2000 y 2008 los propietarios uruguayos perdieron 1,8 millones de hectáreas que pasaron a las sociedades anónimas que adquirieron una superficie similar.
Hubo una fuerte concentración de tierras en capitales multinacionales: catorce grupos poseen un millón de hectáreas. Montes del Plata (chileno-sueco-finlandesa) tiene 234.000 hectáreas; le sigue Forestal Oriental (finlandesa) con 200.000 hectáreas. La estadounidense Weyerheuser tiene 140.000 hectáreas y las argentinas El Tejar y Agronegocios del Plata (ADP) con 140.000 y 100.000 hectáreas completan la lista de las mayores inversiones extranjeras.
En la campaña 2001-2002 había sólo 29 mil hectáreas sembradas con soja. En 2012 superó un millón de hectáreas. Otro millón están forestadas. Esto supone un aumento exponencial del uso de plaguicidas y fertilizantes que son arrastrados por la lluvia hasta los ríos. Aquí comienza un drama que la población está empezando a percibir.
Un estudio de la Dirección Nacional de Medio Ambiente (DINAMA) de 2011 en el río Santa Lucía (del que proviene el 60% del agua potable) resultó en un escándalo: los niveles de fósforo admitidos internacionalmente son de 25 microgramos por litro, pero en el río los mínimos oscilaron entre 70 y 12.900 microgramos por litro[3]. Ha habido múltiples denuncias de científicos y organizaciones ambientalistas sobre la contaminación, pero el Estado no ha hecho mucho.
El biólogo Luis Aubriot de la Facultad de Ciencias dijo a la prensa que “sin la reducción de las cargas de nitrógeno y fósforo” no se van a solucionar los problemas del agua[4]. Otro biólogo, Mario Calcagno, recordó que además de las fumigaciones y fertilizantes que se usan para la soya el río Santa Lucía recibe efluentes de frigoríficos, industrias de alimentos y centros urbanos, y que el monte nativo a sus orillas ha ido desapareciendo. “Es un desastre”, concluyó[5].
Uno de los argumentos más sólidos fue el esgrimido por Diego Martino, que representó a Uruguay en el Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente: “En 2010 se detectaron niveles de atracina en el agua. Es uno de los componentes del glifosato. No hay ningún estudio a nivel nacional que diga cuál es la consecuencia de niveles muy bajos de atracina consumidos a lo largo de diez años”[6].
En su opinión el principal problema es la incapacidad del Estado para controlar y luego tomar decisiones. Puso un ejemplo: “¿Cuánto tiempo le llevó a la DINAMA cambiar la distancia de 50 metros a 500 metros para la fumigación alrededor de una escuela rural? Años”. No se sabe cuántos niños enfermaron por esa demora.
Uno de los principales problemas son los embalses, que en su mayor parte se utilizan para el riego y el cultivo de arroz. En un pequeño país como Uruguay hay más de mil embalses que con el calor del verano se convierte en lugares donde crecen algas porque concentran los agroquímicos. Con las lluvias los embalses derraman sus aguas en los ríos. Todos los ríos del Uruguay, incluyendo anchísimo el Río de la Plata, están verdes de contaminación.
El ganado también está siendo afectado. Un productor del centro del país, cuyas ovejas beben en el gran embalse de Rincón del Bonete, sufrió la muerte de 56 ovejas en un año, todas intoxicadas[7]. La directora de Recursos Renovables del Ministerio de Ganadería, Agricultura y Pesca reconoció que “Uruguay no tiene un diagnóstico del estado de sus aguas”, pero la misma autoridad acepta que se cultive soya a cuatro metros de lagunas, ríos y arroyos, aunque la legislación establece una distancia de ocho metros, también insuficiente[8].
Daniel Panario es director del Instituto de Ecología y Ciencias Ambientales de la Facultad de Ciencias y recibió en 2012 el Premio Nacional a la Excelencia Ciudadana. Es el más destacado y combativo científico del país que denuncia la contaminación hace más de 20 años. En su opinión el mejor ejemplo vinculado al agua es el del plomo.
En la década de 1940 en Inglaterra se concluyó que el bajo rendimiento de los niños en las escuelas se debía al plomo y cambiaron inmediatamente todas las cañerías. En Uruguay esto se comprobó en la década de 1970. Estamos en 2013 y todavía no se terminaron de cambiar las cañerías de plomo en Montevideo. Dicen que tienen otras prioridades y que es muy caro[9].
Además del Estado, la universidad es un obstáculo para hacer conocer la realidad a la población. “Uno no tiene total libertad para investigar temas de interés nacional. Cuando uno sale a hablar se arriesga a tener que enfrentarse con las autoridades. Hace pocos días el rector aclaró que yo hablaba a título personal y me dijo que le hacía daño a la facultad”[10].
Aquí aparecen dos problemas: los académicos priorizan investigaciones que puedan ser publicadas en revistas especializadas, en general en inglés, a las que la gente común no tiene acceso. Por otro lado, las universidades dependen de convenios y fondos que provienen de diversos organismos internacionales y de empresas privadas que no tienen interés en que se conozcan críticas a los productos que venden las multinacionales.
Investigadores como Panario, pese al reconocimiento nacional e internacional, suelen ser boicoteados por los propios universitarios. Se presentó en dos oportunidades al Fondo nacional de investigadores y las dos veces fue rechazado. Tuvo que apelar a instancias superiores para ser admitido. Ahora se muestra feliz ante el crecimiento del movimiento contra la minería a cielo abierto.
Un movimiento diferente
Los precios del mineral de hierro se mantuvieron estables por veinte años. En 1985 la tonelada métrica seca se pagaba a 26 dólares. En 2004 había llegado a 38 dólares para trepar a 140 en 2008. En 2009 el precio cayó a 101 dólares la tonelada, pero ahora está subiendo. No es cualquier metal, ya que el mineral de hierro representa el 95 por ciento de todos metales utilizados en la industria.
Minera Aratirí pertenece a Zamin Ferrous, grupo indio con sede en Londres. Cuenta con siete proyectos en Sudamérica, cinco de ellos en Brasil, uno en Perú y otro en Uruguay, y espera producir en todo el continente unos 50 millones de toneladas de mineral de hierro para 2013. Pero el potencial de la empresa en la región se eleva a 10 mil millones de toneladas.
En Uruguay se les concesionaron unas 110 mil hectáreas en zonas dedicadas a la ganadería extensiva y la forestación, donde realizaron perforaciones para detectar las áreas de mayor densidad de mineral de hierro. El proyecto minero tiene tres partes: la zona de explotación, el mineroducto de unos 220 kilómetros hasta la costa de Rocha y la terminal de carga. En total estiman invertir 2.000 millones de dólares.
A fines de 2010 cuando el parlamento aprobó el Código de Minería los pequeños productores rurales de las localidades donde se instalará Aratirí, Valentines y Cerro Chato (180 y 3.000 habitantes cada una), comenzaron a movilizarse. En enero de 2011 comisiones de vecinos de la costa, donde se instalará el puerto para la exportación del hierro, iniciaron una recogida de firmas contra el proyecto.
De ahí en adelante la actividad se fue intensificando. Primero asistieron al parlamento a explicar los motivos de la oposición al proyecto. Los pequeños ganaderos verían distorsionada la producción, ya sea porque serán expropiados y forzados a emigrar o por la contaminación del aire y el agua. Los habitantes de los pueblos costeros sufrirían daño en la pesca y se ahuyentará el turismo.
Luego realizaron decenas de charlas informativas en los más diversos lugares, muchos de ellos pequeños pueblos de 50 o 100 habitantes. Finalmente convocaron una primera marcha nacional en Montevideo con la consigna “No a la minería, sí a los recursos naturales”, en mayo de 2011. La empresa convocó a su vez una marcha en Cerro Chato movilizando comerciantes y trabadores. Al día siguiente los productores doblaron la cantidad de personas movilizadas, desafiando a la multinacional que también comenzó a realizar charlas informativas boicoteadas por los que se oponen a la minería.
En julio de 2011 se creó la Confederación de Pueblos Costeros con representantes de siete pueblos del departamento oceánico de Rocha: La Paloma (3.500 hab.), Aguas Dulces (400), Punta del Diablo (800), Valizas (330), La Pedrera (200), La Esmeralda (57) y Cabo Polonio. Se oponen a la construcción de un puerto en La Paloma para la exportación de madera para las fábricas de celulosa y del puerto oceánico para el hierro.
El 12 de octubre se realiza la segunda marcha nacional donde confluyen colectivos del norte, el centro, el sur y de la zona costera, integrados por productores y trabajadores rurales. Varias personalidades del arte y el espectáculo participan en un video contra la megaminería. A partir de ese momento cada región se concentra en la realización de actividades locales y se crea la Asamblea Nacional Permanente en Defensa de la Tierra y los Bienes Naturales con unos 36 colectivos de base[11].
A mediados de 2012 el gobierno confirma la construcción de un puerto de aguas profundas para la exportación de hierro, madera y otros productos cerca de La Paloma. El movimiento contra la minería realiza en agosto su primera asamblea nacional en Tacuarembó (norte) con la asistencia de 300 personas de 35 colectivos.
Participan tres sindicatos, grupos indígenas, radios comunitarias, productores y trabajadores rurales. Miembros de los pueblos costeros optan por la acción directa para impedir las obras del puerto de La Paloma. El 12 de octubre se realiza la tercera marcha nacional en Montevideo con 10 mil personas, con decenas de gauchos a caballo, tractores, banderas de pueblos originarios, ambientalistas y sindicatos.
El movimiento contra la minería tiene tres características inéditas en Uruguay. La primera es que nace en el Interior profundo, en pueblos de 50 a 3.000 habitantes, luego llega a las capitales departamentales y más tarde a Montevideo, donde aún se están organizando los primeros grupos. Esto es al revés de lo que sucedió en la historia de las luchas sociales, donde casi todos los movimientos nacieron en la capital.
En segundo lugar, es un movimiento de base, asambleario y horizontal, ligado a la tierra y al territorio, que se inspira en las identidades populares rurales y no en las tradiciones sindicales y de la izquierda, aunque ellas están integradas pero no de manera hegemónica. El discurso y el lenguaje invocan las luchas por la Independencia lideradas hace 200 años por José Artigas y hacen hincapié en todo lo que se relacione con la tierra.
La tercera es que el movimiento ha rechazado hasta ahora su institucionalización. Las ONGs están acotadas. Los partidos políticos se mantienen en silencio. Pero lo más interesante es que no se ha optado por el camino del referendo nacional, la modalidad que adoptaron parar todos los grandes movimientos uruguayos desde la recuperación de la democracia, empezando por el de los derechos humanos.
Hay colectivos locales que recogen firmas para realizar referendos departamentales, pero se ha optado por evitar un referendo nacional luego de extensos debates. La experiencia de más de 20 años indica que ese camino conduce a la desarticulación del movimiento, ya que la voluntad popular es vulnerada por los que tienen capacidad para hacer publicidad millonaria en los grandes medios de comunicación.
Ha nacido el primer movimiento social bajo un gobierno progresista. Cuestiona de modo frontal el modelo extractivista y la contaminación del agua le da argumentos potentes ante la población. Como dijo Panario reflexionando sobre las consecuencias del huracán Sandy en New York y el debate sobre el cambio climático: “Tiene que ocurrir una catástrofe para que la población tome conciencia”.
Recursos
“Aguas de marzo. Agroquímicos y potabilidad”, Brecha, 22 de marzo de 2013.
Zibechi, Raúl “Las penas son de nosotros. La conformación de un nuevo bloque de poder en Uruguay”, en Gabriela Massuh, Renunciar al bien común, Mardulce, Buenos Aires, 2012.
Zibechi, Raúl, Entrevista a Daniel Panario, Montevideo, 8 de abril de 2013.
Publicado en el “Informe Mensual de Zibechi” para el Programa de las Américas www.cipamericas.org/esde donde lo tomamos.
[2] Todos los datos proceden de: Raúl Zibechi, “Las penas son de nosotros”, en Gabriela Massuh, Renunciar al bien común.
[3]El Observador, 11 de abril de 2013. El río Santa Lucía nace en el centro del país a 100 kilómetros de Montevideo y desemboca en el Río de la Plata cerca de la capital.